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Daniel Innerarity. Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la Cátedra Inteligencia Artificial y Democracia del Instituto Europeo de Florencia. Es Premio Nacional de Investigación Ramón Menéndez Pidal, en el área de Humanidades.


Avance

Historia. Nunca se dice en presente. Eso es asunto de la historiografía posterior. La importancia histórica, pues, de una determinada acción no es asunto del protagonista, que en esos momentos desconoce que lo es, sino del devenir o las circunstancias. Así, llama la atención Innerarity sobre «esa fórmula de autoestima, tan frecuente en política, que se atribuye a sí misma el curso de las cosas como si se debiera al propio mérito lo que está evidentemente fuera del alcance de las propias previsiones o del propio poder». Y afirma que la historia «no refuta ni demuestra proyecto político alguno». Eso sí, la historia «nos enseña quiénes somos, pero sin que este saber tenga inmediatamente un carácter normativo; es inaceptable como argumento práctico deducir lo que ha de ser de lo que ha podido ser o ha sido de hecho. Es absurdo buscar en la historia pruebas de nuestra falta de libertad y esperar el descubrimiento de unos designios necesarios que nos exoneren del difícil ejercicio de nuestras libertades. La historia es un mal argumento en favor o en contra de cualquier política de la identidad, porque en la historia hay más azar que necesidad».

Narración. Lo que uno es no es lo que quiere ser. Uno es producto de la contrariedad o, mejor, de una mezcla entre voluntad o intención y contrariedad. También la historia se ha tejido a base de azares imposibles de predecir. De ahí que, como señala el autor del artículo, «a la pregunta histórica: ¿Cómo ha llegado alguien a ser lo que actualmente es?, dirigida a países, ciudades o personas, suele contestarse con una expresión del tipo “esto solo puede explicarse históricamente”. ¿Qué significa que algo solo resulta explicable mediante la historia?» Que algo no ha salido como alguien previó o como estaba previsto, que «alguna expectativa justificada de racionalidad», como señala Innerarity, ha sido «decepcionada». Y sigue: «Esta es la dimensión narrativa de la historia, donde comparecen las propiedades anómalas y las combinaciones singulares».

Identidad. Para llegar a ser quien se es, obviamente, uno desempeña un papel: colabora mediante decisiones, acciones y omisiones, pero nadie debe su identidad a la voluntad de producir ese producto. En relación con la historia, esta no sirve «a disposición nuestra identidad». No pasa nada. Como recuerda el autor: «No hay que temer de esta apreciación un motivo para la inactividad o el fatalismo porque la historia de las condiciones bajo las que actuamos no limita nuestras posibilidades de actuación, sino que nos permite comprenderlas». La historia relativiza: somos algo, pero podríamos haber sido otra cosa. Y despolitiza, lo que tiene una importancia capital: «Proporciona una lucidez especial contra la tendencia a suscribir una racionalidad de acciones, fines y planificaciones a las historias que constituyen nuestra identidad. Nos ayuda a entender cuánto debe nuestra peculiaridad actual a las inconsecuencias y casualidades del pasado, qué poco alcance tiene nuestra voluntad en el gigantesco escenario de los humanos y qué necesaria es la historia como remedio contra el fanatismo».


Artículo

Cuenta Claudio Magris que cierto general famoso, interrogado acerca de qué había sentido cuando participaba en una célebre batalla, respondió diciendo que no había sentido nada especial «porque aquel momento no era aquel momento». La caracterización de un momento como algo históricamente relevante es siempre posterior a los hechos. La celebridad de una batalla es un asunto de historiadores, no de militares. En el curso de la batalla, los participantes desconocen si están participando en un acontecimiento histórico o jugándose la vida por una estupidez. Es la historiografía posterior la que reparte las medallas y los papeles, la que decide quién de aquellos es ahora el traidor o el héroe, integrando unos hechos confusos en la epopeya de la historia universal.

La caracterización de un momento como algo históricamente relevante es siempre posterior a los hechos. La celebridad de una batalla es un asunto de historiadores, no de militares

Que esa interpretación sea revocable y que, con frecuencia, los historiadores truequen después las condecoraciones por los desprecios o el simple olvido, no contradice el funcionamiento selectivo e interpretativo de toda memoria histórica. Me pregunto qué hubiera opinado aquel general sobre las actuales discusiones acerca de la enseñanza de la historia, que se intentan zanjar con la determinación de una serie de acontecimientos y circunstancias que los programas correspondientes deberían recoger. Apenas se hacen valer, sin embargo, las virtualidades más propias del aprendizaje histórico y la conciencia que el estudio de nuestro pasado nos proporciona. Más importante que el estudio de una batalla que marcó decisivamente el curso de la humanidad es caer en la cuenta de que el curso de la humanidad pueda cambiar en una batalla, y que los combatientes no tienen ni idea de cuál pueda ser el curso de la historia. Entonces se comprende bien que la historiografía es un intento complejo y siempre revisable de obtener un significado que no está presente en las secuencias cronológicas ni en las intenciones de los que fueron sus protagonistas. La historia, más que un registro de datos, es una escuela que enseña lo contingentes que son los acontecimientos humanos.

La identidad es asunto de la historia

La historia es fundamentalmente un medio para cultivar la memoria de nuestra contingencia, para recordar la futilidad de toda categoría definitiva, la provisionalidad de nuestras definiciones. Hay historia allí donde las intenciones subjetivas son derrotadas por un resultado imprevisible. Pese a la retórica de que se sirven los anunciadores de decisiones históricas (apenas hay político que resista la tentación de bautizar algo como tal), la historia es algo que pasa y no algo que se hace. La importancia histórica de una determinada resolución no es decidida por el protagonista, sino por el curso posterior de los acontecimientos cuya interpretación es misión de los historiadores. Nuestra identidad es un asunto histórico y no un acto de la voluntad. Que la identidad es el resultado de una historia quiere decir que no es el resultado de una acción consciente, de un plan para conseguir precisamente ese producto. Las peculiaridades históricas resultan de la interferencia de intenciones muy diversas.

Una percepción semejante estaba a la vista de Paul Valéry cuando se quejaba de que no es posible hacer nada sin que todo se entrometa. Las identidades de los sujetos y las peculiaridades de los pueblos no se deben a la persistencia de una voluntad de serlo. La identidad no es el resultado de una acción, sino de una historia, es decir, de un proceso desarrollado bajo condiciones que se comportan azarosamente frente a las propias pretensiones. Nadie debe su existencia a un acto de aprobación hacia ella.

Nuestra identidad es un asunto histórico y no un acto de la voluntad. Es el resultado de una historia, no de una acción consciente

Las historias son series de acontecimientos que desobedecen a las intenciones de los sujetos. No son la realización de un plan, ni lo que hacemos cuando podemos lo que queremos. Por supuesto que la historia está llena de actos voluntarios e iniciativas soberanas, pero esto no es lo constitutivo de la historia. Esto no significa que sea imposible ampliar nuestras posibilidades de actuación en la historia; podemos hacer proyectos, pero el futuro de esos procesos complejos —que nosotros u otros contarán como nuestra historia cuando el futuro se haya hecho presente— escapa finalmente a nuestras intenciones y pronósticos. La racionalidad de nuestra acción y la previsibilidad de las expectativas están aseguradas en las instituciones.

Construir la historia (en beneficio propio)

Pero los sujetos, las instituciones o los sistemas sociales no tienen una historia en virtud de sus intenciones, sino debido la intervención de las intenciones de otros, a los efectos imprevistos de las decisiones que adoptan o a los acontecimientos contingentes frente a los cuales no están programados. La historia sirve para apuntar una identidad, pero no a la manera de una esencia necesaria por la que hubieran trabajado intencionadamente nuestros antepasados. La identidad es lo que resulta del complejo de intenciones discrepantes que pugnan antes de ser derrotadas finalmente por lo imprevisto. Lo que somos históricamente resulta siempre de la mezcla entre la intención y la contrariedad. La teoría hegeliana de la astucia de la razón proporciona una metáfora para el hecho de que las historias puedan tener un fin al que cabe prestar asentimiento, aunque no se deba a la voluntad o planificación de ningún agente. Se trata de una categoría útil para criticar aquella fórmula de autoestima, tan frecuente en política, que se atribuye a sí misma el curso de las cosas como si se debiera al propio mérito lo que está evidentemente fuera del alcance de las propias previsiones o del propio poder. Esta categoría proporciona una agudeza visual para descubrir la falsedad de los autonombramientos retóricos mediante los cuales determinados sujetos constituyen procesos históricos que no existen en la realidad.

En política muchas veces se atribuye al propio mérito lo que no es más que el simple curso de las cosas

Cuando uno hace lo que quiere, en la medida en que puede lo que quiere, no da lugar a una historia que hubiera de ser contada. No hay ninguna historia allí donde todo discurre según el decreto de la propia voluntad, donde imperan los mecanismos para asegurarse frente a la intervención de lo imprevisible. Las acciones no son un tema histórico cuando son llevadas a cabo soberanamente. No hay nada que contar donde rige la planificación o la costumbre. Las acciones se convierten en historias en virtud de la contrariedad, cuando dejan de ser realidades disponibles y calculables, cuando chocan con las acciones de otros o con un acontecimiento de la naturaleza. Es verdad entonces que los pueblos felices no tienen historia, como decía Hegel, si entendemos por felicidad la ausencia de contrariedad o la equivalencia entre las pretensiones y lo conseguido.

Lo que requiere ser contado es por qué alguien no hizo lo que quiso. No contamos las acciones, sino las intromisiones, las superposiciones, contradicciones e interferencias, en la medida en que no son remitibles a una voluntad. Jacob Burckhardt utilizaba para ello la metáfora física de las interferencias. Que algo haya devenido otra cosa es lo que constituye a la historia. No quiero decir que siempre difiera lo que hacemos de lo que pretendíamos. A todos los niveles de la acción social hay una cierta normalidad, como regularidad, repetición, seguridad, constancia de las condiciones. Basta con que haya algunas rupturas de esta normalidad para que haya material historiable, o sea, necesidad de contar cómo algo llegó a ser distinto de lo que cabía esperar. Lo que convierte a unos sucesos en historias no es algo que se hace, sino algo que pasa, acontece. Historia es lo que se cuenta para explicar cómo se han modificado las circunstancias de algo, sin que ese cambio pueda ser deducido de una modificación conforme a reglas conocidas. El resultado de una historia, la situación final a la que conduce, no tiene el carácter de un producto. Lo que de la historia resulta no es lo que uno quería, aunque dentro de la historia los agentes hagan con frecuencia lo que quieren.

La identidad no es de libre disposición

Esto resulta muy claro en el caso de la identidad personal. Con las acciones y omisiones uno colabora decisivamente para llegar a ser quien es, pero nadie debe su identidad a la voluntad de producir ese producto. La identidad no es propiamente algo que esté a nuestra disposición. Aquello que somos no permite ser entendido como el resultado de nuestra voluntad. Nuestra identidad individual o social es más que la racionalidad llevada a la práctica de sujetos soberanos: es, al mismo tiempo, el resultado de las procedencias históricas de esos individuos concretos y dispares. Por eso mismo la identidad, así entendida, está determinada por unas pertenencias no generalizables, sin las cuales no podríamos distinguimos de otros, que no están a nuestra disposición y tampoco tienen que ser justificadas. Como sentenció Paul Valéry: Je ne dit pas que «j’ai raison»; je dis que je suis ainsi…

Determinados aspectos de la propia identidad están sustraídos de la exigencia de justificación. Son peculiaridades que no necesitan ser justificadas, lo que en ocasiones sería tan absurdo como preguntar a alguien por qué se llama así. Yo puedo y debo modificar muchas cosas de mi vida, pero no puedo tener una historia distinta. Considerar estas peculiaridades como meros residuos o resistencias frente a la racionalidad tiene unas consecuencias terroríficas, mientras que su reconocimiento es un motivo de liberalidad. Por eso, cuando alguien quiere disculparse suele contar una historia, es decir, remite a circunstancias que no obedecen a las razones de su acción. Apela a circunstancias que tienen una cierta función de disculpa. El recurso a la divinidad, por ejemplo, cumple tradicionalmente la función de desmentir la subjetividad autárquica de los sujetos y las instituciones («El hombre propone y Dios dispone»).

Determinados aspectos de la propia identidad están sustraídos de la exigencia de justificación. Yo puedo modificar muchas cosas de mi vida, pero no tener una historia distinta

La pregunta histórica: ¿Cómo ha llegado alguien a ser lo que actualmente es?, dirigida a países, ciudades o personas, suele contestarse con una expresión del tipo «esto solo puede explicarse históricamente». ¿Qué significa que algo solo resulta explicable mediante la historia? Se trata de un modo de hablar que únicamente tiene sentido donde alguna expectativa justificada de racionalidad es decepcionada y el elemento que no encaja solo puede hacerse plausible genéticamente. En principio, el efecto de los acontecimientos sobre el sujeto de una historia puede explicarse muchas veces mediante el recurso a reglas. Eso es lo que constituye la dimensión nomológica de la historia. Pero la aparición y comportamiento de los acontecimientos propiamente históricos son azarosos en relación con las intenciones, planes y desarrollo normal del sujeto. Esta es la dimensión narrativa de la historia, donde comparecen las propiedades anómalas y las combinaciones singulares. El elemento inevitablemente narrativo de la historia se debe a que tiene que ver con «historias» cuyos acontecimientos son «contados» porque —y en la medida en que— no se conoce ninguna teoría que proporcione las leyes a las que correspondería la secuencia de los acontecimientos de tales historias.

La historia como narración

Así pues, hay acontecimientos que tienen que ser contados y otros cuyas reglas conocemos y que, por tanto, no es preciso contar. Propiamente hablando, a la historia no le corresponde un modo teórico sino narrativo. La explicación histórica explica lo que no es explicable mediante una teoría de la acción racional. La historia explica acontecimientos que no cumplen las expectativas de racionalidad que cabía prever, que no corresponden a las reglas o usos habituales. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con la felicidad y la infelicidad, que tienen el carácter de algo que no es teóricamente predecible o asegurable. Son narrativas en sentido estricto, es decir, que no eran pronosticables antes de que pasaran y, en el momento presente, no pueden explicarse como consecuencia lógica de alguna constelación anterior.

También la naturaleza es un ámbito histórico, también en ella hay cosas que sólo se explican históricamente y por ello se habla con propiedad de una historia natural. La coincidencia no es casual. Las historias son lo que hay que contar para explicar paleontológicamente cómo se ha llegado a las actuales diferencias funcionales. Se trata de casos en los que no hay reglas de acuerdo con las cuales se rijan los procesos y que permitan explicarlos o predecirlos. Los cambios azarosos o las pérdidas de función son lo que convierten la existencia de un sistema en una historia.

Hay acontecimientos que tienen que ser contados y otros cuyas reglas conocemos y que, por tanto, no es preciso contar. a la historia le corresponde un modo narrativo

Nadie necesitaría historias de vidas que fueran siempre iguales. Solo las variantes hacen de ellas algo con interés. Gracias a las historias resultan inconfundibles los individuos y las culturas. Por las historias son identificables y en las historias se explica su peculiaridad. La individualidad histórica asegura la posibilidad de distinguir la singularidad de cada cual. En el prefacio a The Princess Casamassina, Henry James parece hacer consistir la condición humana en esta peculiarización: «Probablemente, si nunca hubiéramos estado perplejos, nunca habría una historia que contar acerca de nosotros; compartiríamos la naturaleza excelsa de los inmortales que todo lo saben y cuyos anales son espantosamente aburridos; siempre que los agitados humanos tengan a bien no mezclarse con los Olímpicos, aliviados, a su vez, de semejante distancia».

Las historias son procesos no estandarizados, incalculables. La historia explica la individualidad de los individuos mediante la presentación de sus historias. Las historias son procesos de peculiarización; tienen la estructura de una secuencia de acontecimientos y situaciones acerca de la cual se puede decir con posterioridad por qué ha terminado así, mientras que se desconoce la regla por la que se hubiera podido decir a priori cómo terminaría. Esto se debe a que sus sujetos no son sistemas cerrados sino que están sometidos a influencias y condiciones exteriores que irrumpen azarosamente, o sea, sin deducirse de las leyes funcionales de esos sistemas. La explicación histórica presenta unas circunstancias singulares que se han configurado a partir de una secuencia de acontecimientos para la que no puede darse una regla. La historia es una sucesión de acontecimientos caracterizados precisamente por su singularidad, de modo que no es posible disponer de una regla en virtud de la cual el final de la historia se pudiera deducir de su comienzo. Lo que algo llega a ser no es deducible de lo que anteriormente era. La identidad no es el resultado de una acción sino de una historia, o sea, del desarrollo de un sujeto bajo condiciones que se comportan azarosamente respecto de su voluntad.

El necesario aprendizaje de la contingencia

Por eso la historia no refuta ni demuestra proyecto político alguno. La historia nos enseña quiénes somos, pero sin que este saber tenga inmediatamente un carácter normativo; es inaceptable como argumento práctico deducir lo que ha de ser de lo que ha podido ser o ha sido de hecho. Es absurdo buscar en la historia pruebas de nuestra falta de libertad y esperar el descubrimiento de unos designios necesarios que nos exoneren del difícil ejercicio de nuestras libertades. La historia es un mal argumento en favor o en contra de cualquier política de la identidad, porque en la historia hay más azar que necesidad. Esta es la enseñanza más apreciable del estudio de la historia: mostrando las casualidades que han dado lugar a lo que somos, permite adivinar qué indeterminadas están las posibilidades de lo que vayamos a ser.

La historia es un mal argumento en favor o en contra de cualquier política de la identidad, porque en la historia hay más azar que necesidad

La investigación histórica va a remolque de los cambios de identidad de los sujetos que la llevan a cabo, de tal modo que la identidad propia y ajena vuelva a ser definida en correspondencia con esas modificaciones. De este modo cabe dar una nueva respuesta a la vieja pregunta que se interroga por qué escribimos la historia una y otra vez. Reescribimos nuestra historia y la de otros porque la presentación de la identidad —propia y ajena— es una función de nuestra historia, a través de la cual obtenemos nuestra identidad. Las historias que contamos tienen que estar abiertas al cambio porque cambian las historias abiertas que somos.

¿Cuál es la ganancia que puede obtenerse de la reflexión histórica? Comprobar que las sociedades no son plenamente dueñas de sus circunstancias. Enfrentarse con la historia es adentrarse en un escenario en el que no hay acciones, planes y realizaciones ininterrumpidas sino sorpresas, efectos secundarios y resultados que nadie había querido propiamente. En tanto que experiencia de la discrepancia entre las intenciones y las realidades, la historia modera las certezas acerca del futuro y lo mantiene abierto como una realidad indisponible.

La dimensión indisponible de la identidad

La presentación histórica de la identidad propia y ajena es un medio adecuado para fortalecer la conciencia de lo que en nosotros hay de no disponible. Además de las pertenencias que podemos modificar o suprimir, hay otras que son insoslayables. Nadie está en condiciones de suprimir completamente su pasado. Existe una dimensión indisponible de nuestra identidad que no puede ser transformada arbitrariamente. Lo histórico no es lo modificable. La historia no pone a disposición nuestra identidad. No hay que temer de esta apreciación un motivo para la inactividad o el fatalismo porque la historia de las condiciones bajo las que actuamos no limita nuestras posibilidades de actuación sino que nos permite comprenderlas. Pero esto ya es una gran ganancia política.

La cultura histórica no tiene relevancia práctica porque pudiera ser llamada a declarar en caso de conflicto. Su relevancia consiste más bien en agudizar nuestra percepción de la alteridad, de las diferencias, en legitimar el desacuerdo con lo vigente, en hacer posible una calificación distinta de lo bueno y lo malo. Nos enseña que nadie ha querido su historia, tampoco en el caso de que se encuentre ahora muy a gusto en ella. Por eso mismo no estamos sometidos a ninguna obligación de justificar frente a nadie lo que somos históricamente. Una justificación de ese tipo, entre seres que existen históricamente, supondría una obligación de justificar la propia existencia. La historia relativiza, pero no para descargarnos de las exigencias de la praxis moral, política o jurídica sino para representar las peculiaridades que no están sometidas una justificación moral, política o jurídica.

Existe una dimensión indisponible de nuestra identidad que no puede ser transformada arbitrariamente. Lo histórico no es lo modificable

La enseñanza de la historia consiste en que nunca somos lo que habíamos querido ser, que no estamos a nuestra completa disposición. La historia nos ilustra sobre los límites inciertos de nuestro poder. La historia nos enfrenta con aquel futuro que no es deducible del presente porque carecemos de una teoría que explique el movimiento hacia él. La historia demuestra la debilidad de nuestras planificaciones frente al azar. La ocupación con la historia permite representarnos la existencia propia y ajena de tal modo que no aparece como resultado de procesos de autodeterminación, sino en su dependencia del azar y la intervención de terceros.

En tanto que cultivadora de la propia contingencia, la historia despolitiza nuestra relación con la historia. Pero esa despolitización tiene una gran importancia política. Proporciona una lucidez especial contra la tendencia a suscribir una racionalidad de acciones, fines y planificaciones a las historias que constituyen nuestra identidad. Nos ayuda a entender cuánto debe nuestra peculiaridad actual a las inconsecuencias y casualidades del pasado, qué poco alcance tiene nuestra voluntad en el gigantesco escenario de los humanos y qué necesaria es la historia como remedio contra el fanatismo. Los devocionarios para la exaltación del destino ineludible de los pueblos son otra historia.

Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la Cátedra Inteligencia Artificial y Democracia del Instituto Europeo de Florencia.