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Javier Rupérez -diplomático y ex diputado del PP, en el que representa el ala democristiana- pasó tres años en Nueva York, de junio de 2004 a junio de 2007, como director ejecutivo del Comité contra el Terrorismo del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, experiencia que constituye el hilo narrativo de El espejismo multilateral.

El penúltimo capítulo del libro -el último es un «homenaje a la ciudad y a la gente que lo vieron crecer»- constituye el corolario argumental de los XXVI anteriores. Para Rupérez, el «proceso de paz» del presidente Zapatero fue un grave error no tanto por el hecho de negociar -sus predecesores también ordenaron contactos con la banda- sino por introducir en las conversaciones elementos políticos
-supuestas concesiones a los objetivos de ETA y no sólo vías de reinserción a presos y prófugos- y por hacerlo de forma pública, buscando la mediación internacional y llevando la negociación a las Cortes y al Parlamento europeo, creando así una ficticia paridad de legitimidades entre el Estado y los terroristas.

A pesar de la similitud de títulos, El desafío multipolar tiene poco en común con El espejismo multilateral. Si aquél es un libro de memorias, éste es un ensayo académico a palo seco.

No es de extrañar que la negociación causara «estupor» en más de un diplomático español. Si hay un dosier recurrente de la diplomacia española en los últimos cuarenta años es el de convencer a la comunidad internacional de que ETA no es un romántico movimiento de liberación sino una organización revolucionaria y terrorista. No ha sido ni es tarea fácil. El propio Rupérez -que sobrevivió a un secuestro ETA- ha explicdo en una reciente tercera de ABC la tradicional resistencia de la prensa internacional -especialmente la estadounidense- a llamar terroristas a los terroristas. Los partidos firmantes del Pacto por las Libertades y Contra el Terrorismo (2000) consideraron necesario «mantener una actividad informativa permanente, a escala internacional, en el ámbito de las instituciones y de las organizaciones políticas y ciudadanas». Los atentados de 2001 en Estados Unidos precipitaron un cambio de actitud general hacia el terrorismo. En febrero de 2002, ETA fue incluida por primera vez en las listas de terrorismo internacional de Estados Unidos. En junio del mismo año, el Consejo Europeo adoptaba una posición común sobre el terrorismo -que entre otras cosas permitió simplificar los procedimientos de extradición- y una lista de personas y grupos terroristas entre los que se incluyó a ETA, lista que ha sido renovada por última vez en enero de 2009 con la inclusión de ANV y PCTV. En estos días del principio del verano de 2009, el Tribunal de Estrasburgo ha confirmado que la ilegalización de Batasuna no viola las convenciones europeas de derechos humanos.

El problema no se acaba, para España, con el terrorismo de ETA. Después de ganarse a pulso el reconocimiento internacional por la lucha contra el terrorismo y por el reconocimiento de sus víctimas, España se convirtió como consecuencia de los atentados del 11 de marzo en un caso de estudio de cómo el terrorismo es capaz de alcanzar sus objetivos políticos, en este caso determinar el resultado de unas elecciones y provocar la retirada de un contingente militar de un área de conflicto.

Córdoba, Ed. Almuzara, 2009, 216 páginas

Desde la distancia, Javier Rupérez asiste al proceso de paz en España con «frustración» por trabajar al servicio de una política antiterrorista «en la que desgraciadamente caben esas contradicciones» (hacer lo contrario que la doctrina que se estaba fraguando en Naciones Unidas al mismo tiempo y con gran esfuerzo). El relato de Rupérez ha comenzado con las dificultades -trabas burocráticas, recelos personales, rivalidades nacionales- que encuentra para crear una oficina cuyo impulso surge precisamente de los ataques terroristas contra Estados Unidos y en el contexto de la «guerra contra el terror» de la administración Bush -término por cierto al que Rupérez prefiere «lucha contra el terrorismo»- y alcanza su punto álgido cuando describe cómo se conforma la estrategia onusiana sobre el terrorismo, entre discusiones sobre las «causas profundas del terrorismo» o sobre el terrorismo y las libertades fundamentales, e idas y venidas de Kofi Annan a Madrid. Precisa Rupérez, y es importante para la comprensión del libro, que aunque dejó su destino de embajador en Washington por el cargo en Nueva York en junio de 2004, la propuesta y aceptación del puesto fueron anteriores a las elecciones generales de marzo del mismo año. Es decir, fue el gobierno Aznar el que promovió su candidatura con el significativo respaldo de Estados Unidos, pero fue el gobierno Zapatero el interlocutor español durante la duración de su mandato en Nueva York.

El libro de Charles Kegley y Gregory Raymond es más circunspecto aunque también tiene un corolario preceptivo de tono más optimista, como corresponde a dos académicos de larga trayectoria que han caminado más bien por el lado demócrata de la carretera.

Después de algunos ajustes de cuentas con altos funcionarios de Naciones Unidas y con el gobierno español, Rupérez dedica cuatro capítulos a hacer balance de su experiencia onusiana. No predica, como otros «en la derecha y sus proximidades», la inanidad de la ONU y por lo tanto su eliminación. La dificultad de cumplir las aspiraciones de paz, justicia y libertad para todos no debería conducir al cinismo sino a un mayor esfuerzo para alcanzarlas. Si no existiera la ONU habría que inventarla: la prueba es que son ya sesenta años sin un conflicto mundial generalizado. Ahora bien, la ONU no es sino lo que los Estados miembros quieran hacer de ella; no genera una voluntad distinta de lo que ellos expresan y, en consecuencia, lo mejor que pueden hacer los miembros para dar vida a la ONU es hacer valer en ella sus planteamientos e intereses. «La peor de las políticas posibles consiste en alabar sin matices el significado y trabajo de las Naciones Unidas y al mismo tiempo practicar la pasividad en los meandros que conducen a sus decisiones buscando refugio en iniciativas vacías de contenido como por ejemplo la llamada Alianza de Civilizaciones». Quien crea, como Haile Helassie en los años treinta o el gobierno español a principios del siglo XXI, que la ONU tiene el carácter «mágico y providencial que le conceden los círculos progresistas», está sufriendo un espejismo: el espejismo multilateral.

A pesar de la similitud de títulos, El desafío multipolar tiene poco en común con El espejismo multilateral. Si aquél es un libro de memorias de la praxis política con unas gotas de reflexión y análisis, éste es un ensayo académico a palo seco. Naturalmente, hay nexos entre ambos. En la parte que dedica al análisis geopolítico, Rupérez incluye un capítulo titulado «El «Imperio Americano»: instrucciones de uso» en el que pone en cuestión lo que la literatura sobre relaciones internacionales viene anunciando desde hace décadas: el principio del declive de la hegemonía estadounidense. Para Rupérez es evidente que la supremacía de EE.UU. perdura -a pesar del ascenso chino y las diferencias transitorias con aliados como Francia y Alemania- y además tiene ventajas. Y termina afirmando que los planteamientos de Estados Unidos no son dispares de los que forman la filosofía básica de la Unión Europea y de sus miembros y que «la inteligente y permanente alianza entre Washington y Bruselas es la mejor combinación de capacidad política, desarrollo económico, proyección democrática y fuerza militar que hoy existe en el mundo».

Córdoba, Editorial Almuzara, 2009, 272 páginas

El libro de Charles Kegley y Gregory Raymond es más circunspecto aunque también tiene un corolario preceptivo de tono más optimista, como corresponde a dos académicos de larga trayectoria que han caminado más bien por el lado demócrata de la carretera. Ambos están vinculados al Carnegie Council, «la voz de la ética en las relaciones internacionales», una de las instituciones creadas a principiosdel siglo XX por el magnate del acero y filántropo militante Andrew Carnegie. El desafío multipolar es, precisamente, una muestra de esa literatura sobre el declive del «Imperio Americano» a la que se refiere Rupérez. Publicado por primera vez en 1994, según los créditos esta edición en español ha sido actualizada por los autores, que en un breve prefacio hacen referencia a los atentados de septiembre de 2001 y, más tarde, a la guerra de Irak.

Para Kegley y Raymond no hay duda de que el futuro será multipolar. Las cifras, dicen, hablan con rotundidad de la supremacía estadounidense en términos militares, económicos, científicos y culturales. Pero estas cifras no deben ocultarnos debilidades domésticas como el endeudamiento excesivo, los problemas sociales crónicos o la pretensión de abarcar demasiado militarmente, debilidades que podrían acelerar el declive relativo del poder americano, anunciado por los avances de otras potencias. La cuestión es cómo prepararse para que ese futuro multipolar sea lo más estable y pacífico posible. Para ello, los autores abordan el estudio de los sistemas multipolares (definidos como aquellos en los que tres o más potencias poseen capacidades muy equivalentes), primero desde el punto de vista teórico y a continuación a través del comportamiento de seis casos históricos. Los dos últimos (1815-1914 y 1919-1939), que terminaron en las más grandes catástrofes de la historia del mundo, se caracterizaron por una maraña de alianzas cambiantes con tendencia a la polarización y por órdenes normativos poco restrictivos. De poco sirvió, en el segundo de ellos, la denuncia de la diplomacia secreta por parte del presidente Wilson y la instauración de un nuevo sistema de «alianzas transparentes, acordadas públicamente» encarnado por la Liga de Naciones.

«Los que dicen creer en el multilateralismo están utilizando un término codificado para indicar su oposición a la política americana», denuncia Rupérez.

Pareciera como si el fin de cada sistema multipolar diera paso a una confrontación bélica más feroz todavía. Entonces ¿qué opción tomar ahora que el mundo unipolar de la posguerra fría parece dar paso a un mundo multipolar? ¿Qué modelo debería favorecer Estados Unidos mientras conserve su influencia predominante? Entre los cuatro caminos alternativos hacia un «futuro pacífico multipolar», ninguno de los que ahora se abren como opciones -equilibrio unilateral, relaciones especiales, concierto de potencias, seguridad colectiva- ha garantizado nunca una paz duradera. Kegley y Raymond se inclinan por una opción combinada: un multilateralismo que estaría diseñado en dos niveles: un concierto de potencias (puesto que «el multilateralismo tiene mejores posibilidades de funcionaren grupos pequeños») junto a un sistema de seguridad colectiva más amplio «donde las pequeñas y las medianas potencias podrían hacer escuchar su voz en cuestiones pendientes si sus intereses se viesen afectados o si fueran especialistas en tales cuestiones».

Aunque Kegley y Raymond no identifican su multilateralismo de dos niveles con las Naciones Unidas tal como están hoy configuradas, su propuesta se parece mucho al sistema implantado por Estados Unidos y sus aliados en 1945 y al que, como sabemos, Rupérez atribuye los últimos 60 años de ausencia de conflicto generalizado. Salvo que la bipolaridad EE.UU.-URSS ha terminado. Es interesante comparar las conclusiones de los académicos con las del diplomático. La receta de éste, una alianza sólida entre EE.UU. y la UE, es algo que de Kegley y Raymond dan por hecho aunque sólo como una de sus subopciones dentro de la opción de «relaciones especiales», junto a otras posibles relaciones especiales con Rusia, Japón o China: un sistema desaconsejable por su inestabilidad y por los recelos que produce.

Cuestión de perspectiva, y de interpretación del término «multilateral» y sus derivados. «Los que dicen creer en el multilateralismo están utilizando un término codificado para indicar su oposición a la política americana»,denuncia Rupérez, en una alusión velada al gobierno español actual y su fe ciega en Naciones Unidas, que desde luego es difícilmente aplicable a los académicos estadounidenses. Para éstos, multilateralismo no es más que una «forma organizativa exigente que requiere la coordinación de políticas nacionales entre tres o más potencias». Es grato, en todo caso, aunque seguramente no muy exacto, comprobar cómo los autores tratan a la Unión Europea como actor único en un posible sistema multipolar, junto a Estados Unidos, Japón, Rusia y China. Tratándose de una obra escrita en 1994, no extraña tanto la ausencia de otros poderes emergentes como India o Brasil, o la falta de un análisis más detenido de amenazas como el terrorismo internacional o el poder desestabilizador de Estados como Irak, Irán o Corea del Norte. Muy apegada a la teoría de las relaciones internacionales, que suele obviar las políticas domésticas y la ideología como variables menores de la geopolítica, es también previsible hasta cierto punto que no considere la división del mundo entre países libres, seguros y prósperos y Estados autoritarios, fallidos o amenazadores. Con todo, la tesis de partida -el declive de la hegemonía estadounidense y su posible sustitución por un sistema multipolar- mantiene su vigencia y es meritorio el esfuerzo analítico de aplicar un marco teórico a la prevención de posibles conflictos generalizados.

El desafío multipolar incluye un «estudio preliminar» firmado por Ignacio de la Rasilla del Moral, joven investigador de las relaciones internacionales. Es un valioso texto introductorio que pone el trabajo de Kegley y Raymond en su contexto académico. Su presencia no anunciada en la portada resulta, sin embargo, algo impropia, y junto a otros detalles como algunos pasajes de difícil comprensión atribuible a la traducción o a una revisión insuficiente (que son más frecuentes conforme nos acercamos al final), la rotulación equívoca de apartados, la falta de índices (tampoco en el libro de Rupérez los hay) y una bibliografía miniaturizada (de varios centenares de títulos) dan a la edición un aire algo casero; detalles que apenas quitan valor a la loable tarea de la editorial Almuzara de poner al alcance del lector en español una literatura que no suele ser fácilmente accesible en nuestro idioma y que tiene la utilidad de hacernos pensar en el largo plazo.