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En los últimos veinticinco años la teoría literaria ha conocido una notable convulsión: su detonante ha sido la publicación en Occidente de las obras de un pensador ruso, Mijáilovich Bajtín (1895-1975), quien forma parte ya del más selecto santoral de la crítica literaria contemporánea, junto a Roman Jakobson, Northrop Frye, Erich Auerbach, Walter Benjamin o Paul Ricoeur. Aunque la filosofía y la estética filosófica en buena medida aún le ignoran, Bajtín ha ido alcanzando en los últimos años el reconocimiento de pensador excepcional, cuya voz, con tonos a la vez extraños y reconocibles al oído, se eleva por encima de los registros más ordinarios del coro común, aunque sin dejar de oír a éste y sin despreciarlo.

Con todo, el retraso y el carácter polémico con los que se está reconociendo en Occidente la relevancia de su pensamiento no se explican únicamente porque se trate de un ruso, de un ruso de vida azarosa, de un ruso de vida azarosa desconocido casi hasta el final de su vida en su propio país, de un ruso de vida azarosa desconocido casi hasta el final de su vida en su propio país y cuyos textos han sido tardíamente traducidos. Tienen que ver con la excepcionalidad y la originalidad de sus planteamientos, que para muchos de los usos intelectuales vigentes en Occidente resultan tan sorprendentes como lo sería la aparición de un cosmonauta en un poblado masai. Esto es visible en cualquiera de los conceptos que articulan el universo de la comprensión bajtiniana del «mundo» de la literatura, o sea, del mundo. Ideas como las de la naturaleza carnavalesca del existir humano, la de la «palabra intrínsecamente convincente» o la de «no tener coartadas frente a la existencia»; nociones como las de «carnaval», «lo grotesco», «dialogía», «heteroglosia», «polifonía», «cronotopo» o «extraposición» ponen de manifiesto su fina conciencia de las tremendas ambivalencias regeneradoras de lo real. Dan a sus tesis un aire de «prefuturo», que las diferencian incluso de las de los pensadores occidentales más ricos y conscientes. Se puede tener la sensación, al leer a Bajtín, de que existen «postmodernidades» ingenuamente «premodernas».

Dos aspectos, en particular, muestran bien la excepcionalidad del pensamiento de Bajtín: el primero consiste en que convierte el relativismo occidental y el dogmatismo totalitario en ridículos discursos fúnebres ante ataúdes vacíos. Y a sus intérpretes se les hace difícil comprender cómo consigue conjugar esa doble vertiente polémica.

Esa extrañeza no es tan extraña: nuestra época ha estado como condenada al dualismo de dos ideologías irreconciliables y mortalmente enfrentadas. Y ese enfrentamiento no ha sido meramente retórico: durante algún tiempo dividió al mundo -geográficamente ya no, intelectualmente es otro cantar— en dos bloques en permanente guerra fría («fría» porque apenas si han entrado en el «calor» de la conversación en la que están insertas).

Bajtín pudo comprender bien ese dualismo irreconciliable durante su condena por activismo religioso a seis años de trabajos forzados en las islas Solovietsky, en el Ártico, durante la primera gran purga staliniana. Su persecución fue indudablemente injusta, pero desde el punto de vista de los verdugos era de una lógica implacable: el condenado criticaba no menos implacablemente el autoritarismo y el dogmatismo de la ideología totalitaria, y los instalados en esas posturas no podían entender que la crítica a su (¿pequeño?) universo definitivo y clausurado pudiera venir de otro lugar más que de los dominios del relativismo individualista: así que lo suyo era alta traición en el Paraíso, a sueldo del Occidente pequeñoburgués.

A la inversa sucede lo mismo: tanto los occidentales que leen con entusiasmo a Bajtín desde posturas heredadas de la Ilustración, que insisten demasiado unilateralmente en su «desocialización» por parte postmoderna, como los que ejercen sobre él una «domesticación» (Ken Hirschkop) superficialmente postmoderna (hay, o ha habido, una «moda Bajtín»), se resisten a creer que la profunda crítica al autoritarismo dogmático encerrada en la estética bajtiniana de la risa, del carnaval, y en su «imagen novelesca del mundo» no establezca vínculos tan sólidos como ellos quisieran con el fundamentalismo relativista en que parece consistir la triste propiedad intelectual de algunos ámbitos de Occidente.

Probablemente ninguna de esas dos vindicaciones tienen razón. Comparten, en su intento supersticioso de hacerse con la propiedad de Bajtín convirtiéndolo en «un precedente» para las propias tesis, el que ninguna de ellas se haya ocupado de rastrear las fuentes más desconocidas de Bajtín (el cristianismo primitivo, la Gnosis, la tradición estética y filosófica greco-bizantina, las experiencias históricas rusas de las que carecemos los europeos).

El Occidente lleva algún tiempo instalado en la comodidad del pensamiento por oposiciones recíprocas y alternativas absolutas y mutuamente excluyentes. Eso es común tanto a la tradición germánica del Philosophus Teutonicus («Debo crear un sistema o ser esclavizado por otro hombre»: William Blake, ]erusalem) como al mero gusto por asombrar, que es más francés. Bajón, de un modo festivo, ayuda a ver hasta que punto pensar con energía pasa por salir de esas cómodas contraposiciones, por acentuar la mezcla, las «cosas variopintas» (Hopkins) de lo real, por bañarse en «el arte imposible de la vida» (Chesterton).

El anhelo occidental de una superación de la dualista ideología orgánica de nuestro tiempo no es nuevo. (Tampoco lo es su fracaso). Aquél ha sido compartido por otros pensadores, por todos los que llamamos grandes, que no solo han intentado elevar a concepto su tiempo, sino elevar a concepto el modo en el que el tiempo —los tiempos— se elevan a concepto. Algunos, como Bajtín, con la conciencia clara de que ese proceso no es clausurable, de que el último capítulo de la historia del mundo no se puede escribir: «no existe -escribió memorablemente- ni la primera ni la última palabra, y no existen fronteras para un contexto dialógico (asciende a un pasado infinito y tiende a un futuro igualmente infinito). Incluso los sentidos pasados, es decir, generados en el diálogo de los siglos anteriores, nunca pueden ser estables (concluidos de una vez para siempre, terminados); siempre van a cambiar renovándose en el desarrollo del proceso posterior del diálogo… existen las masas enormes e ilimitadas de sentidos olvidados… en el proceso, se recordarán y revivirán en un contexto renovado y en un aspecto nuevo. No existe nada muerto de una manera absoluta: cada sentido tendrá su fiesta de resurrección».

Lo que propone Bajtín como vía para ir más allá del pensamiento de nuestro tiempo es el dialogismo. Tampoco ha sido el único en proponerlo. La presencia de la palabra y el lenguaje en la tradición de Occidente la han hecho irrenunciable la Escritura y el Verbum de la tradición judeocristiana, el Logos de la Grecia clásica, la oratoria romana, las tradiciones renacentista, romántica o hermenéutica, y llega desde ellas hasta Wittgenstein, Heidegger, Peirce, Gadamer, Habermas, Foucault o los estructuralistas (y también hasta los postestructuralistas, aunque no quieran convertirse en una parte de la tradición de la que ya forman parte).

Pero no todos han tenido la misma suerte en la tarea ni sus esfuerzos son valorables en la misma medida. Eso podría responder a razones históricas en las que Bajtín contaría con alguna ventaja sobre el modelo de pensamiento occidental hoy vigente, y ése es el segundo motivo de la excepcionalidad de su pensamiento, a saber: no es en absoluto ajeno a la radicalidad del dialogismo bajtiniano el origen primordialmente estético de su manera (hay que resistirse a llamarla «método») de pensar. Que sea estético en su origen -y no por «aplicación»— produce un contraste entre sus tesis y la común filosofía europea. Ese contraste tiene que ver con los posibles orígenes diversos de lo estético en Oriente y en Occidente: Bajtín quizá esté en unas coordenadas «geofilosóficas» que le sitúan en medio de esas dos tradiciones.

Mientras que Occidente ha hecho una filosofía que termina (y en algunos casos se cancela) en una estética, la continuidad entre lo sensible y lo espiritual propia de esa otra tradición en la que Bajtín también habría bebido —la tradición greco-bizantina, la lucha entre el primitivo cristianismo oriental (o sea, el primer cristianismo) y la Gnosis- daría lugar a una pluralidad inaugural de manifestaciones de lo real en escenarios no determinados previamente por la organización de la objetividad por parte de un Logos monológicamente entendido con el modelo de la ciencia experimental: eso quiere decir que lo estético formaría parte, ab origine, de esa sensibilidad, que puede describirse entonces como comprensión de muchos escenarios, cada uno con su propio Logos (la polifonía, el dialogismo bajtinianos). La estética no aparece en esa tradición como el estatuto problemático de la objetividad: aparece como algo tan real que es previo a ella, como el lugar en el que comparecen los sentidos de lo real. Y opondría, a la conciencia monológica del sujeto moderno y a su mundo objetivo y racionalizado (que según algunos desemboca en la actual clôture del sentido), la conciencia dialógica y la imagen del mundo como una novela polifónica: daría un toque «bizantino» a los rasgos gnósticos de la Ilustración europea; haría ver que el paradigma de la razón como un tribunal y de lo real como un teatro debe tener en cuenta las razones de numerosas voces y el estado carnavalesco de la vida humana.

Esa tradición quizá haya facilitado a Bajtín alumbrar una filosofía que no necesita un estatuto exento respecto de lo estético (lo estético es la mediación entre el logos y lo real: el tiempo, el espacio, la materia, la cultura, la subjetividades, el sentido; o sea, todo lo que es fraccionado en Occidente para conseguir objetividad) para explicar la realidad con aspiraciones de universalidad, es decir, sin necesitar ser o dogmático o relativista.

Mientras que la mayor parte de los pensadores de Occidente —incluso Heidegger— se han ocupado de los problemas estéticos y literarios en particular, de forma secundaria, como una aplicación de la filosofía más «fundamental», Bajtín hace surgir su pensamiento precisamente de la estética: del diálogo esencial entre el autor y su personaje, su héroe. Encuentra el dialogismo en la polifonía que caracteriza la poética de Dostoievsky (no aplica apriorismos filosóficos al genero novelesco, sino que encuentra principios filosóficos ¡en las novelas!). Captar ese diálogo no solo le permite criticar las concepciones vulgares, retóricas en el tosco sentido moderno de esa palabra, de la -en tantos casos parlanchina estética literaria europea, sino que le permite desarrollar toda una estética y una teoría de la responsabilidad, entendiendo ésta última éticamente: como la capacidad de respuesta en ese diálogo esencial. Por contra, Bajtín entiende que tanto las posiciones relativistas como las dogmáticas excluyen el auténtico diálogo: la primera lo hace imposible y la segunda lo declara innecesario.

Pero comprender ese diálogo no es tarea fácil: para alcanzar la comprensión es imprescindible un esfuerzo de lo que Bajtín llama «extraposición», el intento de situarse fuera de esa relación dialógica. Algunos han entendido esto como un pobre perspectivismo: la observación neutral que prescinde del carácter responsable del ser humano como ser en diálogo. Pero la perspectiva según Bajtín está cargada de responsabilidad, porque no hay coartadas para la existencia concreta, la única real, y, lejos de significar una limitación para apreciar las verdades, permite comprender a éstas como encuentros entre sujetos y culturas en el curso de una conversación con sentido.

Para concluir, cuenta el cineasta ruso Serguei Eisenstein que, cierta vez, en la India, un Lord recibió la noticia de que su servidor indio, que iba a su encuentro con el equipaje de su señor, había sido partido en dos por un tren, «que me envíen la parte en la que se encuentre mi reloj», cablegrafió el británico: los europeos solemos medir las ideas de otras latitudes menos familiares con el mezquino reloj de nuestro tiempo y nuestro espacio. El valor inmenso y desconocido del pensamiento de Bajtín, que se sitúa más allá de los límites acústicos de los cantos ideológicos más recitados y vigentes en nuestro espacio y nuestro tiempo, debe pagar quizá el precio del desconocimiento o la incomprensión. Comprender, tantas veces, suele significar reducir algo a lo que nos resulta conocido, familiar, rutinario. De ahí que el genio y el talento resulten tantas veces oscurecidos en su tiempo.

El texto que presentamos a continuación apareció en 1992 en traducción italiana, en la revista Athanor, 3/1992 (Longo Editori, Rávena), y en 1986 en la edición original rusa, en una antología titulada Literatumo-Kriticheskie stat’i, a cargo de S.G. Bochárov y V.V. Kozhínov (Khudozhestvennaia Literatura, Moscú). El lector advertirá operando en él algunos de los rasgos aquí aludidos del pensamiento de Bajtín.