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No es la prematura muerte del poeta Mario Míguez (Madrid, 1962-2017) lo que ha puesto en las estanterías de novedades su obra contra lo que pudieran indicarnos las fechas y cierta costumbre editorial. Se trataba de un escalón más, natural, en el reconocimiento de un poeta excelente. Por eso, las dos recientes antologías de su poesía estaban ya en preparación cuando el poeta enfermó. Son Ya nada más (Libros Canto y Cuento, 2017) y Difícil es el alba, (Renacimiento, 2018) al cuidado, respectivamente, de José Mateos y de José Cereijo, dos poetas de prestigio, grandes admiradores de Míguez. Acaba de salir también en Renacimiento el libro póstumo La cabeza de Tomás Moro y otros poemas católicos.

Mario Míguez: La cabeza de Tomás Moro y otros poemas católicos. Renacimiento, Sevilla, 2018, 82 páginas.

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En el prólogo de este nuevo libro, José Mateos, bromea un tanto con el admirado poeta a cuenta de la provocación que supone haber titulado su último poemario con ese “y otros poemas católicos”, aunque poner por delante la cabeza misma decapitada de Tomás Moro ya bastaba. Creo que el título no es una provocación, sino el último pudor de ese gran pudoroso que fue Míguez. Está bajando la voz, en realidad. Porque una vez leídos, más que poemas católicos, que lo son, son místicos, en el sentido más elevado de la palabra. Transmiten una experiencia religiosa unitiva, y permiten que el lector la atisbe. Eso sí que es una provocación.

Quizá en ese afán de esconderse (sin que se note que se esconde, incluso pareciendo lo contrario, que es esconderse mucho más) pueda estar la última explicación a estos poemas largos y narrativos. Mario Míguez va contracorriente de la poesía moderna, que busca el lirismo en el chispazo de emoción. Tras su primer libro, 23 poemas (Pre-Textos, 1988), muy influido, a mi entender, por Julio Martínez Mesanza y su endecasílabo blanco y poderoso, desde su segunda entrega, Pasos (Pre-Textos, 2006), ya empezó a adentrarse, sin perder nunca el verso claro, en el poema largo, que se adueña de El cazador (Pre-Textos, 2008). En La cabeza de Tomás Moro, los poemas largos son mayoría y casi todos son narrativos, porque también el yo se va borrando, se va borrando del todo, o casi, que todavía se cuela una estremecida “Plegaria por mis sueños”.

Leer de nuevo a Míguez, tan cercana su voz aunque él ya no esté, es un estremecimiento. Se comprende a Cereijo cuando abre el prólogo de su antología con esta comparación: “Como a principios del siglo XX señalara Arnold Bennett, ‘Yeats es uno de los grandes poetas de nuestra era, porque media docena de lectores sabemos que lo es’. En estas palabras, que el tiempo ha confirmado, no ha de verse fatuidad alguna, sino simplemente la constatación de que el reconocimiento público no siempre va asociado a la excelencia. Mario Míguez es también, hoy por hoy el secreto de unos pocos”.

Entre esos pocos, Fernando Savater, que ha escrito: “Mario Míguez, aquel joven amigo desaparecido demasiado pronto al que tanto quise y del que tanto aprendí. Su voz me parece merecer el mismo homenaje que alguien dedicó a la de un gran actor inglés: un clarín envuelto en terciopelo. Capaz de condensar todo lo pendiente en siete palabras: ‘Traicionado el amor, ya todo es nada’. ¡Qué grande sería nuestro abandono sin la compañía de los poetas! ¡Y qué pocos poetas hay, aunque tantos hagan versos!”

No se resiste Savater a seleccionar un verso, y qué hermoso; y aquí también seleccionamos otros pocos, porque es lo nuestro, ciñéndonos a La cabeza de Tomás Moro y otros poemas católicos:

 

¿Qué gallo y en qué noche

ha de hacerte escuchar su tercer canto?

*

No es sabio aquel que tiembla ante la muerte…

*

Todo hospital es un lugar en llamas

*

alegre como sólo

puede en el mundo estar alegre un niño.

*

Un nombre es algo santo:

se bendice o maldice al pronunciarlo.

*

Y mis lágrimas pobres en el alba

se hacen oro de pronto en tu regazo.

 

 

 

 

 

Poeta, crítico literario y traductor.