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En el juego habitual de nuestras simplezas, los seres humanos tendemos a esquematizar. La realidad, como la vida, es demasiado compleja para que nos podamos hacer cargo de ella. Por eso prescindimos con frecuencia de lo que son las cosas y centramos nuestra atención en los tópicos, en los lugares comunes y en los eslóganes capaces de vestir nuestras opiniones con la neutra decencia que caracteriza a lo políticamente correcto. Quizás por causa de esta actitud de fondo nos resultan sorprendentes las personas que no buscan someterse a lo establecido, que se atreven a plantar cara a los tópicos y se deciden a contarnos unas verdades del barquero que quizás acaben descubriendo —como el emperador del cuento— la desnudez de nuestra existencia.

En este sentido me han parecido muy significativos los nuevos libros de Claudio Magris y Alejandro Llano. A primera vista no parece que existan motivos para unir las trayectorias de estos dos escritores. El primero, afamado autor de El Danubio, enseña literatura en Trieste y gusta hablar de libros y de las cosas que le ocurren (es imprescindible leer el volumen Microcosmos). Se mueve, además, con soltura por el terreno académico. Llano es un afamado estudioso de Kant y de la filosofía analítica del lenguaje, que progresivamente se ha ido acercando a temas más próximos a la teoría social, como lo demuestran los últimos títulos de los que es autor (La nueva sensibilidad, Humanismo cívico, etc.). Uno es crítico literario y se cuenta entre los más conocidos eruditos de la cultura mittel-europea. El otro es un filósofo, que también se sirve de la literatura, pero que se mueve con más facilidad en el campo de las exigentes distinciones que permiten entender el trenzado de la cotidianeidad. Magris quiere mover la sensibilidad y la capacidad estética de sus lectores; Llano persigue que nuestra razón despierte. Pero ésta no es toda la verdad, porque Magris nos hace pensar de modo continuo y Llano imprime tal tuerza retórica a algunas de sus afirmaciones que acaba —como Magris— interpelando a la totalidad del lector (no sólo a su intelecto, ni sólo a su corazón). Los dos escritores apuntan, en definitiva, hacia la persona y por eso constantemente la reclaman.

Cabe preguntarse: ¿reclamarla ante qué?, ¿por qué hay que llamar la atención sobre lo que en principio parece ser la realidad más a mano? Cada uno a su manera, en la forma y en el estilo, los dos autores realizan diagnósticos similares. Aunque Magris se fije más en Trieste, en los problemas que vive Italia, en la desolación de Musil, de Hesse, en el vacío de la existencia de Heidegger, o en la apasionada autenticidad de Stevenson; y aunque Llano se quede con las palabras de ese nuevo Homero —ciego, sabio total— que fue Borges, o decida rescatar al viejo Aristóteles y a su perenne actualidad, o nos reíate escenas de aeropuertos y estudiantes, de inmigrantes indigentes o de cataduras políticas varias, los dos coinciden en el fondo de sus tesis.

¿Y cuál es este fondo? Utopía y desencanto reúne una amplia colección de ensayos escritos a lo largo de más de veinticinco años de trabajo. No me atrevería a señalar un hilo conductor de todos ellos, pero sí que es fácil caer en la cuenta de algunos temas recurrentes. En su primer ensayo, Magris ofrece una mirada entre optimista y desencantada sobre la condición humana. Se niega, con Leopardi, a presentar un «optimismo de almanaque», esa absurda esperanza de que un cambio de año o de milenio nos va a poner las cosas mejor de lo que están. El mal se halla presente y es preciso llamar la atención sobre la conveniencia de un cierto desencanto: Magris aboga por la crítica, por la toma de conciencia de que la salvación no ha llegado, de que el hombre se mueve en unas coordenadas de pecado y de que el bien perfecto no existe. Eso es así, la experiencia lo muestra. Pero Magris rompe el tópico levantándose contra un «falso realismo» que nos llevaría a una fatalista aceptación del presente, si pensáramos que nada se puede cambiar. No; en el ser humano, junto con el reconocimiento del mal, tiene que abrirse también la puerta de la utopía que se concreta en un «no rendirse ante lo que son las cosas, y luchar por lo que deberían ser».

La libertad humana frente al conservadurismo

Curiosamente ésta es la idea central de El diablo es conservador. Pues la principal tentación del maligno en nuestro tiempo consiste, según Llano, en que estemos convencidos de que nuestra situación no puede cambiar y nos veamos así reducidos a esa abstracta dictadura de los hechos que siempre nos reclaman prudencia y no salimos del cauce de lo establecido. La utopía que propugna el filólogo de Trieste coincide plenamente con la del filósofo de la Universidad de Navarra: ambos apuestan por lo que no está bien visto, renuncian a Satanás y a todas sus pompas, apostando por una visión magnánima de las posibilidades del hombre, por una reivindicación de ese «factor radical que siempre escapa a las ideologías utópicas»: la libertad humana. Ganar en conocimiento, poseer un criterio que nos distancia de «lo que hay que hacer», de «lo que se dice», de la norma generalista, es hacerse más libre.

Por estos motivos, Llano apuesta sin dudarlo por reinventar la educación, por descubrir un nuevo modo de pensar en el que el procedimiento técnico se vea subordinado a los contenidos, y en que se evite a toda costa el autismo social al que nos ha conducido la «anorexia cultural y la bulimia consumista» propia del Estado del bienestar. Se precisa redescubrir las grandes obras de la humanidad, esas que caben en un libro de bolsillo y que pueden hacernos compañía en un viaje de tren; se precisa optar por una educación que no tenga como única meta la de hacer ciudadanos dóciles. Por su parte, Magris defiende el papel de la literatura, cuyo objeto no es la verdad absoluta ni los hechos objetivos de la Historia, sino la encarnación de esa verdad y esos hechos en las cosas ínfimas, deseos y temores con los que se teje la existencia real de los hombres.

A Claudio Magris le gusta lo pequeño. Quizás tuviera en mente la obra de Marisa Madieri, esa transparente escritora de finísima prosa que fue su mujer hasta la muerte. O quizá pensara en otro de los temas recurrentes a lo largo de sus ensayos: la rebelión necesaria ante la mezquindad de la endogamia. Magris disfruta hablando de microcosmos, de cómo el pequeño detalle del que trata la obra literaria es a la vez un punto desde el que se abre todo el sentido del mundo (una suerte de aleph borgiano). Y por eso detesta la miopía de quien confunde lo propio con lo cerrado (Llano hablaría de «lo mostrenco»): «cultura significa siempre pensar y sentir en grande, tener el sentido de la unidad por encima de las diferencias […]. La peripecia de un microcosmos tiene sentido sólo si se encuentra en él algo grande, que no pertenezca a ese horizonte limitado». Y porque «toda pretensión de identidad pura es asfixiante e incestuosa», detesta los nacionalismos excluyentes o las familias universitarias que, como la del Friburgo de Heidegger, resultan paralizantes y productoras de esclavos, y defiende que «para ser libre es necesario ser intelectualmente polígamos y politeístas».

Es interesante constatar el acuerdo de Llano con esta posición: el diablo es conservador, su posición siempre resulta cerrada, tiene miedo a esa novedad que es la libertad personal. En cambio el filósofo no se detiene con lo dado: dialoga con otro y, en ese convivir, buscan un enriquecimiento común por gracia de la realidad que están buscando. Y esa realidad no tiene por qué coincidir con sus gustos, o con las posturas oficiales, ni con los hechos. Llano invita a la rebeldía; Magris también.

Claro que, contando con estos datos, podría parecer que nos encontramos ante nuevos panfletos nihilistas. Pero no: como decía al inicio de estas líneas, la realidad es mucho más compleja que los tópicos al uso, y por eso sólo se pueden entender las afirmaciones de Magris o de Llano desde las posiciones de dos defensores de la existencia de una verdad objetiva, diga lo que diga el juicio mayoritario de nuestro sistema democrático (tan desencantado como conservador). Son tremendamente claros, a este respecto, los dos ensayos más filosóficos del triestino, ambos dedicados a los problemas que plantea Antígona y las llamadas «leyes no escritas de los dioses». En ellos se hace una magnífica defensa de la necesidad de no tener que decidirlo todo, de acceder a realidades y no únicamente a convenios, al tiempo que la obediencia a las leyes de los hombres pueden hacer de nuestra existencia algo más sencillo, dentro de lo que cabe. Lo que Magris llama «la era de lo facultativo» (un mercado donde toda posición ha sufrido una «homogeneización gelatinosa») viene identificado con una situación de crisis que, lamentablemente, con frecuencia no duda en actualizar el dicho de Dostoyevski: «si Dios no existe, todo está permitido». Pero no todo es permisible: un mundo sin fronteras, sin distinciones, sería un mundo horrible y totalitario.

Y por eso aparece en el horizonte de estos autores la utopía: la utopía de no ser conservadores, por querer siempre crecer. Pero a la vez, la de que el único modo verdadero de crecer está en la disposición a encontrarse cara a cara con la verdad, aunque ésta a menudo resulte incómoda. ¿Nos encontramos ante dos pensadores que se mueven en el campo del wishful thinking? Tras El príncipe de Maquiavelo se nos ha querido convencer de que cualquier persona que persigue lo que deberían ser las cosas, que no acepte la cruda realidad de éstas, es un iluso. Por su parte, Llano insiste en que no. Es ésa una tentación paralizante, y se puede salir de ese sueño de la razón por medio de una medida promulgada hace muchos años por Aristóteles: la adquisición de virtudes. Y entre las virtudes que se precisan hay una especialmente necesaria en estos tiempos de cerriles enfrentamientos, que es la que más le gusta a Magris. Se trata de la ironía, una virtud de frontera que nos libera de la obsesión de tomarnos demasiado en serio. Una actitud quijotesca, y por lo tanto romántica, que hace de la vida algo que vale la pena, aunque quedemos en cierto modo siempre a las puertas de la tierra prometida, de la felicidad anhelada. El humor de los últimos textos del triestino ratifica con frescura su opción. Alejandro Llano también lo sabe, y es quizás por ese motivo por el que el más hermoso de los ensayos de su último libro está dedicado a un maestro de la persuasión que se llama Claudio Magris.

Doctor en Filosofía. Universidad Francisco de Vitoria. Madrid.