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Asociaré siempre a Luis Marañón con las cenas del Madrid, el extinto periódico, allá en las boqueadas del franquismo. Más que cenas eran tertulias de mesa y mantel, resopones de intelectuales, políticos, sindicalistas, periodistas. Luego compartí con Luis otras cenas, reuniones, presentaciones de libros y demás saraos de la república literaria. Pero privan en mi memoria aquellas largas sobremesas del Madrid. Eran el embrión de lo que luego iba a ser, estaba siendo ya, la transición democrática. Equivalían a las conjuras y tenidas del siglo XIX. Solo hubiera faltado que la voz campanuda de Rafael Calvo Serer abriera la sesión como lo hacía Prim: «caballeros, a conspirar».

Las cenas del Madrid reunían a dos tipos de comensales. Los que hablaban y los que observaban. Luis era de estos últimos. Para ello necesitaba ocultarse con el humo de la pipa. Lo cual le reforzaba su aire un tanto británico. Al igual que sus gestos lentos y hasta ese punto de elegante tartamudeo que tienen algunos Marañón. Por no hablar de sus chaquetas de paño inglés. La elegancia sartoria se traslada después a la escritura.

A Luis lo clasificaron, junto a otros coetáneos, como «la generación de la nueva conciencia». En verdad que la tuvo. Así era su talante ponderado, conservador si se quiere, pero también en su sentido anglicano. O más bien liberal, en el sentido español. Era imposible que esos jovencitos comulgaran con las ruedas del molino franquista. Pero su significación pública no fue tal, entre otras razones porque él amaba demasiado la vida privada. Y como lo suyo era observar, donde daba lo mejor de sí mismo era escribiendo.

Y así llegamos al regalo de este cuento que ahora se estampa de manera póstuma. Es un deleite de ternura, ironía y gracia. No es casualidad que se ambiente en Gibraltar. Es la querencia por todo lo inglés de nuestro hombre. Quiero recordarlo, con sus ojillos gozosos, otra vez como observador en la presentación de no sé qué libro. Fue la última vez que lo abracé. No hubiera querido hacerle yo este mal obituario; pero por lo menos servirá para que gocemos de Remitido, una joyita.


 «Remitido»
Cuento

Una palabra en alta es temible cuando dice
de repente lo que el corazón se ha permitido mucho tiempo
Goethe

 

La niebla, siempre la niebla, murmuró Anjélica un tanto deprimida, mientras se asomaba a la ventana para sacudir el trapo del polvo. Llevaba cerca de dos horas poniendo orden y limpiando el piso, y a pesar de que era el mediodía la espesa y blancuzca niebla continuaba agarrada al Peñón, como si no fuera a soltarlo jamás.

La niebla, siempre la dichosa niebla, se decía una y otra vez Anjélica, al tiempo que balanceaba su melena endrina y rizada, en un gesto desesperado e inútil. A Anjélica le gustaba el sol a rabiar y no porque se dedicara a recibir sus lametazos tendida horas y horas en la playa del Rinconcillo, sino por un motivo que bordeaba la meditación trascendental; el sol, su luz y su rebrillo quemante, le ayudaba a vivir. Ver —y aun solo notar— el sol constituía para Anjélica algo así como hallarse lista para lanzar a galope tendido el caballo salvaje de su desbaratado corazón.

La niebla, siempre la maldita niebla, rezongó Anjélica, dando el último repaso a la cocina, amueblada en unos tonos amarillos, bastante estridentes y algo cursis. El carrillón del Ayuntamiento había dado la una y Anjélica se despojó del traje camisero de batalla para enfundarse los pantalones vaqueros y la blusa de florecillas azules y rosas, haciendo juego. Se miró en el diminuto espejo de la entrada y vió que su melena requería unos cuantos toques de peine para, así, dejarlo vaporoso y flotante, como ella prefería. Lo hizo regodeándose y a los pocos minutos salía de su casa medio satisfecha consigo misma, y dispuesta a recoger en la carnicería del Sr. Smith las chuletas de cordero encargadas por teléfono en la víspera.

Después de bajar tres o cuatro callejones empinadísimos Angélica se topó con una calle Mayor desierta y abandonada. Hasta el menor rincón o la farola más modesta se veían atrapados por los barrocos jirones de niebla. Casi todas las tiendas habían cerrado ya y en los pubs y cafeterías no había un alma, solo los dependientes sumidos en un aburrimiento mortal. Tuvo la sensación Anjélica de que caminaba por una ciudad fantasma y vacía. Como era un tanto novelera pensó que transitaba por un paisaje urbano igualito a los que aparecían en las narraciones de crímenes imperfectos de Sir Arthur Conan Doyle.

Con paso rápido y como huyendo de un maníaco asesino se acercó a la tienda de Sr. Smith quien la recibió con una sonrisa un tanto escueta y retorcida.
—Aquí tienes tus chuletas, Anjélica. Son seis libras y media —dijo sin más.
—Gracias, Jonathan. Te puedes quedar con la vuelta, pues no traigo moneta suelta —respondió con sequedad Anjélica al entregarle los siete billetes de una libra.

Anjélica abandonó la carnicería pensando que a todos los del lugar sin excepción alguna les afectaba la acosadora y recurrente presencia de la antipática niebla. Esta los hacía más egoístas, más encerrados en sí mismos, más acobardados e infinitamente más tristes.

La niebla es un impuesto adicional y desagradable que tenemos que pagar con nuestra merma de carácter, le había comentado muchas veces su padre. La frase, así lo creía Anjélica, no tenía desperdicio, era correctísima, matemáticamente exacta. En puridad, la hija del Sr. Burton la recordaba con nostalgia y una grandísima pena. Y ello porque le barría una de las escasas huellas del pasado familiar, el que tanto añoraba porque le faltaba.

La niebla, la odiosa niebla, pronunció Anjélica a media voz en el recorrido de vuelta a casa. Según trepaba casi sin aliento por el adoquinado de las callejas se le vino a la mente el hecho comprobado de que sus padres no se habían llevado nada bien en el matrimonio, aun cuando soportaron hasta el final las desavenencias y el fracasado afán de dominio de uno sobre el otro: ambos fallecieron en un trágico y sonado accidente de aviación cerca de las Azores. Ella acababa de terminar el colegio y se puso a trabajar inmediatamente. Un médico amigo de su padre la colocó de secretaria interina en el hospital de Saint Mary y, ahí, continuaba Anjélica. En el despacho frío y funcional la hija de los Burton sigue sin saber a quién mandar recuerdos. Está y se encuentra muy sola, se mira constantemente hacia dentro y cada atardecer vuelve la vista atrás para desgranar el recuerdo de los días gastados, irremediablemente.

Al entrar de nuevo en su piso, la cuarta planta de un edificio vulgarote de cemento y aluminio con vistas a la bahía, Angélica se dió cuenta de dos datos incontestables: que solo le gusta hablar de sí misma, de sus cosas —en el fondo se trataba de la necesidad de ser admirada y adorada por los demás-; y que intenta ser con todas sus fuerzas un ama de casa perfecta, es decir, maniática en el orden y las rutinas caseras. A su juicio está marcada de modo indeleble por los genes maternos: a Pepi Sánchez, su madre, una media gitana del pueblo frontero con ambiciones de subir socialmente y con aires pretenciosillos, le gustaba gustar. Gracias a ese modo de ser y de comportarse logró finalmente conquistar a su padre, Mr. Derek Burton, capitán del Regimiento de Fusileros de la Reina con destino en el Peñón, después de soportar innumerables juergas de vino y flamenco que por las noches se organizaban en el Gitanillo Club. Del fogoso y algo enrevesado ligue de Pepi, la Marquesita, con el fofote y pelipajeño militar, nació Anjélica, la pobre Anjélica, que anda ya por los cincuenta largos y sigue más sola que la una. Anjélica es el amargo fruto de un matrimonio celebrado a prisa y corriendo ante el pastor presbiteriano, y en presencia de los dos testigos preceptivos. Fue una boda de urgencia la de sus padres —el «bombo» de Pepi era a la sazón de ocho meses—, pero la Marquesita consiguió lo que había perseguido con tenacidad y dedicación: salir de la chabola del arrabal y aposentarse en un piso la mar de aparente, el que hoy tiene su idolatrada hija. Además, a Pepi le chiflaba lo de ser tratada de Mrs. Burton y asistir a la fiesta del cumpleaños de la Reina en la mansión colonial del Gobernador militar de la plaza.

Todos estos pormenores familiares los trajina Anjélica sin entusiasmo y con realismo. Han sido así y basta. De añadidura, los posibles sueños e ilusiones de su adolescencia perdida no los reseña con resentimiento, sino que los había ido devanando como si fueran en la bodega de un velero sin piloto que se adentra desnortado en un banco de niebla que no tiene fin. Así y todo, Anjélica se ve asediada por la ingrata sensación de haber perdido el rumbo de su monótona vida en la catástrofe espantosa de sus propios asuntos, tan nimios como ridículos. Esta mujer lleva mal su soltería, y todo porque la soledad radical y no deseada la hacen sentirse ahogada en el insoportable silencio de los otros, los que no hay ni existen. Por eso no los trata ni la tratan.

En cierto modo su situación resulta un tanto incomprensible pues Anjélica luce un físico nada despreciable: tez blanca tirando a rosada, como la de su padre; espalda grande y perfecta; orejas pequeñas y bien proporcionadas, pegaditas a la cabeza e ideales para pendientes de todos los colores y tamaños; cuello fuerte, gimnástico y sin arrugas; busto algo escaso pero bien perfilado y un punto provocador; brazos finos y estilizados que se ven rematados por unas manos cuidadas de Madonna distinguida; trasero nervioso, compacto y duro; algo ancheta de caderas pero con cintura de avispa, y unas piernas de muslos poderosos, rodillas algo picudas y caña fina. El total de la estructura de Anjélica se resume en un metro y setenta y cinco centímetros bien puestos, es decir, en una alzada de modelo de pasarela.

De todas formas Anjélica no está conforme consigo misma. Y sus propios fallos los admite cuando pasea sola, siempre sola, por el pinarcillo arriscado que se alza a espaldas de su casa.

—Mi nariz es excesivamente grande y puntina, aunque se suavice algo al sonreír. Y mi frente es demasiado despejada para poder sostenerse con atractivo en el dibujo de las cejas. También tengo los ojos negros demasiado grandes y eso que procuro reducir su tamaño a base de sombreados de maquillaje. Mis ojos se mueven como peces vivaces en la jaula de mis pestañas, pero me resulta imposible ocultar su profunda tristeza. Además, los pómulos y el mentón me han salido cortantes, demasiado duros y por más que procuro ocultarlos con la melena —de ésta sí que me siento orgullosa— continúo dando la imagen de mujer fatal e innacesible. Sé que doy miedo a los hombres, les distancio sin yo desearlo y ello produce el que me sienta siempre incómoda ante ellos y como crispada por dentro. Mucho me temo que me parezca a la mujer fuerte de la Biblia.

En el correr de sus años juveniles Anjélica tuvo su primer novio -Richard- que era agente de seguros. La cosa no cuajó porque éste se mató en accidente de automóvil, en una madrugada de niebla tupida. Cuando se acercaba a los treinta, la hija del difunto capitán Burton se enamoró perdidamente de John John, un arquitecto local que resultó ser un homosexual irredento y Anjélica cortó por lo sano y sin decir palabra, en una tarde de niebla terrible y maloliente. Ambos novios tenían, sin embargo, un peculiar parecido: rubios y blandorros, algo así como muñecones que no le hacían sombra y se dejaban mandar por ella. El diagnóstico era muy claro, a Anjélica le gustaban los hombres parecidos a su padre, pero ella poseía en exceso y sin gracia el remango y el fuerte carácter de su progenitora, Pepi Sánchez, la Marquesita.

Doy miedo a los hombres, así, como suena, se lamenta Anjélica en las largas tardes de niebla odiosa y rastreante, malgastadas entre burdos seriales televisivos, novelones de tramas complicadísimas y mediocres revistas femeninas.

Al llegar a los cincuenta Anjélica creyó haber hallado la solución para poner fin a su patética soledad. De una vez por todas estaba decidida a acabar con una vida perdida en vanos intentos por tener un amor a su lado. Admitía sus estrepitosos fracasos y los soportaba sin decoro alguno. Por ello rabiaba por salir del estado de desesperanza en que se hallaba inmersa.

Antes morir que permanecer en el olvido de todos, se reconvino Anjélica al notar que hasta su voz se llenaba de lágrimas. Y continuó diciéndose: tengo que apartar los malos recuerdos y las desilusiones para librarme de la pena; los días que me restan no se me pueden ir en ahogos y suspiros. Mi redención solo se producirá cuando deje atrás al mundo inapetente y hostil que me rodea.

Dicho y hecho. Sacudiéndose la pereza con energía se puso a articular la estrategia planteada en un momento de cándida lucidez. A la mañana siguiente aprovechó un hueco en el trabajo del hospital para pasar a máquina el párrafo que había elaborado con sumo cuidado en una noche de insomnio. Una vez limpio, lo mandó tal cual a la revista mensual que se editaba a todo color para los residentes de lengua inglesa en la costa. Anjélica tuvo la satisfacción de leerlo en el número siguiente: aparecía recuadrado en la sección Panel de noticias-Anuncios personales (a 100 pts. la palabra más IVA; presupuesto mínimo 9.945 pts.).

Anjélica leyó y releyó «su» anuncio pagado por espacio de tres o cuatro meses, pero éste no obtuvo respuesta alguna. A pesar de ello no se desanimó lo más mínimo porque estaba convencida de que el texto tenía gancho. Decía así:

«Dama afectuosa y atractiva, con título universitario, en los primeros cincuenta, busca un caballero cariñoso, honesto y bien situado para compartir el futuro. Escribir al apartado 2.001».

Como quiera que el silencio había sido funerario, Anjélica adoptó la resolución de enviar a la revista una segunda versión algo más pulida y refitolera para no dar pistas de que guardaba relación con la primera.

Le salió el siguiente texto:
«Dama atractiva, de 1,75 de altura y bilingüe, desea relacionarse con un caballero alto, guapo y bien proporcionado para compartir una existencia llena de interés y curiosidades culturales. Escribir al apartado 2.001».

Transcurrieron otros catorce meses, colmados de incómodas ansiedades e inútiles esperas, y Anjélica comprobó con amargura que estaba en la misma situación que cuando urdió su estrategia infalible. Desgraciadamente, tampoco en esta ocasión nadie se atrevió a llamar a su puerta. Pensó entonces que el fallo había residido en enviar un texto excesivamente escueto. Redactó a mano otro más adornado pero sin caer en la exageración, remitiéndolo por el conducto reglamentario. Esta vez el anuncio tardó un par de meses en salir publicado en la revista, si bien apareció mejor insertado que en las ocasiones anteriores. Al tener más palabras el coste fue un poco más elevado pero valía la pena correr el riesgo pecuniario. Al leerlo en la revista, el corazón de Anjélica comenzó a latir con fuerza inusitada, señal inequívoca del posterior éxito. A la tercera va la vencida, se dijo Anjélica con convicción al releer el párrafo impreso.

«Dama atractiva, bien educada, financieramente estable, busca compañía de un caballero de 50 años, solvente y no fumador, con brillante carrera profesional. Se prefiere un caballero alto y deportivo, con buen sentido del humor. El propósito que subyace es respetarse y cuidarse mutuamente, para compartir tiempos felices. Escribir al apartado 2.001».

Cuando, al fin, apareció en clave anglosajona la respuesta a su anuncio en la revista, Anjélica había abandonado la pequeña ciudad hacía seis meses y sin despedirse de nadie. Ante el silencio demorado, el perplejo remitente se puso al habla con el director de la revista para aclarar la extraña situación. Como no obtuvieron pista alguna, ambos se dirigieron a la Jefatura de Policía en demanda de ayuda. La consiguieron amablemente pero tuvo que mediar una orden del juez para que el inspector encargado del caso se personara en el domicilio de Anjélica con el pertinente permiso de registro. Cuando el funcionario penetró en el piso de Anjélica se encontró con que tenía las persianas echadas y olía a cerrado. Había una no tan leve capa de polvo encima de los muebles, si bien estos permanecían en impecable formación. Un orden fantasmal y sin aliento humano había tomado posesión del piso de Anjélica. La única y definitiva sorpresa del registro fue el sobre azul hallado sobre la consola del cuarto de estar. No estaba cerrado e iba dirigido a un genérico «A quien lo abra», escrito con letra esmerada y picuda. Atendiendo la indicación somera el cumplidor funcionario cogió el sobre y sacando una cuartilla, también azul, pudo leer el breve manuscrito, en tinta roja y sin fecha, que decía así:

«Me voy a Calcuta con la Madre Teresa. Deseo terminar con la soledad que me habita. Estaré con mucha gente y la podré ayudar para que no le suceda lo que a mí. Estoy segura que con esta aventura misionera se borrará para siempre mi mirada triste y desamparada: mis ojos se habían olvidado ya de reír y producían escalofrío.
Me voy porque quiero recuperar la sonrisa y la alegría de vivir.
Me voy sin pizca de pena porque, al fin, dejo atrás la prisión de
esta maldita niebla.
Anjélica Burton Sánchez»

La desolación que embargó al ilusionado receptor del anuncio último de Anjélica en la revista es comprensible. Desfallecido como estaba casi comenzó a hacer pucheros cuando el inspector de policía le ¡dió a leer la carta manuscrita de Anjélica. No era para menos. A su vez el destinatario tendió con manos temblorosas al funcionario el anuncio en clave que jamás obtendría respuesta. Era muy sentido y rezaba así:

«Un caballero encantador en sus cincuenta, de buena planta, de gran corazón y atento; con personalidad refinada y sólido currículo. Habla y escribe inglés, francés y alemán. Ama la naturaleza tanto como la música y las artes, en general. Se ha afincado aquí y trata de establecer una relación duradera con una dama de edad pareja que disfrute con entusiasmo el sentido del humor, el ambiente agradable y culto, la sinceridad, el amor, la ternura, la lealtad y los viajes. Ruego enviar foto y carta escrita al apartado 3.002».

Aunque se guardó en secreto la identidad del remitente —se trataba de una persona conocida e influyente—, los habituales merodeadores de la Jefatura de Policía le vieron abandonar cabizbajo y deshecho los locales sombríos, y sin saber adónde encaminar sus titubeantes pasos. Ahora, mucho más que antes, el personaje de incógnito tenía la seguridad de que habría sabido hacer feliz a Anjélica en esta vida.

Esto sucedía cuando la niebla del Peñón comenzaba a levantarse con morosidad pero sin pausa, y los primeros rayos de sol aparecían, soplados por un ligero poniente, como una deliciosa caricia.

Catedrático de Sociología, Universidad Complutense