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El reino blanco

Visor, Madrid, 2010, 174 págs., 20 €

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Este año, en febrero, Luis Alberto de Cuenca ingresó en la Real Academia de la Historia con un discurso que no sorprendería a ninguno de sus muchos lectores; de hecho, tratándose de él, no podría haber escrito otro para tan insigne ocasión. Historia y poesía es el título del discurso, y de historia y poesía habla precisamente en Elogio de la poesía, uno de los mejores poemas de su último libro, El reino blanco, y una rendida declaración de amor a la épica y a la lírica: «En el alba imprecisa de nuestro origen hubo, / primero, una voz recia que evocaba las gestas / del caudillo del clan; luego, otra voz más íntima / y dulce que, al compás de la lira, cantaba / el amor, subrayando su plenitud, / o el / que inspira la traición, o el cruel desengaño…» (p. 130). Pero lo más significativo del poema está en los últimos versos porque expresan una constante esencial de su autor: «Y esas voces fundaban un jardín de palabras / hermosas en el centro del desierto silente / del mundo / …. / que, como un cáncer, iba destruyendo, implacable, / el bosque sin memoria de nuestra soledad, / haciéndonos mejores, más libres y más sabios». Esta fe en el poder de la poesía y los saberes humanísticos para dignificar y enaltecer al hombre tiene otro bello ejemplo en el poema «Me acuerdo de Bram Stoker», donde Luis Alberto de Cuenca, con la elegancia de los clásicos, describe el placer y la libertad iniciática que le supuso leer por primera vez Drácula: «Al leerlo, se abrieron las puertas del abismo / para mí, de un abismo en el que florecían / las rosas inmortales de la imaginación, / los lirios del estilo y de la inteligencia; / de un abismo de sombras ancestrales y mágicas / por el que daba gusto perderse y despeñarse» (p. 112).

Los poemas arriba citados solo son dos de los muchos ejemplos de referencias literarias de El reino blanco; por decirlo de otro modo, raro es el poema que no remite, en última instancia, a un libro, o a un universo o a una concepción de la existencia creada por este, nada raro teniendo en cuenta la erudición de su autor. Por suerte, porque suele ocurrir con bastante frecuencia en los poetas doctos, su bagaje cultural no solo no ahoga el aliento lírico sino que lo potencia, como podemos ver en el poema «La Bruja»: «Pienso en Lovecraft, / en su cuento The Dreams in the Witch House, / … / ¿Qué bruja /innombrable y horrenda habrá vivido / —sigue viviendo— en esta habitación? / La veía de niño, y se me helaba / el corazón de miedo. Pero entonces / los días eran más largos que ahora, / y por las noches siempre había luna, / y tenía una imagen de la Virgen / especial contra brujas, en la mesa / de noche, que brillaba con un astro / en medio del abismo, y sonreía» (pp. 146-147).

Donde hay un libro, hay una biblioteca. Y la biblioteca, para Luis Alberto de Cuenca, además de otras muchas, tiene connotaciones góticas, policiacas y borgianas. En «El Cuervo», una recreación del poema homónimo de Edgar Allan Poe —transcurre, por supuesto, en una biblioteca—, destacan las góticas, pero también ese placer tan cervantino por contar historias que te hace leerlo deprisa a ver qué pasa porque De Cuenca hace deliciosas digresiones al poema de Poe. Y, cambiando de registro, en el poema «Sueño turco» (pp. 27-28), Jorge Luis Borges, bibliófilo de honor, acaba siendo besuqueado en un jardín por todo el equipo del Club de Fútbol Barcelona al entrar a la biblioteca del Doctor Muerte (pp. 27-28).

La fina ironía, de gentleman, que recorre El reino blanco, se vuelve pizpireta, erótica y descarada en las partes «Puertas y Paisajes, cinco seguidillas fetichistas», y «Caprichos ». Esta última nos gusta en especial porque sus poemas remiten a la divertida y disparatada mirada sexual de, al menos así nos lo imaginamos nosotros, una especie de libertino francés de la Ilustración (¿Diderot?). En el poema «Central termoginética», por ejemplo, leemos: «Obsérvese / cómo están conectadas ambas damas / al complejo industrial: el cableado / recorre ombligo y pubis, da dos vueltas / alrededor del cuerpo y, finalmente, / recibe la corriente en los pezones. La gata, / cuyo rabo es decisivo / para poner en marcha la central, / ha de ir peinada con la raya en medio, está en los últimos versos: / al modo en que se peinan las gitanas / de Romero de Torres, el sexómano / cordobés». (p. 102).

Con todo, a pesar de estos alegres, chispeantes y sensuales poemas, en El reino blanco prima un tono de estoico cansancio existencial. En el poema «Qué es lo que  puedo hacer», leemos «que la vida es así, y que no duelen prendas / en admitirla tal, con las obras y pompas / que le son inherentes, / y que no hay más camino que el que lleva a la cruz, y que no hay más remedio / que aguantar los embates del pavoroso tedio / y sufrir los envites crueles del destino» (p. 43). Y en el espléndido poema «Berlín, otoño de 1938», convertido en un soldado alemán gracias a la metempsicosis que tanto le gustaba a Rubén Dario —al que se refiere en otro poema como uno de sus maestros—, el autor subraya con un maravilloso verso de Homero que la poesía no solo nos abre las puertas de la vida sino también las de la conciencia de nuestra inexorable finitud: «Las hojas y los hombres son del mismo linaje» (p. 148).

Poeta y periodista