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José Antonio Muñoz Rojas (Antequera, Málaga, 1909) es, además de excelente poeta y magnífico prosista, memoria viva de las generaciones poéticas del 27 y del 36. Licenciado en Derecho, ha unido a su faceta de creador la de gestor cultural, dirigiendo la Sociedad de Estudios y Publicaciones durante más de treinta años.

Julio Martínez Mesanza (J.M.M.).En su poesía se funden dos tradiciones, la castellana y la inglesa, que rara vez se ven juntas en otros autores españoles. Donne, Hopkins, Eliot… La poesía inglesa ha constituido una materia de estudio preferente para usted y, tal vez, ha imprimido un carácter particular a su obra. ¿Podría hablarnos de sus relaciones con la cultura inglesa en general? ¿Qué elementos procedentes de los poetas metafisleos, o de Hopkins, o de Eliot, a quien trató en persona, ha trasladado conscientemente a su poesía?

José Antonio Muñoz Rojas (J.A.M.R.).— Mi formación y mi educación no han sido inglesas. En realidad, en la literatura inglesa entré mucho más tarde, y no fue por razones tradicionales, pues mi familia no tenía antecedentes ingleses de ninguna clase. En cambio, sí fueron, fundamentalmente, muy españolas, en el sentido de que mis lecturas iniciales -sobre todo en los jesuítas- fueron lecturas clásicas castellanas. Para mí resultaron muy formativas y han sido los pilares de todo lo que, poco o mucho, haya podido ser literariamente. Mi contacto con la literatura inglesa fue más tardío. A los dieciséis años empecé a estudiar inglés por pura afición, con una profesora particular. Y seguí con ello a lo largo de la carrera, con vistas a hacer oposiciones a la carrera diplomática. Yo había estudiado Derecho en Madrid y era lo que me parecía más oportuno, ya que mi afición no iba por los aspectos jurídicos de la carrera. Como digo, ésta fue una afición tardía, pero que, luego, ha sido muy importante para mí y, en cierta medida, ha completado toda mi formación castellana. Le debo muchísimo a la literatura inglesa, con la que tomé contacto inicialmente en una ocasional estancia en Cambridge. Después hice todo lo posible para volver allí y completar en la medida que pudiera esa formación.

Luis Alberto de Cuenca (L.A. de C.).¿Cómo conoció a Eliot?

J.A.M.R.— Después de una primera estancia en Cambridge, decidí volver como fuera, y aproveché la primera ocasión, que se presentó en el año 35. Yo tenía mucha relación con Antonio Marichalar, al que admiraba. Era un hombre extraordinario, algo olvidado hoy, pero uno de los personajes más notables de su generación. Marichalar tenía relación con todos los medios internacionales, sobre todo los europeos, y se me ocurrió, en una de las visitas que hice a Cambridge, en el 36, pedirle una carta para Eliot. Justo en el mes de julio del 36, de vuelta de Cambridge, paré en Londres y le llevé la carta a Eliot. Así lo conocí. Lo cierto es que la poesía de Eliot la conocía desde el 32, pero no había penetrado en ella. Sí había entrado en la poesía de Hopkins, pero no en la de Eliot. Fue una entrevista muy simpática, muy cordial. Y de ahí viene mi conocimiento de Eliot. Después lo vi unas cuantas veces; pero mi relación real con él fue con su poesía, no con su persona, y se produjo más tarde, cuando leí los Cuatro cuartetos, sobre todo «East Coker», que fue el primero que recibí.

L.A. de C.En la literatura española no es muy corriente encontrar una relación tan íntima con la naturaleza como la que vemos en su poesía y en su prosa. Su obra da la impresión de estar alejada de ese ambiente urbano que ha predominado en los autores de este siglo, sobre todo a partir de Poeta en Nueva York, de García Lorca. No solo se advierte en sus libros un sentimiento de la naturaleza, sino que, enseguida, y no solo por el léxico, vemos también que hay en ellos un conocimiento directo de esa naturaleza. ¿Puede hablarnos de todo ello y de cómo ha sobrellevado Vd. el viejo conflicto entre corte y aldea?

J.A.M.R.— Ese conflicto ha sido, más bien, entre Corte y campo, y no entre Corte y aldea. Yo nací en un pueblo, en Antequera, donde viví toda mi infancia. La educación en un pueblo es algo estupendo que nos enriquece en muchos sentidos. Estuve primero en un asilo de monjas, luego pasé a una escuela del pueblo – a cuyo maestro le guardo mucha gratitud- y luego ya al colegio de los jesuítas, etc. Esa simiente inicial que es la educación en un pueblo (en un asilo, en una escuela), es muy importante a mi modo de ver; por lo menos para mí lo fue. Además, tuve el lujo de vivir en una casa antigua, vieja; en fin, una serie de privilegios. Luego pasé al colegio. Primero estuve en Málaga, dos años; luego, en Madrid, en Chamartín, interno, «internísimo». Todo el trasfondo de mi infancia es campesino: pueblo y campo, más que aldea, pueblo y campo. Y campo, porque mi familia era labradora por parte de padre – l a familia de mi madre era más de la pequeña nobleza local-. Vivía temporadas en el campo que eran fundamentales para mí, y en La gran musaraña hablo de lo que yo llamo «naturaleza labradora», y la distingo de la contemplativa. Mi trasfondo campesino es labrador.

L.A. de C.Leyendo su libro que aborda más de cerca esa naturaleza, Las cosas del campo, tuve una sensación nada corriente tratándose de literatura española. Su prosa me evocaba la literatura latina, el De Agri cultura de Catón, o a Varrón o Columela. Es una prosa cargada de inmediatez, que se vuelca más en la técnica de las tareas del campo que en la contemplación.

J.A.M.R.— Es que hay una razón fundamental. Ese libro se escribe viviendo yo en el campo, en el año 46. Y detrás de él no hay ningún ánimo de publicación: se escribe como un diario del campo, por un compromiso que tenía con un hermano que me había regalado un precioso cuaderno para que lo llenara. Y empecé a escribir el diario de lo que pasa todos los días en el campo, sin inventar absolutamente nada.

J.M.M.Como ha dicho Luis Alberto, ese sentimiento de la naturaleza no es nada común en la literatura española. Unamuno, en Paisajes, viene a decir que nuestra literatura es, entre todas las europeas, la que menos refleja ese sentimiento.

J.A.M.R.— En general se puede decir que eso es cierto, pero hay excepciones, e incluso en los antiguos libros técnicos de agricultura puede percibirse ese sentimiento del campo. En el libro de Gabriel Alonso de Herrera, por ejemplo.

J.M.M.Estas «cosas del campo» nos llevan directamente a su idea de Andalucía…

J.A.M.R.— Voy a insistir en algo que he dicho antes, en lo de la Andalucía labradora. La Andalucía donde yo he nacido y he crecido es una Andalucía intermedia, como se sabe, que está entre la Alta y la Baja, entre Granada y Sevilla. Es una Andalucía más sobria que la Andalucía pintoresca -preciosa, por otra parte- de la campiña de la Baja. Es otra Andalucía. Creo que a Andalucía más bien le sobra que le falta el tópico, sin que por ello ponga en duda los valores que existen incluso en ese tópico. El andalucismo y la exageración del andalucismo me parecen innecesarios. Andalucía no necesita abalorios de ninguna clase para ser lo que es. En el libro Ensayos angloandaluces, que va a ver la luz pronto, hay una parte en la que hablo de la tierra y del paisaje andaluz, y también de las gentes. Ahí aparece la Andalucía doliente, la Andalucía triste, la Andalucía agria. Todo eso existe en Andalucía. Es una mezcla muy grande. Pero yo no resaltaría en Andalucía los elementos exageradamente andaluces ni tópicos.

L.A. de C.En cualquier caso, en su prosa hay mucha melancolía, hay una visión melancólica de Andalucía. La suya es una Andalucía interior, un poco a la manera unamuniana. En ese sentido, ¿qué escritor cree que se ha acercado más a lo que podríamos llamar el alma andaluza?

J.A.M.R.— Creo que hay muchas almas andaluzas: Pedro Espinosa, que me parece un andaluz muy considerable; don Juan Valera, por el que siento una gran admiración; Estébanez Calderón, un andaluz que no se queda en él mismo, sino que se proyecta en Cánovas, históricamente mucho más de lo que parece, y en Valera, que es otro de sus grandes corresponsales y amigos. Trato de toda esa rama andaluza que luego tiene diversificaciones, como la de Bécquer y la de la poesía popular andaluza anterior al neopopularismo. Y a esa línea pertenece don Antonio Machado, quien, con su melancolía, es un andaluz de cuerpo entero.

L.A. de C.Los escritores que nos ha citado tienen una vertiente más universal. Diríamos que destacan en una España «devota de Frascuelo y de María». Valera, por ejemplo, es un español de matrícula de honor, un hombre que trasluce en todo ciudadanía del mundo y cultura.

J.A.M.R.— Pero, curiosamente, en Valera, tan andaluz, y por el que ya he dicho que siento una gran admiración, cuando llega la hora del campo – lo hago notar en algún sitio-, no aparece ese sentimiento de las cosas del campo. Sentía su tierra, pero no hay en él una vivencia directa del campo.

J.M.M.Su escasa preocupación por ver impresas sus obras no creo que se deba a la «publicación ansiosa y precipitada» de los Versos de retorno, que «le sirvió para no caer en otras durante muchos años», como usted mismo dice en un texto dedicado a la memoria de José María Hinojosa. ¿Cuáles son las verdaderas e íntimas razones de esa actitud?

J.A.M.R.— Ese libro adolescente lo publiqué con más prisa que otra cosa y salí escarmentado. Ardiente jinete es del año 31 o 32. La verdad es que cuando repaso mi obra poética – y he tenido ocasión de decirlo en algún sitio- veo que es muy corta. He escrito y he publicado poco.

J.M.M.Y, además, muchas cosas las ha publicado bastante tiempo después de escribirlas, lo que no es muy habitual en estos tiempos.

J.A.M.R.— Bueno, yo he tenido lo que llamaría «empujones de poesía». De pronto, un empujón fue ese primer librito, que se quedó ahí. Luego, Ardiente jinete, que no se publicó. Después, una serie de poemas sueltos que pertenecen a la etapa de Cambridge, pero que no constituyen un libro. El segundo empujón fue el de los 5onetos de amor, que estaban muy relacionados con lo que se hacía en la época.

L.A. de C.Estamos en los años cuarenta y ha vuelto el clasicismo…

J.A.M.R.— Yo siempre me había atenido mucho al verso formal. No había escrito sonetos, pero había utilizado endecasílabos blancos. Y entonces publico dos libros que son uno: la pequeña colección de los «Sonetos de amor» y «Abril del alma», en alejandrinos y en endecasílabos. Se publicaron porque fue la época buena de Málaga, en la que coincidí con Alfonso Canales. Hicimos la colección «A quien conmigo va». En fin, una serie de cosas buenas, y la verdad es que la edición resultó muy bonita.

L.A. de C.Dicen que en Málaga se publican más colecciones de poesía que en el resto de España…

J.A.M.R.— Creo que sí. Es verdad. Allí se han publicado muchos libros de poesía, y además siempre muy bien hechos. La tradición tipográfica malagueña viene de Emilio Prados. Emilio fue un gran inspirador en todos los sentidos. Tengo un recuerdo extraordinario de él y de Manuel Altolaguirre.

L.A. de C.A mí me parece muy sintomático en la actitud de un creador que no dé demasiada importancia al hecho de publicar, que se centre más en su escritura. Siempre he admirado a ese tipo de creadores, no a los que viven pendientes de publicar. Volviendo a lo que decía Julio, ¿se considera un diletante de la literatura?

J.A.M.R.— La verdad, no me considero un diletante. Me considero un poeta que escribe cuando lo necesita y que publica cuando tiene una ocasión clara de publicar. No soy un poeta abundante. Como he dicho antes, soy «un poeta de empujones» -por así decirlo-, y toda mi pequeña obra poética está reducida a momentos. El momento de Ardiente jinete -por dejar el primer librito aparte-, los Sonetos y la época que yo llamaría «clásica». Y luego hay un largo período en que ya estoy metido en otras cosas. Son los años cuarenta y cincuenta. Por entonces vivo en Málaga y estoy muy unido al grupo malagueño. Ese es un momento relativamente fecundo, porque no escribo solo poesía, también escribo las Historias de familia, y las publico. Además, hago intentos en otros géneros: teatro, novela…, aunque no publico nada de ello. Después de ese período, publico los Cantos a Rosa, que es otro «empujón». Sigo escribiendo, y voy acumulando el material que luego aparece en el los libros Oscuridad adentro y Consolaciones.

L.A. de C.Es curioso. Hablábamos antes de Andalucía y ahora nos encontramos con el título Consolaciones. Senequismo de nuevo…

J.M.M.Tengo entendido que, últimamente, ha tenido otro de esos «empujones» y que ha escrito un libro de veintitantos poemas que va a salir en breve con el título de Objetos perdidos. ¿Por qué ese título?

J.A.M.R.— Porque son objetos perdidos. Todo empezó a raíz de un poema que hice a las gafas, que siempre se nos están perdiendo. Estuve leyendo poemas en la Residencia de Estudiantes, y después de la lectura, para aliviar tanto lirismo, leí el poema de las gafas, que había escrito unas tres horas antes. Luego éste dio origen a toda una serie.

L.A. de C.Hay varios «encuentros » -como usted los llamadecisivos para su formación poética. Su libro Amigos y maestros se abre con tres nombres particularmente significativos. A uno de ellos no lo ha mencionado, a los otros dos sí. Luis de Góngora, ni más ni menos -era de esperar en un hombre de su generación y en un hombre de cualquier generación, pero particularmente de la suya-, Pedro Espinosa y Antonio Machado. Sobre Pedro Espinosa acaba de dar a la luz un texto espléndido que sirve de prólogo a la edición de la Fábula del Genil que ha salido en Granada.

J.A.M.R.— Sobre Pedro Espinosa he escrito algunas cosas. En el libro de ensayos que va a aparecer ahora, hay un texto que titulo «Pedro Espinosa, amigo personal», y ahí hablo de mi relación con él, es decir, lo trato como a un amigo y cuento todo el desarrollo de nuestra relación. El caso de Góngora es distinto. De joven, hice una lectura muy apasionada de sus poemas, que casi me sabía de memoria. Lo primero que escribí de Góngora lo publiqué en una revistita de la Facultad de Filosofía y Letras que llevábamos Mercedes Ballesteros y yo. Luego he recuperado ese texto. El que se reproduce en Amigos y maestros es algo posterior. La verdad es que sobre Góngora no he vuelto a escribir nada más.

J.M.M.— En el segundo de esos textos, compara la poesía de Góngora y la de Espinosa, y usted se decanta por la del antequerano.

J.A.M.R.— Sí, es cierto.

L.A. de C.— En cualquier caso, no hay huellas de Góngora en su poesía.

J.A.M.R.— No, yo estaba más en la línea de los sonetistas contemporáneos míos, de Miguel Hernández, por ejemplo. Miguel Hernández, incidentalmente, fue para mí una inspiración. El rayo que no cesa me conmovió profundamente.

L.A. de C.— ¿YAntonio Machado? J.A.M.R.—Antonio Machado, en poesía, lo ha sido todo para mí, absolutamente todo. Lo podría recitar de memoria todavía. J.M.M.— Precisamente, Pedro Espinosa, en la Fábula del Genil, dice que «a la materia sobrepuja el arte». ¿Qué importancia concede usted a ese arte, a lo estrictamente formal, a lo retórico, al dominio de la técnica, y cómo se acomoda todo ello a esa esencialidad que predomina en su poesía ? J.A.M.R.— A mí me gusta el verso clásico, sin pensar por ello que la poesía sea exclusivamente eso. Me gustan los endecasílabos blancos. Pero el único libro mío que se atiene a criterios formales estrictos son los Cantos a Rosa. La técnica en un poeta es muy importante. Muchas veces lo que necesito es que los versos me suenen por dentro. L.A. de C.— Creo que ha habido una resaca bastante duradera de ciertas actitudes vanguardistas que traían consigo el desprestigio de la sonoridad interna y externa del verso. Eso se ha acabado ya. Ahora se vuelve a prestar atención al verso, después de una época de gran distorsión. J.M.M.— Las generaciones más recientes han vuelto incluso a adoptar ciertas actitudes modernistas, aunque no con la misma riqueza y sonoridad en el verso. L.A. de C.— Y se ha vuelto a leer a los modernistas. A Rubén, sobre todo. J.A.M.R.— Ése es mi caso. L.A. de C.— Un grandísimo poeta. Bécquer, Rubén, Juan Ramón, Machado. Esa es la línea. J.A.M.R.—En efecto. Ahora yo os pregunto: ¿cómo desemboca todo eso en el 27? L.A. de C.— A través de Juan Ramón, sobre todo. Porque Antonio Machado influye más en los poetas de la generación de usted. Y ha sido una presencia en usted, én Rosales. J.A.M.R.— Y en el propio Panero, y en Vivanco. J.M.M.— A propósito de Vivanco. ¿No le parece un poeta injustamente olvidado? J.A.M.R.—Era estupendo como poeta y como persona. Le traté mucho. El Diario es muy amargo. Y con motivo. L.A. de C.— Volviendo al 27. ¿No cree que los principios rectores son Juan Ramón y La deshumanización del arte, de Ortega? Esas son, diríamos, las biblias del 27. Lo que ocurre es que luego la genialidad personal aporta mucho; porque casi todos son geniales, cada uno en su parcela. J.M.M,— En general, ésos son los principios rectores, como tú dices, pero luego cada cual tiene sus propios antepasados poéticos. L.A. de C.—Pero su voz, José Antonio, la veo original dentro del grupo del 36, es decir, dentro de su generación, >’ también con elementos del grupo del 27. ¿No es así? J.A.M.R.— Porque yo, personalmente, he tenido más trato con los poetas de la generación del 27 que con los del 36. No por razones de edad, sino por razones de proximidad. Conocí y traté mucho a Luis Rosales, Leopoldo Panero y Luis Felipe Vivanco, pero la verdad es que he tratado más de cerca a personas como Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre, y durante mucho tiempo. Traté algo a Cernuda, a Salinas muchísimo, a Gerardo Diego, a Guillén. En lo personal les debo mucho a todos y en lo poético también. J.M.M.— Vamos a dar un salto temático y cronológico. Hay en su biografía una especie de guiño del destino. Como le ocurrió a Eliot, se puede decir que un banco se cruzó en su vida. Usted dirigió la Sociedad de Estudios y Publicaciones, dependiente del Banco Urquijo. Por allí pasaron figuras como Jakobson -del que recuerda su coincidencia en la apreciación de la poesía de Hopkins-, Bataillon, Zubiri, Caro Baroja, Maravall… ¿Qué nos puede decir de esa época de su vida y qué idea tiene acerca de las Fundaciones ? J.A.M.R. — Por una serie de motivos casuales y personales, entré en el Banco Urquijo a comienzos de 1952 de la mano de Juan Lladó, y comencé a ocuparme de la Sociedad de Estudios y Publicaciones poco después. Era un banco al que a una acreditada tradición familiar y unos excelentes profesionales, vino a sumarse la gran personalidad de Juan Lladó, que le dió su singular perfil. Estimo como uno de los grandes privilegios de mi vida haber trabajado a su lado durante más de treinta años. Al acabar la guerra pensó Juan Lladó que había que trabajar por España en los campos económico y cultural, dentro de lo que las circunstancias hacían posible, para lo que creó dos instrumentos que fueron la revista Moneda y Crédito y la Sociedad de Estudios y Publicaciones, ambas de larga y fecunda trayectoria, una en el ámbito de la economía y la otra en el de las Humanidades. Mi trabajo en la Sociedad me puso en relación con personalidades de primer rango, sobre todo Xavier Zubiri, que fue uno de los inspiradores de ella. Se organizaron seminarios, encuentros, becas, conferencias, como la de Jakobson a la que tu aludes, para mí inolvidable. En todas esas actividades, que se darán a conocer en un próximo libro, fui un mero colaborador de Juan Lladó, y desde mi punto de vista personal fue de lo más enriquecedor y gratificante de mi vida. L.A. de C.— Y, además, en una España en la que eran ustedes pioneros… J.A.M.R.— En buena medida pioneros. La idea de mecenazgo que hoy se estila, y que es muy de alabar, va muy estrechamente unida a la idea económica en general, lo cual es lógico, porque ésa es su fuente. En nuestro caso, como se hacía en unos términos más modestos desde ese punto de vista, y no con tantas posibilidades de publicidad, quizá tenía un sentido distinto, ni mejor ni peor, pero distinto. Lo demás, evidentemente, todo lo que ha surgido después, ha estado inspirado en buena parte por lo que fue aquello. L.A. de C.— ¿Se retomaba, así, el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza? J.A.M.R.—En parte. La verdad es que, acabada la guerra, hubo un intento de asimilar todos los elementos positivos que había en la Institución, y sobre todo en la reforma educativa de la Institución, a un espíritu nuevo y distinto que, de alguna manera, los fecundara. Creo que no se ha valorado lo suficiente ese intento. J.M.M.— ¿Cree usted, para terminar, que desde entonces hemos retrocedido en materia de educación y cultura ? Un signo de ese posible retroceso sería la paulatina desaparición de asignaturas humanísticas en el Bachillerato. ¿Cuál es su diagnóstico al respecto? J.A.M.R.— En España se está produciendo un contraste entre, por una parte, ese deterioro al que os referís (nuestros licenciados no saben, por ejemplo, dónde está el cabo de Hornos ni en qué siglo vivió Galileo), y, por otra, la evidente extensión de la educación en sus niveles medios. Hoy vas a un pueblo andaluz y, probablemente, tienes con quién hablar, porque la gente sabe cosas y está interesada en aprender cosas. Pero el auge económico no se ha correspondido con un adecuado desarrollo cultural. L.A. de C.— Has mencionado el caso de licenciados que desconocen dónde está el cabo de Hornos y cuándo vivió Galileo. Sin un conocimiento básico de la geografía y de la historia no hay cultura que valga… J.A.M.R.— Me alegro de coincidir contigo en eso. Yo siempre digo que el que no sepa situarse en el espacio y en el tiempo no está situado en el mundo.

Catedrático emérito de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y profesor Eminent Senior en UNIR. Fue director del Instituto de Economía de Mercado, Senior Associated Member del St. Antony’s College de la University of Oxford y presidente del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid.