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Vincent Van Gogh es hoy en día uno de los pintores más valorados de la Historia del Arte. Sus obras han alcanzado precios de más de 80 millones de euros[1]; su museo en Amsterdam es visitado anualmente por 1,5 millones de personas, “convirtiéndolo en uno de los 25 museos más populares del mundo”[2] y la exposición multimedia realizada sobre este artista, “Van Gogh alive”, se ha convertido en la exposición multimedia más visitada del mundo[3]. Sin embargo, es probable que todos esos visitantes no se hayan acercado al libro que mejor nos permite conocerlo. Este libro es la recopilación de las cartas que Vincent escribía a su hermano pequeño, Theo Van Gogh[4]. La mayor parte están escritas en el periodo en el que ambos hermanos llegaron a un acuerdo: Theo, desde París, trabajaba como marchante de arte, y le enviaba dinero a Vincent que, asentado en Arlés, en una pequeña “casa amarilla” empezaba a dedicarse por completo a la actividad artística. En estas cartas, Vincent describía a Theo su entusiasmo al poderse dedicar a la pintura y sus intentos por perfeccionar su estilo. Sus primeras experiencias son conmovedoras: “estoy bastante seguro de que, viendo estas dos pinturas, nadie creería que son los primeros estudios que he pintado. Para ser sincero, yo mismo estoy sorprendido”[5]. Sin embargo, este entusiasmo va mezclándose con la angustia por vivir del dinero de Theo, que le lleva a enviarle cuentas económicas revisadas y puntualizadas hasta la extenuación, alternando la queja por contar con poco dinero con semanas enteras en las que solo tomaba café y fumaba porque no se atrevía a pedir más dinero a su hermano. Y, poco a poco, las cartas reflejan cómo va a apoderándose de él el miedo, el miedo a la locura que sentía crecer dentro de sí sin poderlo remediar.

Entre todo este frenesí de temas, en las cartas se van colando también los libros que leía. Sorprende comprobar que Vincent era un gran lector, con aficiones diversas, buena memoria para recordar fragmentos y un gusto extraordinario para escoger libros. No hay en él referencias a literatura folletinesca o de mala calidad: todos los autores que cita forman parte hoy de la Historia de la Literatura Occidental. Las referencias a los libros surgen a propósito de un tema sobre el que escribe a su hermano, o a veces descontextualizados, como si el recuerdo del libro acabara de cruzar por su cabeza. De la mayoría hace alguna breve referencia y se detiene en un detalle: una descripción, un suceso, la forma de representar una escena… No hay en sus descripciones nada genérico ni abstracto: lo que le gusta o disgusta de cada libro es tan concreto como sus jarrones con girasoles, sus cipreses o sus campos de trigo.

De hecho, en ocasiones el recuerdo de la escena de un libro será para él la inspiración al decidir pintar un cuadro. Cuando se trasladó a Arlés, Vincent vio que se encontraba solo a unos 15 km. de Tarascón, lo cual le trajo inmediatamente el recuerdo de los libros de Alphonse Daudet sobre Tartarín de Tarascón. Así, al encontrarse en la posada la diligencia que hacía el viaje Arlés – Tarancón, Vincent se emocionó: ¡era la misma diligencia que se describía en las novelas de Tartarín! Y lleno de entusiasmo se dispuso a pintarla: “¿Has releído ya el Tartarín? ¡Ah!… ¡No lo olvides! ¿Te acuerdas en Tartarín la queja de la vieja diligencia de Tarascón, esa página admirable? Y bien, termino de pintar esta carroza roja y verde en el patio de la posada” (p. 13). Van Gogh se volcará en este cuadro hasta el punto de agotar su vista, y le escribirá a su hermano: “Perdona estos croquis tan malos; estoy obsesionado con la pintura de esta diligencia de Tarascón y veo que no tengo la cabeza para dibujar…” (pp. 14-15). Y aún volverá sobre el tema meses después: “¿Llegaste a ver el estudio que pinté de la diligencia de Tarascón; aquélla que como sabes se menciona en Tartarín cazador de leones?” (p. 59).

Pero Vincent no se quedaba solo en los aspectos más pictóricos de la obra de Daudet. La figura de Tartarín le fascinaba, y le producía un sentimiento contradictorio: a veces se rebelaba contra su vacua imaginación y otras le atraía su dinamismo, su capacidad de embarcarse en locas aventuras. El primer sentimiento se lo expresa a su hermano a propósito de Gauguin muy poco después de la violenta ruptura entre ambos pintores. Como es bien sabido, Gauguin se había trasladado a la casa de Van Gogh en Arlés para trabajar juntos, pero la situación acabó en una violenta discusión en la que Van Gogh sufrió la mutilación de su oreja y Gauguin abandonó Arlés. Ya algo recuperado, Vincent escribió a Theo muy disgustado por la actitud de Gauguin: se quejaba de que éste se había inventado un drama de la nada, complicando innecesariamente el relato de su discusión, y le confiaba a su hermano que así era, en el fondo, la personalidad de Gauguin, irresponsable y exagerado: “Me tomo quizás todas estas cosas demasiado a pecho y siento tal vez demasiada tristeza. ¿Habrá leído alguna vez Gauguin Tartarín en los Alpes y recordará al ilustre camarada tarasconés de Tartarín, que tenía tanta imaginación que había concebido de pronto toda una Suiza imaginaria? ¿Se acuerda del nudo en una cuerda encontrada en lo alto de los Alpes, después de la caída? Y tú, que deseas saber cómo han sucedido las cosas, ¿has leído ya el Tartarín por completo? Esto te enseñará a reconocer a Gauguin” (p. 59).

Pero Tartarín, como hemos dicho, no es solo el irresponsable fantasioso, sino también el “aventurero” lleno de proyectos y capaz, en cierto modo, de llevarlos a la práctica. En este Tartarín pensará Van Gogh cuando, disgustado ya con la población de Arlés, le dirá a su hermano que los hombres de la región le parecían perezosos y poco trabajadores: “El [trabajador] de aquí parece que trabaje con mano torpe y descuidada, sin ánimo”. Una cualidad que no esperaba de los paisanos de Tartarín: “esto deja las cosas más frías de lo que permite creer de Tartarín, que tal vez lleva ya muchos años expulsado con toda su familia” (p. 121).

Tartarín es para Vincent un recuerdo de sus lecturas juveniles, que le entusiasma y le entretiene. Sin embargo, la mayoría de los libros que lee Van Gogh en Arlés son de contemporáneos suyos, preferentemente de novela realista-naturalista. Así, en sus cartas irá citando a autores como Edmond (1822-1896) y Jules Goncourt (1830-1870), Jean Richepin (1849-1926), Guy de Maupassant (1850-1893), Émile Zola (1840-1902) y Honoré de Balzac (1799-1850).

A pesar de que estos autores son los más citados por Van Gogh, no parece que él comparta la negativa visión de la condición humana que subyace, en general, en la novela naturalista francesa. De Richepin, por ejemplo, comenta que acaba de leer la novela Césarine, de la que aprecia algunos detalles: “tiene cosas muy buenas; la marcha de los soldados en desbandada, cómo se siente su fatiga; ¿no marcharemos así también sin ser soldados algunas veces en la vida? La querella del hijo y del padre es muy desgarradora; pero es como La liga, del mismo Richepin; creo que esto no deja ninguna esperanza” (p. 19). Esta desesperanza la contrapone con otro autor, Maupassant, quien sí dejaba abierta una puerta a la esperanza: “mientras que Guy de Maupassant, que ha escrito cosas de verdad tan tristes, al final hace acabar las cosas más humanamente (…) ¡Vaya! Prefiero mucho más a Guy de Maupassant que a Richepin, porque es más consolador” (pp. 19-20).

Una reflexión muy similar realiza comparando dos obras de un autor anterior: Voltaire. Las obras son Zadig y Cándido. Y Vincent comenta cómo se encontraba, no ya leyendo, sino releyendo a este autor: “he releído con mucho gusto Zadig o el destino, de Voltaire. Es como Cándido. Ahí, al menos, la fuerza del autor hace entrever que queda una posibilidad de que la vida tenga un sentido” (p. 124). En Voltaire, además, encuentra un antídoto frente a la fantasía sin límites que ejemplificaba Tartarín: “es tranquilizante que, por ejemplo, Voltaire, nos permita la libertad de no creer absolutamente en todo lo que imaginemos” (p. 131).

La idea de la esperanza y la consolación también la encuentra en otro autor contemporáneo: Émile Zola. Reflexionando en una carta a Theo, Vincent le cuenta que solía hablar con Gauguin (y Bernard) de una idea común: la idea de que sus obras permitan expresar “una naturaleza de campo más pura que los arrabales, los cabarets de París. Se busca pintar seres humanos, igualmente más serenos y más puros que los que Daumier tenía bajo sus ojos” (p. 122). Pero no está seguro de lograr culminar esa empresa, que sí reconoce que ha logrado, en la literatura, Zola: “Quizá leyendo a Zola continuemos emocionándonos con el sonido del puro francés de Renan, por ejemplo” (p. 122). Y esta reflexión le permite concluir su línea de pensamiento: “Gauguin, Bernard y yo quizá quedemos en el camino, no venceremos; pero tampoco caeremos vencidos; quizás estemos aquí no el uno para el otro, sino para consolar o para preparar una pintura más consoladora” (p. 122-123).

De Balzac, Van Gogh asegura haber leído dos libros: Eugenia Grandet y El médico rural. Justo a continuación de su comentario sobre Richepin, Van Gogh añade: “Actualmente acabo de leer Eugenia Grandet de Balzac, la historia de un aldeano avaro” (p. 20). Sin embargo, no añade ninguno otro comentario, ni valoración, ni detalle que se le quede grabado en la memoria. Pero sí parece interesarse más por otra obra de Balzac: “Leo en este momento el Médico rural de Balzac, que es muy bello; hay allí una figura de mujer, no loca, pero muy sensible, que es muy encantadora; te lo enviaré cuando lo haya terminado” (p. 107). La figura de esa mujer es un espejo para Van Gogh, que sigue resistiéndose a reconocer su locura: “Sigo creyendo que sobre todo es una enfermedad del Midi lo que atrapé, y que el regreso aquí bastará para disipar todo” (p. 165), escribirá más tarde desde Auvers. Vincent sabía que, como esa mujer, él también era muy sensible y que tal vez su sensibilidad no tuviera que derivar necesariamente en locura.

Van Gogh no solo se siente identificado con este personaje de Balzac, sino también con los protagonistas de Los hermanos Zemgamno, de los Goncourt. El libro narraba la historia de dos hermanos, Gianni y Nello, que trabajan como acróbatas en el circo. Nello, tras un accidente, debe dejar el trabajo en el circo. Gianni, dividido entre su pasión por su profesión y el amor a su hermano, decide abandonar también el circo para no separarse de su hermano. Vincent se ve reflejado en este relato, aunque su caso es el inverso: es su hermano Theo quien se sacrifica alejándolo de sí para que pueda convertirse en un gran pintor. Y Vincent sabe que su respuesta no debe ser dejar la pintura, como Gianni dejó el circo, aunque siente el peso de depender económicamente de su hermano: “Aun después de haberlo leído, el único temor que tengo es el de pedirte demasiado dinero” (12). Cuando además su hermano contraiga matrimonio y tenga, poco después, un niño, el temor de Vincent se convertirá en un peso indescriptible, al sentir que el dinero que su hermano necesitaría para mantener a su familia se lo está enviando a él.

Hacia el final de su vida, Vincent va dejando de citar a autores contemporáneos y vuelve sus ojos hacia los clásicos, pidiéndole a su hermano que le haga llegar nada menos que las obras completas de Shakespeare en inglés: “Lo que sí me sería muy agradable tener aquí, para leer de cuando en cuando, sería un Shakespeare. Hay a un chelín “Dicks shilling Shakespeare”, que está completo. Las ediciones no faltan y creo que las baratas no son muy distintas de las más caras. En todo caso, no querría que costaran más de tres francos” (p. 23). Su hermano le envió los libros prontamente y, en la siguiente carta, Vincent ya puede contarle algunas reflexiones sobre estos libros que, por cierto, no ha ido leyendo “de cuando en cuando”, sino compulsivamente: “Te agradezco muy cordialmente el Shakespeare. Me ayudará a no olvidar el poco de inglés que sé; pero, sobre todo, es tan bello. He comenzado a leer la serie que más ignoro; lo que en otro tiempo, por andar distraído en otra cosa o por no tener tiempo me era imposible leer: La serie de los reyes; he leído ya Ricardo II, Enrique IV y la mitad de Enrique V. Yo leo sin reflexionar si las ideas de la gente de aquellos tiempos son las mismas que las nuestras, o qué resultan cuando se las contrapone a las creencias republicanas, socialistas de nuestro tiempo, porque las voces de esa gente que en el caso de Shakespeare nos llegan desde una distancia de varios siglos, no nos parecen desconocidas. Son tan vibrantes que parece que se las reconoce y ve”. A Vincent no le interesan las disquisiciones sobre el pensamiento socio-político de Shakespeare y su comparación con el mundo actual. A Van Gogh le interesan dos cosas: la pintura y las personas. Y aplica la lectura de Shakespeare a ambos intereses alumbrando una brillante comparación entre la visión del ser humano de Shakespeare y de Rembrandt: “Así, lo que sólo o casi sólo Rembrandt tiene entre los pintores, esa ternura en la mirada de los seres que vemos, (…) esa ternura afligida, ese infinito sobrehumano entreabierto y que entonces parece tan natural, aparece en Shakespeare repetidas veces. Y luego, los retratos graves o alegres, tales el Six y el Viajero y la Saskia; es sobre todo aquí, donde alcanza la plenitud…” (p. 125-126).

Y, mientras continúa leyendo distintas obras de Shakespeare, tanto comedias como dramas históricos, empieza a volver sus ojos hacia autores aún más antiguos: “Me he divertido mucho ayer leyendo Medida por Medida. Después he leído Enrique VIII, donde hay pasajes tan bellos, como, por ejemplo, aquel de Buckingham y las palabras de Wolsey después de su caída. Veo que tengo la oportunidad de poder leer o releer esto a mis anchas, y después espero leer por fin Homero” (p. 127).

Sin embargo, a pesar de indicar que tiene “la oportunidad de poder leer o releer esto a mis anchas”, la realidad es que no volvemos a encontrar referencias a que leyera más libros desde la escritura de esta carta (5 de julio de 1889) hasta su muerte, que tuvo lugar casi justamente un año después. Su sueño de remontarse a lo inicios de la literatura coincide con el final de su vida como lector.

Es posible que Vincent sí que leyera más obras ese año y que simplemente no escribiera sobre ellas a su hermano. Pero parece más probable que en ese tiempo hubiera abandonado su interés por la lectura. Le había ocurrido también en otros momentos de nerviosismo o más intensidad de trabajo. Por ejemplo, durante los dos meses que Van Gogh vivió con Gauguin, por ejemplo, no hace referencia a que leyera ningún libro. Y el último año de su vida fue un año frenético, en el que sufrió ataques cada vez más frecuentes, decidió abandonar Arlés y se trasladó a Auvers-sur-Oise, donde pintaba sin descanso cuadro tras cuadro. Sus últimos meses de vida son una etapa de creación artística abundantísima, pero de alejamiento cada vez mayor de la realidad. Y ese alejamiento será el que acabe conduciéndole a la muerte en julio de 1890.

Probablemente, la ausencia de referencias a la lectura durante ese periodo sea un reflejo de ese alejamiento de la realidad, pero podríamos incluso suponer que el abandono de los libros precipitó aún más el frenesí del último periodo de la vida de Van Gogh. En efecto, Claudia Schvartz, autora del prólogo del libro Últimas cartas desde la locura, sintetiza ese papel de los libros para Van Gogh como ancla que le mantiene sujeto a la realidad: “sólo los libros lo distraen de su obsesión” (p. 5).

Los libros pueden aportar a la vida un sentido que la enriquece. Aunque la situación es diferente, el psiquiatra Viktor Frankl también atribuye a un libro el sentido que le permitió sobrevivir en los campos de concentración nazis, en este caso, un libro escrito por él: “Cuando fui internado en el campo de Auschwitz me confiscaron un manuscrito listo para su publicación. No cabe duda de que mi profundo interés por volver a escribir el libro me ayudó a superar los rigores de aquel campo (…). Estoy convencido de que la reconstrucción de aquel trabajo que perdí en los siniestros barracones de un campo de concentración bávaro me ayudó a vencer el peligro del colapso”[6].  En los libros, propios o ajenos, encontramos “otro yo”, como un espejo que nos refleja, en el que nos reconocemos, y que nos da respuestas sobre nuestro sentido más profundo. Como indicaba en esta misma revista Javier Aranguren, “los grandes libros nos cuentan nuestra propia historia. Su lectura nos sirve para encontrar la narración de nuestra propia vida”[7].

En el caso de Van Gogh, parece como si fuera encontrando en los libros la razón que la locura le iba quitando. Los libros le permitían encontrar explicaciones al comportamiento de personas como Gauguin (Tartarín) o su propio hermano (Los hermanos Zemgamno), encontrar una consolación y esperanza que calmaban su miedo a caer en la locura, emocionarse con pequeños detalles que quedaban grabados en su memoria, inspirarle temas y figuras que representaba en sus obras. En las duras realidades descritas por los autores naturalistas, en el irónico racionalismo de Voltaire, en el luminoso humor de Daudet, en la profunda humanidad de Shakespeare, Van Gogh encontraba la narración de su vida, recogida en detalles que brillaban en su memoria con la misma intensidad que el colorido de su pintura.

 

[1] https://www.abc.es/cultura/arte/abci-ultimos-cuadros-gogh-vendido-813-millones-dolares-trepidante-subasta-201711140935_noticia.html
[2] https://www.amsterdam.info/es/museos/van_gogh_museum/
[3] https://www.diarioinformacion.com/cultura/2018/07/04/exposicion-van-gogh-alicante/2039700.html
[4] Salvo que se indique lo contrario, la edición manejada para este ensayo es Van Gogh, V. (1999). Últimas cartas desde la locura. Barcelona: El Aleph. En las referencias literales del libro se indicará únicamente la página para facilitar la lectura del texto.
[5] Van Gogh, V. (1913), Letters of a post-impressionist. Boston And New York: Houghton Mifflin Company. Disponible en https://www.gutenberg.org/files/40393/40393-h/40393-h.htm (traducción de la autora). El original dice así: “I feel quite certain that, on looking at these two pictures, no one will ever believe that they are the first studies I have ever painted. Truth to tell, I am surprised myself”.
[6] Frankl, V. (1991). El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder (versión electrónica).
[7] https://www.nuevarevista.net/revista-lecturas/la-literatura-admirable/