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Durante muchos años, puede decirse que desde que terminó la Guerra Civil, se ha mantenido que de los dos bandos en liza uno representaba la razón y las ideas y el otro la fuerza; una izquierda culta y una derecha barbárica. Los de una parte, generosos, románticos e idealistas; los de la otra, por el contrario, calculadores, insolidarios y brutales.

Según el estereotipo, la izquierda aportó a la guerra, junto a sus más o menos desorganizados ejércitos, un nutrido grupo de poetas, artistas e intelectuales, entre los que se contaban no pocos de sus políticos. El mismo tópico nos habla de una derecha sometida a un militar de carrera cuyo único mérito fue la suerte y la ayuda internacional. Esta clase de lugares comunes hizo fortuna entre los mismos protagonistas de la tragedia.

El éxito de las etiquetas

Para los intelectuales de izquierda, las ideas que sostenían a la derecha eran una versión, castiza y un tanto delirante, del fascismo y nazismo del momento. A su vez la derecha pagaba a la izquierda con una irritante arrogancia, no exenta de complejo de inferioridad, sosteniendo que justamente el intelectualismo y liberalismo de izquierdas les había llevado, primero, a la destrucción de España y, más tarde, a perder la guerra. Una vez más éramos testigos del intento que trataba de oponer la España de Sancho a la de don Quijote, la España del tocino a la del hombre al que de tanto leer se le secaron los sesos. La derecha, desde entonces, vio en los intelectuales una cepa de virus capaz de rebrotar en cualquier momento, por lo que gastó parte de su dinero y su tiempo en fumigarla cada cierto tiempo. La izquierda se creyó por ello legitimada a detentar la titularidad de la cultura y cualquier manifestación intelectual. Como siempre, los que pensaron que ambas Españas eran y participaban de una misma realidad y sustancia, estaban en minoría.

Se les llama «comunes» a ciertos lugares por la frecuentación de que son objeto. Tras la guerra, a los derrotados solo les quedó la palabra, que defendieron en cien foros y revistas, hasta la afonía. La verbalización de su derrota incluso llevó a muchos a creer, al cabo de los años, que eran ellos, a pesar de las evidencias, los únicos vencedores. Como lo que estaba en litigio era la herencia de España, se creyeron los únicos y verdaderos herederos. Los vencedores trataron, por su parte, de neutralizar tales verbalizaciones con sus proclamas triunfalistas y sistemáticas. Es decir, sustituyeron la palabra por los «gritos de rigor». Como se puede imaginar, tal estado de cosas no favoreció una clarificación de las posturas y a la guerra en el campo de batalla ha seguido la guerra en el campo de las ideas.

Los supervivientes de aquella guerra se han mirado con desconfianza y su misma participación en los hechos les ha impedido juzgarse con objetividad y comprenderse. Por otra parte, la mayoría de los herederos de estos supervivientes no han sido por lo general más dialogantes que ellos. Siguen dividiendo España en vencedores y vencidos.

Queda la reconciliación intelectual

Pero las conductas humanas son más complejas, de la misma manera que las obras de escritores y artistas exceden, por fortuna, a las ideologías. Ni todo el romanticismo ni toda la generosidad las encontramos en una parte, ni podemos decir que la otra sea un yermo donde no se encuentra rastro del espíritu más libre. No hay una España de hombres decentes y otra de asesinos, una de poetas y otra de poetastros, una de intelectuales y otra de charlatanes.

Así como en la vida civil la reconciliación es hoy un hecho, en la vida intelectual España es todavía una tierra de vencedores y vencidos, solo que en esta España los vencedores son los vencidos de la otra. Lo hemos dicho muchas veces: la España de aquéllos que al ganar la guerra perdieron los manuales de literatura, las salas de los museos, el honor de la memoria.

Restituir a cada uno su lugar conforme a sus ideas y sus obras es tarea que aún está por hacer en el terreno del pensamiento. No tanto dividir, sino unificar a los que por encima de sus ideas políticas y sus biografías fueron, en cualquier parte, románticos, generosos y limpios de corazón. Una sola nación de verdaderos escritores, artistas e intelectuales, para dejar a los mistagogos y charlatanes de los dos bandos su verdadera patria, la del olvido, con sus cruces de hierro y sus enseñas de Lenin.

Pero hay algo más triste todavía: la sospecha de que esto que decimos de 1936, pueda ser aplicado en 1996. La convicción que tienen la mayor parte de nuestros intelectuales de que cultura e izquierda es algo indivisible, cosa que sostienen con aquella glotonería que hacía sonreír a Baroja cuando decía del periódico El Pensamiento Navarro: «o es pensamiento o es navarro». La cultura no es de nadie. Si acaso, de apátridas y seres desdichados, o sea, esos que por lo general no sirven, mientras están vivos, para hacer política ni de derechas ni de izquierdas. Otra cuestión es cuando están muertos.