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Aunque pueda costar reconocerlo, especialmente a quienes lo aman, El teatro se ha convertido en un arte selectivo, como puedan serlo la danza o la ópera. No siempre fue así o, al menos, no lo fue de manera tan rotunda. Pero si se recuentan los aforos actuales y la recoleccion de taquilla y se descuenta el esfuerzo proteccionista, o tal vez paternalista, que los organismos públicos dispensan al teatro, puede quedar bastante claro, mal que nos pese, que se trata de una afición en retroceso, que ha dejado de conmover a públicos cuantiosos. Hoy el teatro puede dividirse en dos: el teatro literario, con la mirada puesta en la tradición cultural selectiva, y el género popular de la revista y el vodevil. Esta bipartita división sustituye a la división tripartita imperante hace dos y tres decenios, cuando todavía los autores, los críticos y también el público más aficionado, se permitían apostar por un teatro experimentalista o vanguardista cuyo objetivo pretendía servir simultáneamente a los nobles intereses del arte y a los justos intereses populares. De Madre Coraje al Marat -Sade puede trazarse toda una pujante tendencia innovadora que trataba de elevar el compromiso político elevar el compromiso político a cultura escénica y porfiaba por identificar el rigor estético con la conciencia de clase. Las pretensiones de este tercer apartado han quedado definitivamente listas para sentencia; o tal vez sea más realista decir, que la sentencia ha sido ya dictada y aplicada contra esta pretensión de distinguir una cultura burguesa institucionalizada, de una cultura dramática reivindicativa y emancipatoria. Los elementos son hoy más simples, y la afición al teatro apenas si da para satisfacer una veintena de salas privadas y una docena de escenarios subvencionados.

Afición en retroceso

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Los datos deberían llamar la atención a los sociólogos y críticos. Se trata de la misma ciudad, pero multiplicada su población por dos, incluso por cuatro veces, si nos remontamos a la época de la República. Pero la distinción entre espectáculos de masa y artes escénicas se ha hecho más profunda y tajante. Las industrias cinematográficas y del vídeo han desplazado, con la incondicional colaboración de los espectáculos deportivos (…) la afición al teatro a ambientes muy seleccionados y, a veces, profesionalizados. El teatro queda reservado a servir de escuela insustituible para el adiestramiento del actor, de mecanismo de selección y de realización de la capacidad histriónica, de método catártico de un público tanto más selecto cuanto más tiende a enflaquecer. Esto no ocurre sólo en Madrid, naturalmente, pero en Madrid ocurre probablemente de manera más llamativa. Londres, París, Nueva York siguen conservando el gusto, la afición y el interés. Los grandes artistas del cine tratan de demostrar su dominio en la confrontación directa del público en los escenarios. Las escuelas de arte dramático no están separadas de las carteleras. Para decirlo más expresivamente, Broadway sigue siendo Broadway, pero el centro madrileño no tiene que ver con lo que fue. Por último, la televisión y la expansión de la industria del vídeo no han favorecido al teatro. No hay más que ver los programas de televisión para comprobar su total olvido del actor, del autor y de la obra.
Tal vez sea éste uno de los asuntos más importantes que deben tenerse en cuenta. La televisión española, a pesar de haber abierto tres puertas a las cadenas privadas, es en su mayor parte pública. No hay ninguna razón que justifique la competencia (no leal y no competitiva puesto que no afronta riesgo alguno) que la televisión pública hace a la televisión privada. La empresa pública, y menos la de comunicación e información, no se justifica por su competitividad, entre otras razones porque nunca podrá demostrar que es competitiva. La justificación de una televisión pública, si la hay, tiene que proceder de otras fuentes. Sin duda que una atención a los contenidos de la programación inspirada en motivaciones no comerciales, podría ser la única justificación (…). Pero curiosamente, contando como se cuenta en la mayor parte del territorio nacional con tres canales públicos de televisión, se ha marginado en todos la programación cultural y literaria. En estos momentos la atención por la escenificación de obras literarias y teatrales ha sido excluida de las televisiones públicas, incluso de las autonómicas, lo que es todavía más sorprendente y paradójico. Me limitaré a hacer algunas observaciones sobre la Comunidad madrileña que es la que conozco mejor, pero estoy persuadido de que pueden generalizarse sin excepción, en un grado u otro.

El teatro y la comunidad

Desconozco el presupuesto que la Comunidad de Madrid dedica a actividades teatrales, pero debe ser muy alto, y no se trata ahora de criticar si es o no excesivo. Repasando las carteleras se puede comprobar que un tercio de las salas teatrales abiertas en distintas zonas o en pueblos de los alrededores de Madrid y que figuran como centros culturales, están financiados por el presupuesto de la Comunidad. En algunas de ellas, la programación nada o poco tienen que ver con el teatro, pues se trata de conciertos de guitarra o de recitales flamencos. En otras, las más significativas e importantes, sí se ofrecen representaciones dramáticas. Si a ellas se añaden las compañías municipales, como el Centro Cultural de la Villa y el Galileo, más el Teatro Español, se puede contar una docena de espectáculos teatrales financiados entre Ayuntamiento y Comunidad.
Es considerable, pues, el esfuerzo presupuestario y la atención que algunos organismos públicos dedican al patrocinio del teatro. Se supone que tal dedicación obedece a alguna convicción acerca del interés cultural e instructivo del teatro. Pero si esta convicción fuera sincera y coherente, el esfuerzo no quedaría limitado a una promoción marginal que casi tiene un sentido dadivoso, del que viven algunas compañías y algunos actores, siempre en espera del bondadoso bolsillo público. Si fuera realmente sincera, no se limitaría a esa manutención ocasional sino que arriesgaría utilizando los medios más adecuados e idóneos para renovar y difundir la afición del teatro en las clases populares. Pues también, hay que tenerlo en cuenta, el canal de Telemadrid se financia a cargo del presupuesto público. La referencia a la publicidad privada tiene más de competencia desleal a la televisión privada que de método de financiación de una televisión pública que ha abdicado de su función pública, es decir, de actuar como un servicio de difusión cultural y popular.
La afición por el teatro que da en estos momentos dependiente de la financiación pública, al menos en lo referente al teatro literario, en el cual hay que considerar ya absorbido ese tercer componente de la creatividad teatral, al que antes hice referencia y que pretendió distinguirse del teatro literario burgués caracterizándose como teatro crítico. Puede considerarse que esa absorción es uno de tantos efectos disolventes de la postmodernidad y un síntoma más que añadir a los importantes signos de que el proyecto de una cultural humanista integral y autosuficiente, orientada a cooperar con los programas de desalineación política humana, ha quedado definitivamente disuelta. En las carteleras de fin de temporada no hay más muestra de ese tipo de tradición, que quiso hacer compromiso del experimentalismo, que en las dos obras del francés Bernard Koltès, Combate de negro y de perro y En la soledad de los campos de algodón. Koltès, recientemente fallecido, fue un escritor experimental y exigente, que trató de hacer del diálogo y de la palabra dialogada, un valor en sí mismo, recogiendo la herencia del teatro del absurdo, el experimentalismo y del teatro discursivo. No deja de ser curioso que lo más moderno resulte ser una vuelta al teatro postexistencial. Pero lo significativo es que las dos obras de Koltès, simultáneamente representadas, pasaran sin pena ni gloria entre el público y apenas consiguiese agrupar a los aficionados incondicionales y a los previamente convencidos.

Fin de temporada

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El balance de fin de temporada, no presenta precisamente a Koltès y el teatro experimental como gran triunfador. Si hay que hacerse eco de la verdad reflejada en las taquillas por el favor del público, la triunfadora de la temporada ha sido una vez más Lina Morgan, con El último tranvía. Es el exponente de ese teatro que no es teatro, sino más bien vodevil y que queda afianzado como correlato del gusto popular. Si hay teatro popular que armonice con los deseos populares espontáneamente, es éste. Lina Morgan conoce el oficio, sabe halagar y gratificar los gustos de su clientela, menos refinados y tal vez inconsistentes, pero devotos y agradecidos a sus indudables dotes histriónicas.
Entre los triunfadores pueden contarse los nombres de Alonso Millán y, sobre todo, Manuela Reina, que ha conseguido mantener dos obras durante la temporada. Alta seducción en especial, ha merecido una respuesta muy favorable del público a pesar de que la crítica se haya andado cicatera y con regateos. Pero aquí, en el ambiente de la comedia, hay que ir prescindiendo de los viejos «tics» del crítico teórico y dogmático, presto a situar sus criterios normativos por encima de las aficiones del común.
En el otro apartado, el del teatro literario, se pueden destacar los triunfos de La guerra de nuestros antepasados que se despide, por fin de temporada, hasta septiembre. La dramática pieza de Miguel Delibes se ha mantenido bien en el Bellas Artes y promete iniciar el nuevo curso con fundamento. En cuanto al teatro clásico se pueden destacar importantes éxitos, en especial el de El vergonzoso en palacio, por la Compañía Nacional de Teatro Clásico en el Teatro de La Comedia, y el Hamlet montado por el Centro Dramático Nacional con la colaboración interpretativa de José Luis Gómez, y Las mocedades del Cid, que inició la aventura, cuando ya acababa la temporada, con buen pie. Se trataba de la primera muestra de Gustavo Pérez Puig como director de El Español. Pérez Puig consiguió un montaje ágil e interesante y entre sus méritos hay que reseñar el de haber conseguido convencer a José María Rodero para que, después de cuatro años de ausencia, volviera a las tablas. Ya avistando el verano se estrenó por el Centro Dramático Nacional La Orestíada, en versión de Alvaro del Amo, un escritor con más experiencia en el guion cinematográfico. Un cartel de actores realmente interesante entre los que se puede citar a Berta Riaza y Andrés Mejuto, la dirección de José Carlos Plaza y una coreografía ambiciosa, pueden ser suficiente garantía para asegurar su permanencia.
Tal es, en suma, el desenlace de la temporada que acaba de terminar, y las reflexiones que a un comentarista que trata de mirar más allá del anecdotario, le han inspirado.
Luis Núñez Ladevéze es catedrático de la Complutense y periodista.
Doctor en Derecho, licenciado en Filosofía, catedrático de Estilística Aplicada, Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense