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Lev Nikoláievich Tolstói alcanzó a conocer el cine. El 28 de agosto de 1908, día de su octogésimo cumpleaños, llegó a Yasnaya Polyana el primer productor y cámara de cine en Rusia, llamado Alexandr Drankov, con una de aquellas máquinas que los señores Lumiére habían patentado poco antes en París. Tolstói conocía el prodigioso invento, había oído hablar de las pruebas efectuadas en el Ermitage, de la soirée con la familia del zar y del estudio cinematográfico que Drankov había abierto en San Petersburgo.

En la heredad familiar donde transcurrieron la mayor parte de los días del escritor, el operador de cine instaló un trípode frente a la mesa del jardín, bajo el roble, donde los Tolstói solían reunirse cada día. El servicio depositó varias fuentes de canapés y dos grandes heladeras sobre la mesa, entre la cubertería de plata; y tras comprobar que la temperatura a la que se serviría el málaga era adecuada, la señora Tolstói hizo un gesto para que los invitados se aproximaran con confianza a la mesa.

Lev Nikoláievich estaba nervioso, no sabía qué actitud adoptar frente aquel ojo de cristal que le observaba fijamente. Barrió con una mano las alas de su bigote y se llevó a los labios una copa rebosante de vino dulce, mientras miraba en tomo a sí a sus invitados: brindaría por la salud de ellos.

Escondido tras la cámara, Drankov consideró llegado el momento de empezar su trabajo. La máquina fue accionada y, con un ruido acompasado y monótono, el mecanismo del Kinemo, como se llamaba entonces al cine, echó a andar. De ese modo impersonal y frío, con un gesto hierático, casi de esfinge, la cámara sobre el trípode empezó a ganar para el anfitrión su segunda inmortalidad. Un solo título, Guerra y paz, le había garantizado, tiempo atrás, un lugar en la memoria de la humanidad. Pero la máquina de Drankov estaba realizando ahora otra, al registrar en una cinta de celuloide la figura, los movimientos, los gestos patriarcales con que Tolstói correspondía a sus invitados. A cada vuelta de la bovina, él se aseguraba una extraordinaria objetividad, la hasta entonces inédita forma de vivir infinitas veces sobre la pantalla.

El escritor, que no obstante su edad, disponía sin mengua de sus facultades mentales, comprendió que aquel instrumento científico podía coquetear con la musa cultivada por él durante años. Una cosa parecía evidente: que la curiosa máquina podía resolver del modo más simple el viejo problema artístico de la reproducción de la realidad en movimiento.

Tolstói sabía por experiencia lo que cuesta a un novelista trasladar a sus personajes de un lugar a otro, de un escenario al siguiente —una exigencia inexcusable cuando se quiere que la acción cobre variedad e interés en la imaginación del lector—. Las escenas de transición podían costarle al escritor largos párrafos, en ocasiones páginas enteras; pero con una de aquellas cámaras de cine el encadenamiento podía resolverse de un plumazo.

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Porque, vamos a ver: si el espectador ha de conocer, por ejemplo, la intención del héroe de marchar a la casa, o al pabellón de los sirvientes, bastaría mostrar, al fondo de la imagen donde aparece éste, la figura de uno u otro edificio para lograr este objetivo. Y cuando luego el héroe aparezca sentado junto a la chimenea, en la biblioteca, pongamos por caso; o acariciando el tupé de los caballos, nos ahorraríamos contarle al espectador el desplazamiento del héroe, porque la imaginación ya le habrá conducido hasta allí, sin necesidad de que secuencia alguna se lo mostrase.

-—¿Un poco de helado, señor?—un antiguo siervo, que atendía el servicio de la mesa, interrumpió los pensamientos de Tolstói.
—Eh… no, gracias, Semión Semiónovich, ya lo he probado; y estaba riquísimo, por cierto, puede usted decirlo en la cocina.
-—Gracias, señor; así lo haré, señor.
—Le agradecería no obstante se asegure que el señor Drarikov tendrá preparada su comida, tan pronto como termine él su trabajo…
—-Cómo no, señor, inmediatamente, señor.
El señor Drankov… —siguió meditando Tolstói—; en el caso de que el señor Drankov fuera capaz de reproducir o anticipar los movimientos de los cuerpos en el espacio, ¿no podría registrar del mismo modo, con no menos exactitud y veracidad, las manos, el rostro, los ojos de los personajes, todas aquellas modificaciones sensibles que revelan y nos hacen comprensibles las alteraciones que se producen en el interior de los humanos?. ¿No sería este invento capaz demostramos nuestras reacciones frente a los acontecimientos del mundo externo lo mismo, claro está, que nuestra actitud frente a los propios estados de ánimo, ante los propios fantasmas? Fabuloso hallazgo, la imagen cinematográfica: un lenguaje elocuente y multiforme, veloz y directo. E inmediatamente comprensible para todo el mundo, ¿quién no lo entiende? ¡Demonios, qué invento!
—¿Cómo dices, Lev Nikoláievich? —preguntó Sofía Andreyevna que, alejada hasta entonces de su marido por satisfacer el protocolo, le había oído expresar en voz alta lo que parecía un pensamiento, cuando ahora se hallaba próxima a él.
—Pensaba en las posibilidades creativas de ese invento, Sofía Andreyevna —respondió el maestro—. Habrá seguramente por ahí un poco más de málaga, ¿no es cierto, querida?

Era cierto, el nuevo medio prometía resultados expresivos sumamente atractivos, pero ¿podría un hombre octogenario como Tolstói afrontar este reto artístico, llegar a dominar esta modernísima técnica expresiva? Una cosa estaba clara y es que él no era un viejo. Sólo muy pocos años antes había aprendido a montar en bicicleta, y hasta tal punto se había encandilado con este medio de transporte, que ya apenas ensillaba los caballos de raza, los inmejorables pedigrí criados con primor en sus cuadras. No, Tolstói disponía aún de mucha energía. Pocos días en su vida se había visto privado de ella, y en pocos otros se vería inactivo. Contaba aún con tiempo suficiente para que una muerte cercana pudiera preocuparle. De hecho, cuando ella vino a buscarle, le encontró huyendo de su casa como un adolescente furioso, a muchas verstas de su familia. La energía nunca fue para él un problema, pues. Solamente que en los días en que el cinematógrafo se asentaba en Rusia, Tolstói no era ya un escritor, una persona ocupada en la creación artística. Hacía años que el eremita de Yasnaya Polyana, como se le conocía entonces, había renunciado consciente e irrevocablemente a los arrebatos artísticos, a la gloria de las letras.

Acabada Anna Karénina, Tolstói había publicado, en efecto, una Confesión donde revelaba sus íntimas decepciones; aquellas que le forzaban, entre otras cosas, a colgar los hábitos de escritor. Sentía que su pensamiento intelectual y sus compromisos morales habían alcanzado un punto sin equivalencia en su capacidad artística: que la novela no era ya para él un instrumento idóneo para dar forma a su evolución mental y ética.

Estas declaraciones corresponden de hecho al decepcionante final de Arma Karénina, tan sobrecargado de discursos filosóficos —kantianos— en boca del protagonista, tan retóricos y argumentativos que resultan un lastre para el progreso narrativo. La última entrega de la novela mostraba a un Tolstói incapaz de resolver su obra sin poner en labios de Levin, su alter ego, una ristra de sermones sobre el sentido racional de la vida, a la postre supernumerarios en la historia del adulterio de Karénina (la que, a esas alturas, llevaba la pobre varias páginas muerta).

Por eso el cinematógrafo no logró seducir al octogenario Tolstói. Su camino era el de la verdad, no el de la ficción; religiosa, la misión que a sí mismo se había impuesto después de esta Confesión, no mundana ni ansiosa de novedades, paradas militares y catástrofes, como se mostraba ya por entonces el cine. El anciano fundador de una nueva religión —la glorificación de la racionalidad y del amor— resistió al atractivo de la joven criatura francesa oponiéndole un simple pensamiento: si la forma en que la humanidad ha expresado sus progresos al menos durante dos siglos —la novela— se revela no apta para dar curso a mi progreso espiritual, ¿cuánto menos va a serlo este prodigio que empieza a hacer .su agosto, al parecer, en las ferias y en los salones mal ventilados al otro lado del Neva, donde se distraen los obreros?

Muy otras que las del conde fueron para Dostoyevski las cosas. En primer lugar, tras leer la última entrega de Anna Karénina y sin necesidad de aguardar a la consiguiente Confesión, Fiódor Mijáilovich comprendió que los muebles en la cabeza de este «historiador de la clase terrateniente», como le llamó a raíz de su Guerra y paz, no estaban en orden. A Dostoyevski le molestó, desde luego, que el héroe de aquella novela —un terrateniente filósofo apicultor— tomara a broma el impulso del pueblo ruso que marchaba espontáneamente a Belgrado para, junto a los serbios, combatir a los turcos.

Además, aunque él podía considerarse un pequeño príncipe (tan insignificante, bien es cierto, como su Mishkin), Dostoyevski fue el primer gran novelista que se decantó por la clase proletaria, es decir: el primero de los grandes que, no siendo señor de tierras, ni beneficiario de rentas, ni funcionario, ni comerciante, vivía de lo que publicaba. Como Mozart de su música, así dependió Dostoyevski económicamente de sus novelas.

Y por eso él, que era un Titán, tuvo que esperar a su madurez para poder rentar un tercer piso semiburgués, en un barrio del ensanche de San Petersburgo. Allí, su mujer y sus hijos le reservaban el silencio de una habitación no muy grande, que se transformaba por las noches en su laboratorio, en la mesa sobre la que creaba vida y daba expresión a los problemas acuciantes de la época en que vivía. El progreso imparable de la ciencia y de la cuestión obrera iba marginando, tal vez sin saberlo ellos mismos, a los novelistas terratenientes -—los gonchárov, los tolstói, los turguénev—, mientras el eterno endeudado colocaba a la novela en cimas jamás alcanzadas por la literatura rusa y, acaso con muy pocas excepciones, tampoco en otras letras de la gran familia humana.

Así que Dostoyevski no tuvo una hacienda familiar donde celebrar sus cumpleaños, ni su figura fue nunca inmortalizada por el cine. También es verdad que, muerto en 1881, no tuvo oportunidad de asomarse al nuevo medio, ni le cupo reflexionar sobre las promesas y amenazas que el cinematógrafo proyectaba sobre su oficio. Pero no sólo ni principalmente en esto —en no ser terrateniente, en no haber conocido el cine— se diferenciaba Dostoyevski de Tolstói.

En oposición a Lev Nikoláievich, Fiódor Mijáilovich nunca dejó de ser novelista. Sí hizo filosofía, sí hizo sociología, sí prestó atención a la ciencia, en grado igual, si no mayor, a como lo hiciera Tolstói; pero encontró una forma de escribir novelas que no sólo resultaba compatible con los nuevos saberes sino que, más bien, devino una manera original de ser filósofo, de ser sociólogo, de ser científico, sin dejar por ello de llamarse con propiedad novelista.

Fiódor Mijáilovich nunca desertó del escritorio. Cuando, en el invierno de 1880, los grises, inmóviles amaneceres de San Petersburgo le sorprendían encorvado sobre su mesa, garabateando las últimas escenas de Los hermanos Karamazov, a Fiódor Mijáilovich le ocupaba la misma tarea que en 1866, al concebir Crimen y castigo; la misma que en 1858, cumplida la condena en Omsk y entregada a la imprenta sus memorias del presidio; al cabo, la misma que en 1846, cuando acechaba con nocturnidad la casa de Belinski, seguro de sí mismo y del manuscrito que llevaba consigo. El escritor proletario no abandonó el único lugar en el mundo del que se sabía libérrimo señor y dueño absoluto. Publicado su discurso sobre Pushkin, que había pronunciado en Moscú ese verano ante una audiencia bastante combativa; publicado asimismo el discurso de Aliosha Karamazov ante la tumba del joven Iliushenka, Dostoyevski podía dar por pronunciada su palabra y de allí a muy poco, de hecho, disponerse a morir en su cama, rodeado de los suyos. Sus restos mortales fueron velados luego en su despacho, a los pies de su escritorio.

¿Qué hubiera pensado este genio del invento de los Lumiére? ¿Cómo se hubiera aproximado el autor de El idiota a este reproductor de formas en movimiento? ¿Qué posibilidades expresivas hubiese descubierto en el cinematógrafo?

A responder a estas preguntas; a lograr que aquel invento de 1895 llegara a ser, en el siglo XX, lo que la novela había alcanzado en el XIX de la mano de Dostoyevski, se consagró la obra del realizador soviético Andréi Arsénovich Tarkovski.

Nacido en 1932 en un país que podía, ya entonces, enorgullecerse de dos o tres obras cinematográficas maestras, Andréi Tarkovski asumió la responsabilidad de impulsar el cine soviético con los motivos de la gran literatura rusa. Se trataba de emplear el nuevo medio para formar, mano a mano con la novela, la pintura y la música, al «hombre orgánico del futuro». Un medio artístico, el más «pesado», según I. Bergman, que si en Occidente se explotaba para embellecer la epidermis solamente de la vida burguesa, podía no obstante ser tensado, puesto a prueba en las producciones del Estado socialista para ensanchar sus límites expresivos, para adueñarse de su potencial comunicativo. Andréi iba a obligar al cine a marchar a pasos de gigante, sin mirar hacia atrás, ajeno de todos los hábitos promedio. Una sola cosa era necesaria: huir de la mediocridad; una única meta importaba: el logro del sublime distintivo de la calidad artística.

[…] El ciudadano soviético Andréi Tarkovski hizo de la creación cinematográfica su idea. Quiso transformar ese invento científico europeo, desarrollado como industria lucrativa por los americanos, en un medio ruso de expresión artística. Era preciso consagrar la propia vida al cine, emplear en esta vocación formación, talento y estrella. […]

Filósofo. Profesor Titular de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid. Director de Nueva Revista entre 2000 y 2005