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Algo de arqueológico tiene toda empresa filosófica. Incluso, cabría sostener, sin arqueología no hay filosofía, y esa es probablemente una tesis que resultaría del gusto de Taylor. Al menos por dos razones. En primer lugar, porque para Taylor la comprensión y la autocomprensión tienen forma esencialmente histórica y, por tanto, narrativa. Y, en segundo lugar, porque la filosofía que hace Taylor entraña una peculiar búsqueda: la de principios que son «fuentes morales» al tiempo que principios de la propia identidad. A ello dedica su principal obra, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, (Sources ofthe Self. The Making of Modern Identity, 1989).

Para el filósofo de Quebec (nacionalista y católico para más señas), la dimensión arqueológica de la filosofía no implica la atemporalidad perenne del pensar y, mucho menos, del pensador. Taylor afirma su identidad de moderno como inesquivable e irreversible. Es más, «modernidad» significa para él, al menos en uno de sus sentidos principales, aquello en virtud de lo cual tiene -y tenemos- identidad con la forma de un «yo», y de ahí que la investigación sobre las fuentes del yo sea al mismo tiempo una investigación sobre las fuentes de la modernidad.

Además, Taylor se resiste a intentar y a concebir como posible la reposición de lo que denomina el antiguo «logos óntico» (el mutuo entrañamiento del pensamiento y la realidad en un logos común que es un orden previo y jerárquico), al tiempo que afirma que la modernidad contiene novedades cualitativas irreductibles a sus precedentes antiguos. Ambas posiciones, si bien no desactivan su actitud crítica respecto de buena parte de las inercias y precipitados modernos, sí que alcanzan para hacer depender el curso de su filosofía de un principio histórico de posibilidad: el que surge de la modernidad.

No se trata, sin embargo, de que Taylor sostenga un historicismo trascendentalizado. La cuestión es más bien esta otra, quizás un tanto más blanda, pero no menos interesante: seguramente nuestra posición resulta abandonable -en cierta medida- por parte del pensamiento, pero, en este caso, eso sería al menos una pérdida. Más en concreto, se trataría de la pérdida de una posición inédita: el «yo».

Aunque la identidad de la que habla Taylor es un descendiente no demasiado remoto del cogito cartesiano, el «yo» tayloriano (o como él preferiría, moderno) no es un sujeto trascendental o un «yo pienso en general», ni siquiera una simple razón que sirviera de mirador no ubicado. Se trata de un «yo» que consiste precisamente en ser situación, o como el propio Taylor sostiene, una posición: la fuente de cuanto tenga la nota de la autenticidad. Ésta es, por cierto, una de las tesis básicas que Taylor desarrolla en Etica de la autenticidad (The Malaise of Modemity, 1991) y que puede ser leído como una continuación de Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna.

Lo que Taylor quiere hacer ver es que intentar dejar de ser modernos es casi una posibilidad idiosincráticamente moderna, porque ese intento exige una agudización del poder y de la autonomía de la autoconciencia (o de la interioridad), y un desarrrollo de la conciencia histórica que ésta solo ha recibido de forma tan neta como uno de sus rasgos modernos.

Ese poder, o mejor, la forma aguda y moderna de ese poder, no es sin embargo nuevo o peculiarmente moderno por su intensidad, sino por haberse modalizado como una capacidad creativa y reveladora. En este punto Taylor concede una influencia decisiva al Romanticismo. Son las concepciones «epifánicas» o expresivo-románticas del arte las que han hecho de éste la mejor metáfora acerca de sí mismo con la que cuenta el hombre moderno. El hombre se revela a sí mismo en su obrar, y es ese espacio (que se abre de sí a sí mismo) lo que propiamente llamamos interioridad, cuyo dinamismo constitutivo es el yo moderno. Aquí protagonismo o «yo» no significa egotismo enfático, como pudo serlo para buena parte del Romanticismo, sino la afirmación de que la libertad entraña, también en sus dimensiones morales, necesaria y constitutivamente originalidad. Ésa es, probablemente, la noción clave que nos deja pensar el ideal moral de la autenticidad, tal y como lo concibe Taylor.

Sin embargo, la autenticidad tayloriana no es tanto una cuestión de originalidad como de originación. Taylor llama «fuente» al lugar de la originación que, por lo mismo, es también el lugar de la originalidad. Para Taylor, la autenticidad es a la filosofía moral lo que la originalidad a la estética, es decir, lo que incluye en una y otra la nota de la libertad, pero de una libertad que, por así decir, es constitutivamante idiosincrática. En ese sentido, más que las fuentes del «yo», lo que Taylor explora es el proceso de constitución del «yo» como fuente. Es una vida moral originada lo que abre el adentro que podemos llamar «yo» desde el que, a su vez, dicha vida moral puede originarse. Ese epifanismo o, si se quiere, creacionismo ontomoral no implica el neutralismo subjetivista para el que cualquier clase de vida es aceptable por el hecho de haber sido asumida como la propia. Más bien al contrario, Taylor sostiene que «los horizontes constituyen algo dado», es decir, que los espacios donde las decisiones y elecciones morales se hacen significativas tienen un cierto carácter previo, si bien constitutivamente abierto a su recreación. «Ser fiel a uno mismo, dice Taylor, significa ser fiel a la propia originalidad, y eso es algo que solo yo puedo enunciar y descubrir. Al enunciarlo me estoy descubriendo a mi mismo (…). En ello reside la comprensión del transfondo del ideal moderno de autenticidad».

UNA FILOSOFÍA MORAL (Y UN CRISTIANISMO) POSTNIETZSCHEANO

Más en concreto, Taylor sostiene que, por ejemplo, hay una sutil pero relevante diferencia en los mapas morales modernos y premodernos: «la situación existencial en la que uno puede temer la condenación, es muy diferente de aquella en la que uno teme, por encima de todo, el sinsentido».

Obviamente, desde el punto de vista cristiano, todas las demás posibilidades terminarán por reducirse de un modo u otro al par salvación- condenación. Pero quien sostiene esa posición ahora la protagoniza sobre un fondo sociocultural cuya novedad radica, precisamente, en que el dilema condenación-salvación no se sostiene sin su vinculación o, casi podría decirse, sin su cooperación. Precisamente, es esa vinculación lo que Taylor define como «yo»: una posición en un espacio moral que no sería tal, es decir, que no estaría ni siquiera abierto si el sujeto no tomara posición en su seno. Dicho de otro modo, ahora el cristiano coopera en la creación y sostenimiento del universo de valores cristianos. Como el propio Taylor sostiene, el hombre moderno no se limita a asumir un cuerpo de creencias predefinido, sino que «encontramos el sentido de la vida al articularla. Y los modernos son completamente conscientes de que mucho del sentido que está ahí para nosotros depende de nuestro poder de expresión. Descubrir, aquí, depende de la invención y está entretejido con ella». Para Taylor, el trazo constitutivamente moderno es el nuevo poder creativo de la interioridad del sujeto y la consiguiente profundización (como veremos, casi descubrimiento) de dicha interioridad.

Apurando la sugerencia de Taylor, casi cabría decir que el cristiano no puede serlo en el mundo moderno sin una cierta dimensión nietzscheana: la creación y afirmación de universos de valores. Es posible que en este punto Taylor aceptara la fórmula unamuniana respecto de la fe, si bien sin su típico énfasis disyuntivo: la fe es creer y crear, y esto es además peculiarmente cierto para el yo moderno que, según lo presenta Taylor, parece contener esa doble dimensión.

Evidentemente, el universo moral cristiano está en muy buena medida predefinido por Dios. Pero es que, aunque predefinido, ese universo se ha hecho -y se hace- el espacio para formas nuevas de realización como cristiano, es decir, para formas nuevas de santidad que ya no dependen para su viabilidad del estatuto objetivamente establecido de la actividad exterior (grados de perfección de las acciones y de las formas de vida), sino de la disposición interior y de la potencia expresiva que una interioridad sea capaz de darles y descubrirles, precisamente como parte de su vocación. En este punto es donde Taylor presenta -con cierto aire weberiano- a la Reforma luterana y a su reivindicación del valor de la vida corriente (desarrollado sobre los ejes de la producción y la reproducción o la profesión y el matrimonio), como otro de los lugares centrales en la gestación de la identidad moderna.

Tras las ideas de vocación o compromiso, que no son sino versiones matizadas de la «autenticidad», está el giro interiorizante que Taylor atribuye a la modernidad y que él mismo asume como propio. Un giro por el que el espacio de radicación del bien se ha desplazado desde la exterioridad de un cosmos cuyo orden contiene al ser humano, a una interioridad que busca fuera y dentro de sí misma lo que tiene la esperanza de poder poner: un orden respecto del que situarse, lo que siginifica a un tiempo vincularse a un bien y ser un «yo».

LA CONCEPCION ESPACIAL DEL «YO»

Taylor rechaza el objetivismo antiguo que sostienen las concepciones del logos óntico, pero también el neutralismo y el relativismo modernos, y frente a ambos plantea un estrategia que cabe denominar como la de un interiorismo no subjetivista. Es aquí donde la filosofía de Taylor toma el aspecto de un agustinismo desontologizado, que con frecuencia recuerda a las filosofías fenomenológicas de los valores.

Taylor señala a san Agustín como el primer hito filosófico en el descubrimiento occidental de la interioridad. San Agustín interiorizó el mundo de las ideas platónico sin abolir su vigencia exterior, es decir, óntica. Para san Agustín, Dios ocupa el lugar del bien platónico, pero no solo como clave del orden cósmico, sino también del orden interior del alma para la que Dios es más íntimo incluso que ella misma. De ese modo la interioridad misma se abre y ensancha como un espacio (microcosmos) y como un espacio dialógico.

En el «yo» tayloriano hay rastros del platonismo agustiniano. Para Platón, las ideas guardan entre sí una relación que es un cierto orden y, por tanto, una jerarquización. Poner en relación las ideas es tanto como pensar, porque pensar es precisamente ordenar y enlazar. Ahora bien, lo que comunica dos cosas, o dos ideas, al tiempo que las relaciona, abre una distancia entre ellas que antes, sencillamante, no existía. Lo que no está relacionado no está comunicado y eso significa, en un cierto sentido, que no hay distancia entre ellos, porque propiamente no están en el mismo sitio o, mejor, en el mismo marco de referencia: no hay espacio común que los contenga. La relación, o el orden, comunican y distancian a un tiempo, y es esa doble cualidad la que hace que las ideas platónicas ocupen un lugar, es decir, creen entre ellas un espacio.

Es cierto que, según Platón, el pensamiento no crea ese espacio, solo lo encuentra y puede habitarlo. Tampoco para san Agustín ese espacio es obra del hombre, pero para él por lo menos tal lugar no es solo el sitio donde el alma puede habitar, sino también el alma misma habitada por Dios. Así el alma se convierte en un cierto lugar y se abre para sí misma como un espacio habitable, es más, como el espacio privilegiado de relación con el bien, que para Agustín es Dios. Ahora, por tanto, el alma misma es un espacio donde yo ocupo una posición respecto de Dios. Si el lector repasa la frase anterior apreciará que, por un lado, el alma es ya algo distinguible de mi posición en ella respecto de Dios y, por otro, que para nombrar esa posición hemos tenido que utilizar la expresión «yo». El alma, pues, ya no es un principio vital al modo homérico-aristotélico, ni un ser olímpico con un destino metamundano, o al menos no es solo eso, porque se ha convertido también en un lugar para sí misma, y ese «sí misma» es el primer resto arqueológico del «yo» moderno. Pues bien, aunque san Agustín no lo culminara, eso es lo que Taylor cree que el interiorismo agustiniano terminará por hacer posible: el surgimiento del «yo». De ahí que Taylor señale a san Agustín como pionero, si bien la interioridad moderna añade a la agustiniana básicamente dos notas: autonomía y creatividad.

Lo que Taylor parece hacer es concebir la interioridad espacialmente y afirmar que «yo» significa propiamente una posición en ese espacio interior que ahora cabe definir no solo como la red de distancias entre mi posición y Dios, sino, más generalmente, entre mi posición y el bien, e incluso, mi posición y los demás. Taylor también concibe la interioridad como un lugar, para el que también resulta central un cierto orden -y hasta una jerarquía- que, no obstante, ahora no da lugar a un realismo como el del logos óntico platónico, pero sí a una cierta aspiración a un realismo de los valores, que es lo que vienen a ser las ideas platónicas tras su desontologización exterior. Así, el topismo interior tayloriano de probable filiación platonico-agustiniana se revela próximo a las filosofías fenomenológicas de los valores con orientaciones realistas. Estamos ante, dice Taylor, «una nueva forma de interioridad, en la que terminamos en pensar en nosotros mismos como seres dotados de profundidad interior. En principio esta idea de que la fuente reside en nuestro interior no excluye nuestra ligazón con Dios o con las «Ideas»; se puede considerar como nuestra forma particular de relación con ellos. En cierto sentido, se puede tomar como una continuación e intensificación de la evolución iniciada por san Agustín, que consideró que la senda que conducía a Dios pasaba por nuestra conciencia reflexiva respecto a nosotros mismos».

De ahí que la idea de «yo» sea constitutivamente moral y que haga referencia a una posición en un espacio abierto respecto de algo que es tenido manifiestamente – o no- como bien. Por eso, dice Thiebaut, para Taylor «la conciencia de un sujeto a la hora de definirse a sí mismo, a la hora de nombrar su identidad (…) aparece vinculada al reconocimiento de los bienes más altos que se expresan en una forma de vida plena».

EL INTENTO DE UN SUBJETIVISMO NO SUBJETIVISTA

Con frecuencia Taylor se apoya para sostener su posición en expresiones como la «fuerza» de un bien o incluso su «poder». Cabe ver ahí una especie de analogía con los términos de la física newtoniana, referida ahora al mundo interior de las dimensiones éticas. Pero menos remoto y más clarificador puede ser tener en cuenta su filiación hermenéutica, en cuyo seno una posición realista no puede aspirar a ser otra cosa que lo que Thiebaut ha nombrado certeramente como un «realismo apelativo». Es decir, no puede tratarse de un realismo que aspire a hacerse valer desde una concepción apodíctica (demostrativa) del argumento filosófico, sino desde su «poder» de clarificación, explicación, verosimilitud e, incluso, de aceptación.

En cierto modo y quizá desde posiciones más propias de Rorty que de Taylor, cabría decir que éste último ha aceptado la hermenéutica como la forma posible del realismo en una sociedad democrática, es decir, en una sociedad en la que la posibilidad del diálogo es uno de los requisitos legitimadores de la propia posición. Pero, en última instancia y según creo, Taylor asume muchas de las posiciones hermeneutistas porque ésa es la forma en la que su mundo se le hace pensable, y a éste lo cree constituido sobre la primordialidad de la libertad, y no tanto sobre la de la razón, como concibió la primera modernidad, la ilustrada.

De ahí no se sigue, al menos inmediatamente, una concepción minimizada de la razón, si bien ésta no consiste en una suerte de autotransparencia que da testimonio de sí misma y que tendría en su imparcialidad desvinculada (trascendentalismo) el criterio público de su validez. Más bien al contrario, Taylor sostiene lo que podría tenerse por un sentido fuerte de la razón que, no obstante, desde el aristotelismo pasaría por ser una reducción a razón práctica. Sin embargo, cuando Taylor dice que «la razón no carece de poder» seguramente está esbozando una acepción de la razón que bien podría denominarse poética. Taylor cree en «la fuerza del mejor argumento» y, además, piensa que ese argumento tiene una cierta dimensión histórica, es decir, de algún modo es también una historia: un argumento con argumento. La fuerza del mejor argumento no es, pues, apodíctica, sino «argumentativa» en un sentido preciso: no gana su crédito a partir de la exención de supuestos, ni por su supuesta neutralidad, sino por la densidad y profundidad de la trama que teje para dar razón de sí misma como posición, esto es, como «yo». Aquí es donde el rasgo moderno de la autenticidad (originalidad-originación) toma en Taylor un sesgo polémico y crítico respecto del liberalismo neutralista y, más en general, respecto de los modelos desvinculados de razón y de vida.

Un realismo apelativo es el modo de hacer filosofía moral cuando a la filosofía misma se le reconoce una dimensión retórica inesquivable. Ese carácter retórico hace oscilar el valor de la prueba racional y filosófica desde su fuerza demostrativa hacia su capacidad heurística. En el caso de Taylor, éste es un asunto central de su pensamiento que, por lo general, no encara las polémicas filosóficas como si de un duelo a muerte se tratara, en el que una de las posiciones debiera de prevalecer sobre las demás al tiempo que produce su irreparable ruina. Sino que, más bien, parece prestarse a la discusión como si estuviéramos ante una prueba de resistencia o velocidad: todos o parte de los contendientes alcanzarán un cierto máximo, pero no todos los máximos son igual de preferibles.

Puede parecer, no obstante, que ese carácter apelativo pone de manifiesto que la perspectiva de Taylor no es solo filosófica, sino también moralizante, exhortativa cabría decir. Y, además, que una y otra están fundidas hasta el punto de que cabe sospechar que quienes no se hallen tan próximos del teísmo católico tal vez tampoco encuentren en el pensamiento de Taylor un valor argumentativo netamente filosófico.

Sin embargo, esa crítica no se dirige ni se hace posible por las connivencias teístas de Taylor, sino por la filiación hermenéutica de su posición. Y, por tanto, solo puede hacerse desde posiciones metahermenéuticas, es decir, desde posiciones en las que coinciden tanto los defensores del realismo del «logos óntico», como las derivaciones modernas que sostienen la imparcialidad, ya sea trascendental o neutralista, del sujeto.

En sus reservas críticas frente a la posición de Taylor coinciden, por así decir, neotomistas e ilustrados de la más ortodoxa filiación objetivista o neutralista. No está mal, o por lo menos a Taylor no le molestaría concitar el acuerdo en contra de esas dos posiciones.

¿UNA HERMENÉUTICA ZAHORÍ?

Un filósofo que busca las fuentes se parece a un zahori esperanzado en tiempos de escasez y de olvido. Y no se trata solo de una metáfora más o menos ocurrente; es que Taylor busca las fuentes del yo y de la modernidad como un zahori los manantiales: sintiéndolos. No estamos, sin embargo, ante un sentimentalismo moral postromántico, sino ante una forma más orgánica de concebir las relaciones entre la razón, las pasiones y la afectividad: una forma que casi se resiste a nombrarlas por separado y para la que, con frecuencia, parece buscar expresiones con las que integrarlas, tales como «yo», «interioridad» o «libertad». Por algo Taylor incluye entre los filósofos por los que se deja guiar a Rousseau. En el autor del Emilio, Taylor ve, en primer lugar, una interiorización de la noción de naturaleza que la disocia de los cosmologismos ónticos y, en segundo lugar, que la emergencia orientativa de los designios naturales se produce con la forma del roussoniano «sentimiento de la existencia».

Taylor está, en este punto, del lado de la reivindicación roussoniana de los sentimientos y de su valor moral (que encuentra también en autores de la ilustración escocesa) y que más tarde, en pleno Romanticismo, dará lugar al ideal del arte expresivista. Aunque no comparte con éste el irracionalismo reactivo que con frecuencia arrastraba, sí se sirve de él para dar forma nueva al interiorismo emotivo-natural de Rousseau: las mociones o movimientos interiores que sirven de fuente del «yo», y que son para éste caudales interiores en el seno de cuyo movimiento el «yo» se siente a sí mismo, tienen en la expresión (y autorrealización) la confirmación y consumación de su fuerza, de ésa que también en cierto modo es previa.

De ahí que, al final, quizá no sea una reducción demasido injusta sugerir que la filosofía de Taylor es una filosofía de la vocación. O mejor, una filosofía de lo que para un hombre moderno pueda significar «vocación», y por eso mucho más una filosofía del yo y de la libertad que de los valores. Taylor es un filósofo moderno, es decir, interiorista, de la physis, del brotar que se sostiene y que, según creo, en su filosofía podría recibir distintas pero casi sinónimas denominaciones: «yo», «libertad», «autenticidad», «vocación», «compromiso» o «bien».

A la postre, cabe pensar que Taylor, como Pico della Mirandola, propone que la naturaleza del hombre es la libertad, pero no elabora ésta more kantiano, como si de un formalismo universalista se tratara. Y no lo hace, entre otras razones, porque el formalismo kantiano arrastra una cierta permutabilidad del agente moral que, a su jucio, legitima (no sin ayuda de Nietzsche) a proclamar la inconmensurabilidad entre arte y moral, o a suponer que las fuentes del arte están fuera de la permutabilidad moral y, por tanto, en el mal. Éste no puede ser la fuente del «yo» y, precisamente por eso, moral y arte se sintetizan en el ideal de la autenticidad. O, si se quiere, la originalidad arraiga en el orden de la moral mediante la síntesis entre libertad como naturaleza y «yo» como versión creativa de la una y de la otra. Por eso no existe en la filosofía tayloriana ni la idea de una libertad como neutralidad ni la de una naturaleza según la tradición aristotélica. Pero no existen porque Taylor quiere hacer de ambas, de la libertad y de la naturaleza, las fuentes interiores del movimiento de la realización moral del sujeto que, una vez que contiene la originalidad (por originación), es el «yo» o, con otro nombre, la modernidad que él propone recuperar.

Doctor en Filosofía, profesor Asociado de Sociología de la Comunicación, Facultad de Sociología, Universidad Pública de Navarra