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«El problema que me ocupa desde hace decenios es éste:
¿ Qué es propiamente leer? «
H. G. Gadamer.

«Un lector es alguien como Ulises, que desciende al Hades y ofrece sangre o, para hablar sin metáforas, una parte de su esencia vital a los espíritus, los personajes que encuentra cara a cara en el acto mismo de su recepción», señala E. Raimondi (en Ermeneutica e commento, Florencia, 1990, pág. 48). Y Piero Boitani, que lo cita en The Shadow of Ulisses (traducción inglesa, Oxford, 1994, pág. 11), añade: «Cualquiera que propone tal descenso (al Hades), y pretende actuar como guía –el crítico o comentarista- está en la exacta posición del Virgilio de Dante: no un ‘orno certo’, sino una débil sombra… El crítico está guiado por una esperanza: que el lector va a entender -como Estado le dice a Virgilio en el Purgatorio de Dante- el amor (o deseo) que nos anima a todos ‘cuando olvidamos nuestro vacío y tratamos a las sombras como cosas sólidas'».

La comparación exagera, desde luego, pero resalta algo importante: el hecho de que toda lectura auténtica supone un viaje mistérico y significa el encuentro del lector con otras voces, «lejanas voces de alerta», que emergen del libro como la sombra, alma fantasmal o psyché del tebano divino Tiresias emerge, entre otros muertos, a la llamada del intrépido Ulises en la Nekuia homérica. El lector penetra en un mundo imaginario al conjuro de las palabras escritas en las páginas del libro y allí se entrevista con otros: el autor y los personajes del texto.

W. Iser y otros teóricos de la crítica literaria han analizado cuan compleja es la operación de leer. Leer a fondo es ofrecer el tiempo propio -como un sacrificio de sangre- a cambio de un mensaje, venido de más o menos lejos. En muchos casos venido de otros tiempos, prolongado mucho más que la vida de quienes lo emitieron. Y, como Ulises, que fue al Hades por consejo de la maga Circe, tan lejos y tan sólo para informarse del camino de regreso a su hogar, el lector quiere, a veces, escuchar noticias que le ayuden a encontrar el camino de vuelta, más sabio y confortado, a su propia ítaca. Ha elegido a su Tiresias para el encuentro y confía en él, aunque, como en la necromancia de la Odisea, bien puede sucederle que se encuentre allí, entre las sombras, con otros espíritus que no pensaba encontrar y escuche voces extrañas y poco claras.

Leer a los grandes clásicos es ir dispuesto al encuentro de las magnánimas sombras de un pasado interesante que hablan para nosotros con su saber hondo y su voz misteriosa y que justifican el viaje del lector. Con los clásicos, el viaje -arduo y osado- vale la pena. Para el itinerario puede incluso uno buscarse un guía o acompañante amistoso y fiable, como Dante se hace acompañar de Virgilio en su viaje infernal y celeste, pero, como nos ha advertido, este cicerone resulta a menudo un tanto fantasmal. Y, como todo viaje, la lectura de un gran texto requiere esfuerzo, fantasía y tiempo.

La comparación de una lectura a fondo con una excursión al otro mundo y el encuentro con los clásicos con un diálogo con muertos ilustres que conlleva una oferta sacrificial de sangre propia para que los espíritus se sientan atraídos a la cita infernal y cobren voz, se encuentra en varios textos y autores. El gran filólogo clásico Ulrich von Milamowitz Moellendorf, tan poco poético en general, utilizó esa imagen alguna vez, y el evocador libro del clasicista británico Hung Lloyd Jones Bloodfor the Ghosts (Londres, 1982) la recuerda en su título. Ofrecemos tiempo -que es, más que la sangre, aquello de lo que estamos hechos- para urgir ese diálogo con los espíritus resucitados por encima de las letras.

El camino hacia esa sabiduría vital, que se adquiere en los viajes y en los encuentros con los sabios de antaño, se abrevia en esas lecturas que nos sirven de senderos del conocimiento -de nosotros mismos y también del mundo, más allá de las inmediatas circunstancias-. El recurso tiene una larga tradición y está avalado por venerables oráculos y seductoras anécdotas. Cuenta, pues, Diógenes Laercio (en el übro II de sus Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres) que cuando Zenón de Citio fue a Delfos a consultar al oráculo de Apolo sobre cómo hacerse sabio, la respuesta fue: «Comparte el color de los muertos», lo que el astuto fenicio fundador del estoicismo interpretó como una incitación a la lectura de los grandes filósofos difuntos -cierto que no quedaba ya en Atenas ninguna gran figura filosófica- y se entregó a esa tarea con voraz aplicación y singular provecho.

Es cierto que leer se ha convertido en un acto trivial y mostrenco, en el que desparramamos nuestra atención a menudo y gastamos preciosos minutos y ratos perdidos sin grandes expectativas. Frente a esas lecturas un tanto mecánicas y pronto olvidadas, quisiera recordar que leer a los clásicos es, sin embargo, un rito más comprometido que el hojeo y la lectura cotidiana de los periódicos o de las novelas más o menos divertidas que nos entretienen y nada más. Frente a esos textos de usar y tirar, los clásicos son los autores y los libros que uno puede volver a leer siempre, porque tienen una enorme capacidad para suscitar el diálogo, porque pueden decirnos algo nuevo en cada lectura, porque, como decía Italo Calvino, nunca han acabado de decirnos todo («Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir»). Los clásicos se caracterizan por ser inagotables. Un periódico puede leerse sólo una vez, un texto ya literario acepta dos o más lecturas, y los textos clásicos admiten infinitos reencuentros.

El viaje al Hades a través de los libros es, aplicando la imagen a nuestras lecturas, algo así como una excursión programada y que puede pagarse en cómodos plazos. Pero sólo en un viaje largo y arduo podemos volver, como Ulises a ítaca, más sabios y experimentados. Ese viaje le cambia a uno la vida y el sentir. Leer a los clásicos es lanzarse a ese tipo de viajes de gran horizonte. Es una aventura que puede ser atrevida y provechosa si sabemos darle al viaje arrojo, comprensión y
fantasía.

LOS CLÁSICOS Y LA TRADICIÓN

Tenemos algunas buenas recomendaciones para acercarnos a los clásicos. Los artículos a este propósito de Pound, Eliot, Borges, Calvino, Steiner, Bloom, por ejemplo, son muy sugerentes y apuntan lo esencial del mismo. También están ahora de moda ciertas discusiones sobre el canon, es decir, la «lista canónica» de los autores que convendría leer a todo el mundo porque son los grandes, los clásicos por excelencia. Son, creo, dos enfoques distintos, pero que pueden confrontarse, para luego distinguirlos mejor. ¿Qué hace a un autor clásico? y, por otro lado, ¿quiénes son – o acaso deben ser- nuestros clásicos?

Prescindamos de enristrar algunas definiciones magistrales o pintorescas. Señalemos que los clásicos son los supervivientes de esa derrota de todo lo efímero, son los autores y textos que han perdurado más allá del naufragio del oleaje del olvido y la desidia de los siglos. Representan, en su más alto grado, lo que Schopenhauer llamaba la «literatura permanente», die bleibende literatur, frente a la producción literaria efímera, pasajera, trivial y actual. Son los más resistentes a ser engullidos por el olvido. Aunque algunos se han mantenido a flote y otros han vuelto, como Jonás, regurgitados del vientre de la ballena muy vivos y sacudiéndose telarañas y parásitos del largo encierro, eso no importa. Los clásicos son gente de buena clase, como dice su etimología, y forman la aristocracia de la literatura por méritos propios.

Pero muy ardua cuestión sería ésta de los méritos propios. Incluso habrá quien lo discuta, apoyándose incluso en Borges. «Clásico no es un libro, lo repito, que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad». Son pues los lectores, los leales y renovados lectores, los que afirman a lo largo de siglos y generaciones la prestancia de un texto clásico. De nuevo, Borges: «Clásico es aquel libro que una nación o un grupo o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término.

…Pero ese fervor está basado no sólo en simpatías y admiraciones subjetivas, sino que debe tener para salvarse del olvido en sí mismo un valor que atraiga, suscite, y retenga ese fervor.

A la vez, no podemos negar que en esa lealtad del lector hay siempre un aspecto histórico y subjetivo. Y, por eso, junto a los clásicos universales, hay clásicos nacionales y hay incluso, digámoslo, unos clásicos nuestros, particulares o personales. Cada lector tiene sus clásicos. Sus preferidos, sus más amigos, entre esos grandes escritores de antaño, y entre los algo menos grandes. Todo lector tiene unos clásicos con los que se encuentra más a gusto y con los que dialoga más a fondo. Debe cada uno elegir a sus clásicos en el encuentro de la lectura, en la búsqueda del placer y del saber. Como apunta muy bien Calvino: «Si no salta la chispa, no hay nada que hacer; no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La escuela está obligada a darte conocimientos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela».

Los clásicos universales son el núcleo duro de la gran selección. Son unos pocos: Homero, Platón, Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Moliere, y tal vez alguno más. Están por encima de la lengua en que escribieron, son magnánimos y hondos en extremo. Luego están los clásicos nacionales, los más destacados y celebrados de una lengua y una cultura, cuya grandeza está ligada a una tradición nacional. Los hablantes de esa lengua y practicantes de esa tradición cultural los aprecian como familiares, paradigmáticos en su flexible lenguaje, y los admiran mucho más que los lectores de otro idioma y otro cauce cultural. Aquí podemos citar a Goethe, Quevedo, o Racine, por ejemplo. Luego están los clásicos de cada uno, más variables y más subjetivos.

Pero todos están arraigados en una tradición y avalados por ella, en parte recordada en esa escuela que mencionábamos antes. Se han recibido ya como recomendables, imprescindibles, inolvidables. Son esos libros que una persona de sólida formación cultural -según las normas- debería leer y haber leído. Son los que los retóricos citan y los hipócritas afirman haber releído, y que cualquiera, para quedar bien, desearía tener leídos o se promete que leerá alguna vez.

Cuando se inventó el clasicismo, en la primera época que podemos considerar como un Renacimiento -porque hubo varios, como ya han señalado Panofsky y otros-, es decir, en el siglo II después de Cristo, en tiempos de Plutarco y luego de Luciano y de los oradores de la Segunda Sofística, se tomó a los escritores -y los artistas en general, pues también otras artes conocieron el mismo resurgir con temas y motivos antiguos- se tomó a los antiguos de la época áurea como modelos ideales y focos paradigmáticos que debían imitarse. Fue una época de «mimesis» programada de los identificados como clásicos: Platón, Tucídides, Sófocles o Fidias. La perfección estaba en esos modelos que había que seguir e imitar.

Nuestra idea de lo clásico dista mucho de ese programa. No tenemos aprecio por las imitaciones neoclásicas, tan frías como poco vivaces. Nuestra idea de los clásicos tampoco está referida a los autores de un período áureo. La mimesis es vana y, como escribió Ortega en referencia a este tema -sobre todo en Esplendor y miseria de la traducción y en otros lugares-, no nos interesan los clásicos, y los antiguos en general, porque sirvan de perfectos modelos, sino porque son ejemplares en sus errores, en sus andanzas y experiencias, porque nos enseñan lo que ya está hecho y no debemos hacer. Lo que nos atrae en los clásicos es que nos siguen hablando, aleccionando, intrigando. Si dijeron algo muy bien, ya no nos vale repetirlo, sino que tenemos que intentar ir más allá, a partir de ellos. Como enanos sobre los hombros de gigantes, por repetir la famosa sentencia tan usada en la Alta Edad Media, encaramados sobre sus hombros, vemos más lejos tal vez, y es bueno sentirse ahí, en lo alto. Quien avanza sin conocer sus clásicos, va poco preparado para captar el sabor de las cosas.

No sé si elogiar la tradición resulta bien visto. Me temo que no, pues ha estado mucho tiempo de moda denigrar la tradición o tener una idea de retórica y purpurina acerca de lo que la tradición significa. Los clásicos están ligados a la tradición literaria. Son los supervivientes de sus ruinas, son los que han triunfado de la avalancha con la que cada época sumerge los logros de la anterior. Los escritores y lectores efímeros sentimos por eso respeto hacia los clásicos, que se han impuesto sobre el olvido y sobre la enmohecedora rutina escolar. La tradición de los clásicos parece vencer los embates del tiempo y las modas, y erigir con sus obras un triunfo sobre el olvido.

LOS COMENTARISTAS Y LOS CLÁSICOS

El diálogo del lector con los textos clásicos está facilitado por unos doctos personajes, que ofician a veces de intermediarios. Son los editores, los traductores, los filólogos, los críticos, los glosadores y comentaristas. Ya hemos aludido antes a ellos. Rondan en torno a los grandes autores antiguos y tratan de presentarlos a los lectores con sus cuidados varios. Cumplen un buen servicio, siempre que no exageren su importancia. Conviene que sean discretos y amables. Pero a veces su vanidad profesional les lleva a excederse y entonces se interponen entre el lector y el texto, como si lo que ellos dicen fuera más importante que lo que el clásico por sí mismo sugiere. De nuevo dejo la palabra a Italo Calvino (aunque son muchos los textos que podría citar para advertir ese defecto profesoral tan ubicuo):

«La escuela y la Universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio, hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía, hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretenden saber más que él. Podemos concluir que: Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima».

Por otro lado, la serie de los grandes escritores clásicos forma una imponente tradición, que parece alzarse frente a nosotros como una tremenda herencia que nos protege y también nos ilumina. Es tan impresionante esa tradición artística, literaria, cultural, que puede dar la ilusión de que es algo surgido de un fondo divino, y que en ese diálogo con las grandes voces del pasado podemos encontrar una voz trascendente. Esa es, abreviada muy drásticamente, la tesis o la apuesta de George Steiner en su libro Presencias reales (1989). Una tesis exagerada y escandalosa, pero que recupera con un espléndido estilo un antiguo rumor, la fe en el Espíritu -ahora revelado a través de los grandes textos-, que vuelve a la creencia en la inspiración divina, lo que sería un consuelo frente a la insignificancia de nuestra vida y, lo que es más doloroso, frente al larguísimo silencio de Dios. Puestos a exagerar, ésta es una exageración digna de un fervoroso crítico de los clásicos. Una apuesta extraña en nuestro siglo tecnológico y descreído, una paradoja contra el escepticismo. No voy a insistir en la crítica de esta tesis, pero sí recordaré que el libro de Steiner es una magnífica defensa de los clásicos, y contiene también un duro alegato contra los fatuos críticos y comentaristas bizantinos.

LOS CLÁSICOS GRIEGOS Y LATINOS

El arte de la lectura, como advertía hace tiempo Pedro Salinas, es cada vez más difícil. Vivimos atiborrados de noticias inútiles y ensordecidos y atontados de ruidos, y estamos asediados por una espesa banalidad. Tenemos tantísimos libros, que es difícil prestar atención a fondo a algunos con verdadero tesón. Pero los clásicos suelen reclamar un cierto detenimiento en la lectura y la compresión cabal. Requieren, como deseaba Nietzsche, lectores lentos, despaciosos, atentos a los matices y a los ecos. Mucho más aquéllos que no están lejanos en el tiempo, por la lengua, aunque no tanto quizá por la sensibilidad. La distancia cultural y lingüística entre el autor y el lector requiere un esfuerzo de comprensión por parte de éste, que debe extrañarse de su mundo para entrar en el universo imaginario del texto.  Los comentarios y las notas eruditas ayudan, pero la comprensión verdadera es siempre un esfuerzo de la imaginación.

Es difícil leer a los clásicos. Como ha señalado Steiner -en On Difficulty (1978)- hay varias dificultades de distinto tipo, contingentes, modales, tácticas y antológicas. Cada día es más difícil, porque nuestra educación actual nos va alejando más de ese placer de la lectura. No importa tanto el conocimiento de la lengua -por más que leer a un clásico en su lengua sigue siendo el ideal para conocerlo y apreciarlo-, cuanto ese distanciarse del presente para compartir la visión del escritor antiguo, su propia visión (pero la traducción es el gran medio, indispensable en unos y en otros clásicos, para un conocimiento de los grandes textos de la literatura universal, como también ha señalado repetidamente Steiner en Más allá de Babel y otros ensayos sobre el tema. Todo leer es en cierto modo traducir, de modo que leer en traducción supone sólo un poco más de distancia, siempre que la traducción sea buena versión, fiel y clara).

Los grandes clásicos tradicionales, los clásicos de siempre y por antonomasia, en todo nuestro mundo occidental, los que tienen más siglos de supervivencia, los que acumulan comentarios y relecturas múltiples, los más traducidos y comunes a todos los europeos, son los griegos y los latinos. Están, por decirlo de algún modo, en las raíces mismas de nuestra tradición literaria.

Cierto que, desde hace años, han perdido en la enseñanza universitaria el puesto privilegiado y central que tuvieron en el mundo antiguo y recobraron desde el Renacimiento. Aun así, Homero es el gran patriarca de nuestra literatura; Esquilo, Sófocles y Eurípides los trágicos por excelencia; Safo y Píndaro, Virgilio y Horacio, los poetas líricos de aura poética más renombrada. Y, junto a ellos, hay otras figuras que, siguen siendo clásicos familiares para muchos, como el divertido Heródoto y el austero Tucídides, el versátil Platón, etc. También aquí cada uno puede y debe escoger sus amigos por afinidades electivas. Si, por un lado, es evidente que han perdido en la escuela el lugar de honor que tuvieron antaño, se siguen reeditando en traducciones renovadas constantemente, ahora más en formato de bolsillo, lo que es un indicio notorio de su vivaz popularidad incluso en estos tiempos tan malos para el Humanismo. Creo –aunque no soy árbitro imparcial aquí- que siguen manteniendo sus atractivos a través de los siglos, es decir, siguen siendo, no por falsos prejuicios escolares, unos clásicos actuales. Y ahora que ya no se enseñan en aburridos manuales escolares, ahora que ya no tienen el sobo forzado de las rutinarias aulas universitarias, parecen más intrigantes y audaces. Parece que, desligados de su conexión con la obligatoriedad de las lecturas escolares, los clásicos se presentan más jóvenes y se hacen valer por su propia gracia, frescura y hondura literarias. Y es difícil encontrar rivales tan entretenidos y tan capaces del diálogo a los poetas, a los trágicos, a los historiadores y a los filósofos griegos.

LAS VOCES Y LOS ECOS. EL ESCRITOR Y SUS CLÁSICOS

Si hasta aquí he hablado del encuentro directo del lector con los clásicos, conviene también recordar nuestros encuentros indirectos con ellos. También les encontramos a través de otros textos en forma de citas, alusiones, parodias, reflejos varios. Porque escribir literatura es entrar en esa tradición resonante que viene de lejos. Escribimos a partir de nuestras lecturas. No se trata de que imitemos conscientemente, sino de que toda escritura literaria es a la vez continuación y reacción de unos escritores frente a otros, en una tradición vertebrada en torno a los clásicos, y también a otros autores que tal vez serán clásicos o que aspiran a un cierto clasicismo. No se trata de la mimesis de que antes hablé. También los menos miméticos, en cuanto que se oponen a algunas formas, temas y estilos, cuentan con la tradición. También la vanguardia cuenta con la tradición, sea para oponerse a ella o para continuarla. Y también acaba integrándose en ella. Kafka es un clásico, como Baudelaire, como Nietzsche, porque las generaciones de lectores los han reconocido como tales.

Los grandes clásicos resuenan también en los otros escritores. Unas veces de modo explícito, otras veces de forma más latente. Y en gran medida ese juego de ecos y reflejos es constitutivo de la modernidad literaria. La poesía helenística se ha definido alguna vez como un arte alusiva, por sus reiterados y rebuscados ecos del legado clásico.

Arte alusiva es, en gran medida, la mejor poesía de nuestro tiempo. Por ejemplo, E. Pound, tal vez mejor que ningún otro, nos sirva para mostrar esa polifonía, ese juego intertextual, paródico e irónico, que es tan característico de esa poesía moderna, arraigada en una tradición que no se imita de modo servil, sino que se evoca como un contexto fantasmal. Los Cantos comienzan con una impresionante cita de la Odisea, aquel pasaje en el que Ulises va al encuentro de Tiresias y las alarmas sombrías del Hades. Pero Pound no parte del texto homérico, sino de una traducción latina renacentista, la de Andreas Divus, pasada al inglés con un nuevo ritmo métrico, que imita el del viejo poema inglés The Seafarer. Pound nos recuerda así, en su fragmentaria evocación de ese tema tan esencial en su obra, el del viaje al Hades, que está situado en una estela poética que comienza con Homero y pasa por esos renacentistas que los tradujeron y sigue por el ritmo del poema inglés hasta él, uno más en esa áurea cadena de los viajeros al mundo de las sombras. Nuevo Ulises en busca de un diálogo con Tiresias, Pound estima que ése es el gran viaje que debe intentar un auténtico poeta. El Viaje al Más allá comenzó siendo una empresa heroica en los mitos antiguos -Odiseo ya tiene un precursor en Gilgamés, mil años antes- y luego fue una metáfora del gran viaje -como el de Dante, quien también encontró allí a Ulises, en el canto XXVI del Infierno- y luego una imagen poética de la tarea lírica. He aquí un buen ejemplo, a mi entender, de cómo pervive un motivo clásico, un texto clásico, en una tradición modernizada siempre.

Caben varios modos de invocar esa larga tradición poética. Puede el poeta recurrir a las citas, incluso proponer varias de modo explícito, como referencias a un trasfondo previo al poema, como hace de modo ejemplar José Mª Álvarez en su Museo de cera. Esas frases, esos fragmentos firmados y colocados bajo un título y sobre el poema, configuran un contexto poético del mismo. Proclaman un contexto fantasmagórico y declaran una simpatía hacia ciertos textos y autores que han influido en las líneas que el poeta escribe, a la sombra de esas palabras mágicas.

Se puede también introducir las citas en el poema sin dar la firma del autor. Por ejemplo, así lo hace Antonio Colinas en un poema de Noche más allá de la noche, que comienza con unos versos que el lector reconocerá al punto como cita del episodio odiseico de Dante: Ni el amor de Penélope me saciará la sed / de aventura y misterio. Sabed que no he nacido / para vida mortal. Cuenta de nuevo el poeta actual el naufragio final de Ulises según Dante, pero deja al lector el juego de identificar la alusión de la cita (sólo la letra en cursiva advierte de que se trata de una cita). En la recreación del espléndido episodio -que tanto gustaba a Borges, entre otros- y en el resonante contraste entre el texto antiguo, el personaje mítico de trágica aventura, y el eco presente está la magia de la poesía.

Cabe también un tipo de alusión más discreta y velada. Así, por ejemplo, en el reciente libro de Luis Alberto de Cuenca, Por fuertes y fronteras, comienza el penúltimo poema:

«Álzate, corazón, consumido de penas,
levántate, que sopla un viento de esperanza
por el mundo, llevándose con él tus inquietudes
y la costra de angustia que apaga tus latidos».

El lector que conozca los líricos griegos no dejará de percibir, al momento, el eco de un famoso poema de Arquíloco (67 Diehl): «Corazón, corazón, de irremediables penas agitado, ¡álzate!», que concluye: «Advierte el vaivén del destino humano» (según la traducción de mi Antología de la lírica griega, 1980, pág. 27). En el contraste entre las palabras del poeta antiguo, que opone a su pena la resignación de un estoicismo anterior al de los filósofos, y las del poeta moderno, que tiene otras esperanzas, está en gran parte la fuerza emotiva del poema.

«Álzate, viejo amigo, que el dios de los humildes
ha vuelto de su viaje al país de las sombras
y alumbra con su ojo la prisión en que yaces,
limando los barrotes de tu melancolía».

El último verso introduce una imagen moderna frente a los ecos antiguos de los anteriores, y sólo el lector que advierte el matiz intertextual de las palabras e imágenes capta la fuerza del poema.

Los críticos literarios actuales – a partir de Bajtín- gustan de emplear la palabra «polifonía» para indicar las distintas voces que suenan y resuenan en un texto. También a mí me gusta ese vocablo de origen musical. Pero para percibir esa polifonía se requiere un oído educado, avezado a la lectura de los textos, y de modo especial de los que podemos seguir llamando los «clásicos». Para percibir la hondura, la densidad, y la ironía de los textos modernos hay que tener lecturas de los antiguos, porque el oficio de escritor supone un frecuentar esa tradición que forma e informa la literatura. Pero que no debería ser una rutina escolar, ni una penosa erudición programada y universitaria, sino una elección amistosa, personal y libre.

EN RESUMEN…

Si la literatura es, como pensamos, no sólo una senda para admirar un paisaje, sino un medio pasa interpretar y conocer el mundo, y las personas que lo pueblan, y las pasiones, ilusiones y emociones que las agitan, y la grandeza y debilidad de los seres efímeros en su extraña variedad y en su íntima estructura patética, y para saber de nosotros mismos, más allá de las circunstancias y las apariencias superficiales y cotidianas, más allá del mero presente banal, los clásicos son las raíces de ese árbol de tan extensas ramas y de infinitas hojas. En esa antropología cultural -como han señalado filósofos de la cultura como E. Cassirer y H. G. Gadamer-, los clásicos tienen un papel central y ellos nos enseñan a observar en profundidad la belleza y extrañeza del mundo y de los seres humanos, e imponen sobre la fragilidad de lo efímero un sutil y apasionado testimonio que, como un espejismo, nos consuela porque parece hablar de algo perenne, más allá del olvido.

Estamos hechos de la misma materia de los sueños, efímeros, desdichados, fugaces, errantes. Por eso nos reconforta ir más allá de nuestro limitador presente para conversar con algunos maestros en el arte de pensar, sentir, y soñar: que son nuestros silenciosos amigos, nuestros clásicos.