Tiempo de lectura: 4 min.

Como latinista, Antonio Fontán pertenece a una generación de filólogos clásicos que, a finales de los años setenta, confluyeron en la Universidad Complutense: helenistas y latinistas como Adrados, Luis Gil, Lasso de la Vega, Ruipérez, García Calvo, Mariner, Pariente, Lisardo Rubio, Ruiz de Elvira y otros tantos, de los que iba a decir que somos muchos los que hoy nos enorgullecemos en sentirnos discípulos, pero es más cierto afirmar que no hay filólogo clásico en España que no tenga sus obras como bibliografía de uso habitual. Esta generación de hombres hechos -como alguien dijo- de carrocería de antes de la guerra, tenía y tiene además de talento, que se da por descontado, una característica común muy destacada: un optimismo poderoso que, ante todo, los hacía gozar de una energía envidiable y les daba fuerzas para sentirse capaces de elevar los estudios clásicos a un nivel de prestigio internacionalmente reconocido, de luchar contra corriente por el mantenimiento de estas disciplinas en los planes de estudios, de ocuparse de la gestión universitaria e incluso -así en el caso de Fontán- del entorno no académico del periodismo y la política.

En mi caso, fue casi a mediados de los ochenta cuando entré en contacto con don Antonio, al que ya conocía, aunque apenas había hablado con él, de oídas y lecturas tanto filológicas como del Madrid, pues era el periódico de los estudiantes de mi época. En la juntas de departamento y de facultad, Fontán era un hombre de inquebrantable amabilidad y de discusión serena; decía lo que pensaba con un dominio envidiable del tono, dirigiéndose siempre a sus interlocutores por su nombre o apellidos -un rasgo de disciplina interior que tanto da que se debiera a su talante religioso o político, pues facilitaba la convivencia universitaria-.

Por aquel entonces comenzaba en la Universidad una especie de furor burocrático -tal, por cierto, que aún no ha cesado- que incluía, entre muchos papeles innecesarios, algunos de utilidad, como la presentación de programas anuales detallados de las asignaturas. Don Antonio explicaba Latín medieval a los alumnos de la mañana y yo tenía asignado el grupo nocturno. Como el programa debía ser único, le presenté un esbozo de programación con objetivos, según se decía entonces; pero don Antonio tenía ya un programa perfectamente elaborado que me ofreció como punto de partida modificable, según me dijo, para presentar el común de la disciplina. En alguna de las entrevistas posteriores, don Antonio advirtió que aquel programa podía ser el índice de un futuro libro de Latín medieval y tuve los reflejos necesarios para tomarle la palabra.

En las sesiones de preparación de la Antología de Latín medieval, el primero de los trabajos que tuve el honor de firmar con él, pude comprobar su capacidad para imaginar la obra acabada en los mismos comienzos, lo que le permitía un encauzamiento directo al fin propuesto con economía de esfuerzo; y también su capacidad de escuchar y de ilusionarse con el trabajo ajeno, aunque fuese muchísimo menos importante que el suyo; y, finalmente, su vena de humor andaluz, que aparecía de forma muy esporádica y generalmente con una función también didáctica. Recuerdo que, en una ocasión, le comentaba la necesidad de pedir unos artículos de un filólogo sueco que había dedicado la vida entera a investigar exclusivamente las fuentes clásicas de uno de los poetas medievales. Al mismo tiempo que tomaba nota del autor y del título, dijo sonriendo en voz baja: «Si sólo se dedicó a eso, ¡qué lástima de vida!». Después, en una de las páginas de la Antología, escribía don Antonio unas palabras sobre Bernardo de Claraval, reveladoras de un ideal de vida: «Es una de las figuras históricas, sin cuya existencia los acontecimientos de una época habrían sido de otro modo. En el caso de Bernardo ello afecta a la religión, a la política y a la cultura, lo cual… quiere decir que el ilustre personaje influyó decisivamente en todos los órdenes de la vida».

Este ideal de vida, logrado por ambos -Fontán y Claraval-, tiene un importante componente de trabajo poco visible, realizado por imperativo de conciencia. Muestra de ello fue la publicación del homenaje postumo a Sebastián Mariner: un acto de justicia y un deseo colectivo que pudo llevarse a cabo gracias a que Fontán puso todo su empeño y su capacidad de organización, implicando a la mayor parte de los discípulos del homenajeado de distintas universidades, al servicio de la memoria del compañero fallecido.

Pero al lado del trabajo por deber, hay otras tareas filológicas y no filológicas que Fontán asume como si fueran parte del descanso. En cierta ocasión, hablando por teléfono, le pregunté a Fontán qué tal había pasado las vacaciones, pues el verano acaba de concluir. Me contestó que bien; que había participado en julio en un congreso sobre Retórica organizado por la Universidad de La Rioja; que en agosto había presentado un trabajo para publicar en Navarra y que, además, había leído una tesis sobre el decreto de Graciano; y que también había estado unos días en Londres con tiempo suficiente para leer entero el último número de Nueva Revista, de forma que ya podía retomar su biografía de Cicerón, a la que aún debía añadir un centenar de páginas, pues se había visto forzado meses atrás a interrumpir su redacción justo en el periodo del consulado. Eso me dijo, y yo pensé, en fin, que tal vez los días de Fontán no duren veinticuatro horas, como los nuestros.

Catedrática de Filología latina de la Universidad Complutense de Madrid