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Por fin y para siempre, el nombre y la obra de Rafael Lasso de la Vega tienen una especie de domicilio fijo, algo más cierto que el lugar del aire propio de las leyendas errantes. El sitio donde encontrar a Lasso es un cuadrilongo y compacto objeto ideado por Andrés Trapiello que es pero no es exactamente un libro; resulta más bien una suerte de caja cúbica que no hace falta abrir siquiera para que uno se sienta inquietado por la doble mirada —especular y significativamente invertida en cubierta y sobrecubierta— del negro autorretrato que el supuesto Marqués de Villanova fechó en 1916 (aunque sólo sepamos de él en 1942, en la «cuarta» edición de su libro Prestigios, del que nadie, además, ha visto nunca ninguna de las ediciones anteriores).

Esta es, pues, la única seña de ese errante enigma, al menos hasta que Juan Manuel Bonet entregue para hacer compañía a su magnífica edición poética su prometida novela A Quest for Lasso. Pero eso será ya una novela de Bonet, a la caza, quizá, de una presencia, y en la que una voz transitará entre filas de ecos ausentes, como si se tratara de un largo poema. De momento tenemos algo que parece ya eso, parecen poemas, poesía, y, sin embargo, ocurre como si el juego —que no es una mera pejiguería clasificatoria de géneros— se diera la vuelta y nos obligara a comprender que por muchos motivos estamos ya ante algo parecido a la novela no escrita, que la tenemos ahí, en la reunión definitiva de las poesías, porque antes no existían la persona ni el personaje esquivo —que no siempre coincidió con aquélla— entre los que quedó diseminada, repartida, acaso derrochada, la intimidad de un alma extraña a sí misma en la aventura a que fue expuesta una identidad, tal y como lo fue la de Lasso. Y esto podría muy bien ser novela.

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Por lo pronto, la poesía de Lasso de la Vega, leída entera, nos parece verla avanzar, antes que nada, hacia el drama, y me refiero al drama moderno de la voz poética, una voz ajena para el propio poeta que a partir de un determinado momento ya no se reconoce en una única voz cantante. (Por eso, decir que Lasso no tiene voz será acaso entenderlo, pero no comprenderlo). César González-Ruano, uno de sus pocos fieles, pidió un día la novela de Lasso, pero en realidad estaba pidiendo sólo que alguien escribiera «su vida», novelesca, claro, como ninguna. Más que de esa novela, deberíamos acordarnos de la que en el Libro del desasosiego Fernando Pessoa da poco menos que por perdida: «Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie. (…) Soy una figura de novela por escribir, que pasa aérea, y deshecha sin haber sido…». «En este mundo novela», como decía Pessoa, lo que quedaba de la voz cantante de Lasso se preguntó muchas veces, con el enorme portugués, «Dios mío, Dios mío, ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo?», mientras su sombra cruzaba el escenario del teatro de la realidad, infinitamente añorante de un incierto y también apócrifo ayer («en un tiempo no vivido», «en la ciudad que no existe», en la «memoria del futuro») donde el mundo había sido, al parecer, real. Y ésa es la verdadera novela de Lasso de la Vega, una novela no escrita por nadie en la que la pregunta por la identidad vaga sin cuerpo sobre el fondo del teatro. Esa conciencia y ese guiñol recurren a veces en los mismos poemas, sobre todo a partir de Prestigios, el libro donde hace su aparición «Don Diego de Noche», un personaje, más apócrifo que heterónimo, en el que desde luego se proyecta Lasso. Es en ese libro donde la comedia del parque, el carnaval y sus  desfiles, tan caros al modernismo, dan un paso más allá en la ficción que acabará por ocupar la realidad entera. «Día», un poema dedicado a Cádiz, comienza así: «La seducción del mundo proyecta su aparato de magias verdaderas — El día es un teatro». Y en Oaristes (Venecia, 1940), repite: «un recinto me ciñe con constante insistencia— / yo mismo circundado de mi propia presencia», «cuál de mis vidas fue más cierta?»; pero ese asunto está ya inevitablemente unido al otro, al del espacio imaginario de la voz funámbula: «Y yo soy un teatro de actos desconocidos». Así que el teatro de la realidad y el de la identidad personal —y eso si los dos no fueran el mismo para Lasso— terminarán por constituirse en espacio de la poesía, bien que inverso al que en la tradición poética hacía del poema lugar significante, capaz de servir de alojamiento al sentido.

Otra novela mientras tanto —otra ficción—, la de la historia literaria, ha preferido fijarse hasta ahora exclusivamente en el autor de dos libros de estela modernista, Rimas de silencio y soledad (1910) y El corazón iluminado y otros poemas (1919), sus dos únicos libros de firma y fecha normales, es decir, manejables, encasillables; y hablar luego de un estrafalario afiliado al ultraísmo y al cubismo poéticos, y ahogar, en suma, al poeta en el retrato de un bohemio más, de un falsario o de un raro. Y Lasso, a la lectura de la obra entera y verdadera (si la verdad no resultara en su caso, como resulta, un episodio de la imaginación, claro), no es un raro más, anegado por el gas letal de la burbuja bohemia. Esos libros contienen poemas de encantadora persuasión, pero más parecen, vistos en la novela entera, una suerte de «borradores silvestres» del poeta-síntoma, del poeta ni mayor ni menor sino todo lo contrario, que lo fue, precisamente, por ser el borroso, el falso, si se quiere, protagonista de algo más parecido a una life in progress que a un work in progress juanramoniano. En esos libros hay fontanas eternales, deliquios, unciones de aromas, y también hay otras gotas epocales de teosofía y de esa clase de espiritismo frecuente en otros que, como el propio Pessoa, desdeñaron por entonces la mera experiencia de la subjetividad intimista a la búsqueda de algún infinito anamnésico, no vivido y sin embargo recordado, de una quimera anterior a lo anterior que, platónica o no, pudiera dar visos de una objetividad natural, allí donde «todo nombre es vano» (y ésta es la huida de la ilusión del lenguaje y del conocimiento a la que, moderna y a trechos mallarmeanamente, parece aspirar Lasso).

Ocurre, por tanto, como si aquella subjetividad romántica y simbolista se fuera mostrando también insuficiente, se fuera multiplicando, que es lo que sucedió en el caso del drama pessoano. Sea como fuere, en la poesía de Lasso se asiste desde entonces a la desposesión moderna y a la pluralidad de la conciencia poética (en las Rimas… se encuentra, por ejemplo, ese poema, «El espía»: «—¿Qué espíritu a mi lado me persigue y me nombra?»). Y se puede decir que, de Bécquer, a quien está dedicado El corazón iluminado…, a Juan Ramón, ese trayecto de la consciencia poética apenas cuenta con apeaderos por los que la poesía de Lasso no pasara alguna vez. Es como si leyendo sus versos nos pareciera estar leyendo, como en una cartografía completa, toda la poesía, o mejor, como si nos fuera dado leer la novela entera de la poesía, una novela sincrónica en la que poco importa ya qué precede o sucede a qué, una novela acaso no escrita en realidad por ningún autor personal. Bécquer, en quien Juan Ramón, como se sabe, veía el origen, tiene su eco («Yo sé un himno gigante y extraño…»), acoplado a veces al de Darío, en versos que hacen dimitir al poeta de la vieja condición en la que el lenguaje daba muestras suficientes de su poder apropiatorio de la realidad. «Yo conozco el poema que no se ha escrito nunca», dirá en Presencias; pero bien sabe ya que ese sentimiento de la divina armonía sobre su pecho no tendrá palabras justas, exactas, no podrá ser encerrado en un «rebelde, mezquino idioma». Y no lo podrá ser porque la voz está ya disuelta en una multiplicidad de ecos. Esto es tan evidente en Lasso que su vida en marcha terminará quedando reflejada en una obra que viene a ser, como decíamos, novela total de la poesía, de sus ecos, desde luego que sin voz (eso es, precisamente, más que una carencia de poeta menor, su hecho significante positivo). En los versos de Lasso podemos oír también a Antonio Machado («la sombra vaga de una sombra vieja»). Y, más adelante, ya en la plena ficción bibliográfica y existencial que el poeta fue construyendo a partir de Pasaje de la poesía (planteado en 1936 como antología de lo escrito entre 1911 y 1927, en la que el autor «demuestra» sus hechuras de adelantado al ultraísmo de Huidobro, al coloquialismo de Moreno Villa o al popularismo de Alberti), nos podemos encontrar con un eco de Guillén («…la vida en clara escultura; / el mundo en redondo fin»), con alguno de Cernuda («La soledad se llena de mí mismo…»), con uno de Alberti («Desde la orilla del mar / he visto un barco pasar / Quién fuera su capitán»), con uno de Lorca («Y yo qué extraño en toda esta presencia»), con otro de Bergamín («Este nuestro no decirnos nada / de lo que nos decimos dentro»)… Pero esos ecos no son, sin embargo, préstamos poéticos, faltas; para que lo fueran haría falta una voz central que los hiciera suyos. No dejan nunca de ser eso, ecos, porque en el personaje ya desidentificado tienen ellos más verdad que la voz, más la sombra que la figura, más la niebla que la clara y falsa luz con la que una conciencia única se apropia de una imagen del mundo.

A comienzos de los años veinte, Lasso colaboró muy asiduamente en las revistas ultraístas, entre ellas en Grecia, que dirigía el Isaac del Vando-Villar corresponsal de Pessoa. De esos poemas podríamos decir que si el Lasso becqueriano y modernista llegó a tener bastante clara la insuficiencia de las palabras y su última aspiración al silencio, el Lasso de la «impostura» vanguardista toma conciencia de la agotada subjetividad del «yo» romántico. El Lasso que asevera que «la turbamulta romántica se lamenta de pasiones que no sintió nunca» viene a ser un nuevo personaje que se vuelve contra su propia tesitura anterior, persuadido del nietzscheanismo que se hace transparentemente en «Universos», el poema que habla de cantos «claros, ligeros y diáfanos», de pureza, de agilidad, de juventud, de que «la vida es voluntad alegre y bella». Podría haber sido, quizá, una salida para su poesía; ésa fue en un determinado momento su lectura de lo vanguardista, más allá de la propiamente decorativa; una lectura propiciada por su de siempre inclinación hacia lo no manchado de excesiva humanidad. Sin embargo, no lo fue; fue otro episodio, que no deja de arrojar luz, como siempre, sobre la novela entera de la poesía, y desde el que —leyendo «Alas» y, sobre todo, «Enigmas»— podríamos, a lo mejor, mitigar, por ejemplo, la originalidad de los poemas enumerativos de Borges, probablemente en deuda secreta con su aventura vanguardista; evocar —a la luz de ese verso: «Mientras vago mis ángeles trabajan»— la muy conocida frase de Bretón acerca del sueño laborioso de los poetas, sobre todo cuando un postrero poema de 1957, precisamente titulado «Pasos perdidos», comienza diciéndonos de «El paraguas abierto en el vestíbulo / y el par de guantes negros en la silla…»; y más acá, pero en la misma novela, podemos comprender mejor por qué Valente llamaba neodecadente a Gil de Biedma; constatar el poso de un Cernuda de modernismo inconfesado entre las advocaciones veladas de los novísimos; pensar en Baudelaire y en Aloysius Bertrand cuando volvamos a leer —a la luz de ese poema en prosa, «Fischer», de Hotel del UniversoDiana y el mar muerto, de Juan Perucho; pensar, en fin, no sin vértigo, en la sincronía de la novela sin autor ni fecha de la poesía.

La salida —salida del laberinto de la ficción— no fue, sin embargo, aquella sobrehumanidad, sino, casi fuera de la novela y de la poesía, el amor. Lasso, el Marqués de Villanova, Don Diego de Noche, el Espía, sea quien fuere, se enamoró de Anna Bonetti, la hija del dueño del hotel de Florencia en el que desde 1942 se alojaba el poeta con su mujer. Y a lo mejor tenemos que pedir perdón porque no nos interese demasiado lo biográfico de Lasso, sino el itinerario de esa novela que únicamente encuentra su conclusión, digamos que su salvación, en el amor. Sólo allí —si el amor fuera un lugar— todos aquellos ecos serán voz, todos aquellos nombres serán persona, todas aquellas mentiras múltiples serán única verdad. En «Pantomime des étoiles», uno de los poemas «modernos», él mismo pronosticaba: «Y ser en lo demás / para siempre / uno mismo y distinto». Se trata desde luego de la eternidad distinta hallada ante un «tú» capaz de romper la galería de espejos de la cárcel personal. Fortuna y lástimas de amor es el desnudo, leve, verdadero diario poético que Lasso-Lasso dedicó a su amor y que por primera vez edita Bonet. Sólo allí los ecos pueden remontar al fin hacia la voz primera, antenatal —«Te conozco desde antes que nacieras»—. Sin el amor, la conciencia vuelve a ser la de un desconocido. Con él, «el mundo es mundo / el hombre es hombre», y la novela, al fin, se niega a sí misma.

Y sólo espero que todo esto no sea confundido con el elogio de un autor, sino de una edición que roza el prodigio de las mentiras verdaderas.

Escritor, poeta y crítico de arte español