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José Cereijo (Redondela, Pontevedra, 1957) es un poeta elegiaco. Y esto implica que es un poeta particularmente sensible a la temporalidad. Los poetas elegiacos, y la elegía como subgénero de la lírica, existen sencillamente por dos motivos: porque existe el tiempo y porque, según una arraigada tradición cultural y sentimental, el tiempo desgasta, transforma y aniquila todo lo creado. Si no hubiese tiempo, si todo cuanto acontece se produjese en un puro presente —como, según los teólogos, acontece en la Eternidad y, según los críticos literarios, en la poesía de Jorge Guillén—, o si al menos no estuviésemos habituados a reparar, más que en lo mucho que su transcurrir nos va enriqueciendo, en sus efectos negativos —eso que los físicos modernos llaman la «entropía»—, nadie lamentaría ninguna pérdida, ninguna ruina, ninguna ausencia… Y la poesía universal se vería privada de bastantes de sus mejores momentos.

Pero el tiempo sí existe, y nosotros vivimos dentro de una tradición cultural que nos mueve a fijarnos ante todo en lo que su paso nos quita. Por eso ha habido y habrá tantos poetas que canten sus tristes efectos. A ellos viene a sumarse José Cereijo con este libro, el segundo que publica.

El tiempo está presente no sólo en el título del volumen y en el colofón caligramático que lo cierra trazando la silueta de un reloj (cuya peana es una línea que reza: «Témpora tempore tempera»), sino también en los títulos de cada una de sus tres partes: tres adverbios —de tiempo, por supuesto— que corresponden a tres momentos distintos: «Ahora», «Entonces» y «Nunca».

No Es en la primera de esas partes donde se aborda de modo más frontal el tema del tiempo y sus consecuencias, «el modo en que el polvillo impalpable del tiempo, / que no es nada, termina por borrar lo que somos, / por volverlo en un fuimos melancólico y lúcido» (p. 18). Con melancolía y lucidez, el poeta nos habla de la muerte como parte de la existencia humana, del envejecer, de la fugacidad del hombre frente al cíclico retorno de la Naturaleza, del deseo de felicidad mientras corre el tiempo y va llegando la muerte, de los efectos destructivos de la temporalidad, y de la poesía como medio (falso) para vencerla, adoptando bien una actitud de desengaño nihilista —«Y mi ser, vaso inútil en manos de un enfermo, / rodará silencioso a estrellarse en la nada» (p. 23)—, bien una estoica conformidad con la realidad—« Morir, todos morimos; / ser hombre es ser mortal. No te des importancia» (p. 11)— y un resuelto propósito (que trae a la memoria ciertas páginas de Francisco Brines) de disfrutar ávidamente la dicha que aquélla nos permite —«Amar, amar la vida / sin esperanza alguna, / sabiéndola tan frágil, y tan corta»—.

En un segundo plano se dibujan otros temas, entre los que se destaca de forma muy especial la imposibilidad de alcanzar la felicidad: «acierto a ser feliz. Todas las cosas / que busco, que poseo, que me aguardan, / íntimamente están en otra parte / a que no sé llegar» (p. 17); «Ycómonos parece, pese a todo, / que es la vida una fiesta, / aunque siempre suceda en otra parte» (p. 25).

Los poemas agrupados en la sección «Entonces» parecen orientarse más bien hacia el futuro, ya que se caracterizan por su tono didáctico o moral, que a veces incluso se plasma en la lengua propia de las máximas («Echate a caminar…», «No pienses que tu vida es un vehículo…», «Aprende a conocer y amar esta existencia…», «Créeme: di a la vida…»). Las actitudes nihilistas y estoicas reaparecen insistentemente, aunque alguna vez (véanse «Instante» o »Enigma») se canta también una belleza «que no descifra ni destruye el Tiempo» (p. 45).

La última sección, «Nunca», comprende una serie de poesías de amor. O más bien de desamor: amores que nunca han llegado a ser, amores rotos sobre todo, casi siempre con el tiempo como escenario. Permítaseme reproducir aquí, para deleite del lector, «Si te vas», uno de los poemas de amor más originales, inteligentes y emocionados que he leído en los últimos años:

Si te vas, sé feliz. Y no pienses
que es solo
un generoso impulso quien dicta
estas palabras,
o el viejo afecto, vivo todavía:
también es el orgullo.
Que la dicha nos sea preferida
es triste, nada más. Pero que el
tedio,
la grisura, el cansancio,
aparezcan también mejores que
nosotros
a los ojos de aquél a quien amamos,
que prefiera su carga a nuestro
alivio…
También por egoísmo, ya lo ves;
si es que puedes,
por favor, sé feliz.

En rigor —casi huelga señalarlo—, nada de lo que este volumen ofrece puede considerarse esencialmente original. Más bien predominan en él convicciones que todo el mundo ha expuesto mil veces. Pero lo que importa es la modulación personal que cada poeta hace de esos materiales mostrencos que la tradición ha dejado ante sus manos. En los versos de José Cereijo hay un inteligentísimo análisis de las emociones; imágenes sugerentes, precisas e intensas; una dicción de tono propio y sostenido, de un gris apagado; un extraordinario sentido musical y un magnífico pulso para ajustar con precisión de relojero cada elemento del texto. Estamos ante uno de los mejores libros de poesía de los últimos meses.