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Hemos comprobado tanto a lo largo de El mundo de las palabras (analizado en el número 119 de Nueva Revista), como de sus otros libros, que Steven Pinker es un defensor acérrimo de la existencia de una naturaleza humana estable detrás de una serie de propiedades cognitivas, en contra del modelo estándar de las Ciencias Sociales, el predominante en los ambientes académicos norteamericanos y que, básicamente, postula que, a diferencia de la animal, rígidamente controlada por la biología, la conducta humana viene determinada por las distintas culturas, sistemas autónomos de símbolos y valores que varían entre sí arbitrariamente y sin límite alguno y que se adquieren a través de modelos de comportamiento. Según éste, los niños vienen al mundo cual tabla rasa, en expresión atribuida al filósofo inglés Locke, equipados solamente con algunos reflejos y una capacidad ilimitada de aprendizaje, proceso este no especializado y común a todos los ámbitos del conocimiento.

Denuncia Pinker en el Instinto del lenguaje (IL) que estas ideas constituyen la ideología secular contemporánea políticamente correcta, la postura sobre la naturaleza humana que una persona decente debe mantener. La alternativa, conocida por determinismo biológico, inmovilizaría a la gente dentro de la escala sociopolítico-económica y sería culpable de la mayoría de los horrores de épocas recientes: la esclavitud, el colonialismo y la discriminación racial, así como el origen de las castas sociales y económicas, la esterilización forzosa, el machismo y los genocidios. Pinker ha sufrido en su propia carne la censura por su incorrección política cuando defendió a Lawrence Summers, ex presidente de la Universidad de Harvard, quien señaló las diferencias innatas asociadas al sexo como posible explicación para la escasez de mujeres en las ciencias.

LA NATURALEZA HUMANA SEGÚN LA PSICOLOGÍA EVOLUTIVA

La naturaleza humana que Pinker abandera responde a los postulados de la psicología evolutiva, su propia especialidad. Entre otros incluye: 1) un diseño universal de la mente, resultado de las complejas interacciones entre la naturaleza humana instalada en un cuerpo como el nuestro y con nuestras condiciones de vida, conocimiento radicado en la biología evolutiva y la genética: por ejemplo, D. Brown en su libro Human Universals (McGrawHill, 1991) ha escrutado en profundidad modelos etnográficos universales subyacentes a todas las culturas documentadas y ha identificado más de trescientas pautas de pensamiento, instintos, sentimientos y tendencias comunes a todos los humanos; 2) el aprendizaje no es una alternativa al innatismo puesto que aquél no puede darse sin un mecanismo hereditario que lo regule, ni se realiza siguiendo un procedimiento único e indiferenciado sino que es modular, dependiente de distintos módulos mentales adaptados a la lógica y leyes de cada ámbito; 3) el complejo diseño de los sistemas biológicos procede de la selección natural, no de la casualidad o accidente, y, por tanto, han de estar encaminados a la reproducción y supervivencia de la especie; 4) la cultura no es una fuerza oculta de la naturaleza sino el proceso por el que en una comunidad se extienden contagiosamente unos tipos particulares de aprendizaje.

La psicología evolutiva parte de la antropología biológica, y se plantea situaciones a las que nuestros antepasados hubieran de enfrentarse en su hábitat como, por ejemplo, la comunicación lingüística y el reconocimiento facial. Cuando los niños resuelven problemas para los que se han desarrollado evolutivamente módulos mentales, adquieren conocimientos a los que no han estado expuestos, mientras que cuando se enfrentan a otros para los que no los tienen, el coste es mucho mayor. Si existe un módulo determinado, la neurociencia acabará descubriendo que el tejido cerebral que procesa esas tareas especializadas posee cierta cohesión psicológica. Pinker apostilla con Leibnitz a la afirmación de Locke de que no hay nada en el intelecto que antes no estuviera en los sentidos: «excepto el propio intelecto», con toda esta carga de organización psicológica resultado de la evolución.

La psicología evolutiva ha desacreditado la teoría de la tabla rasa al mostrar que muchas tendencias humanas no sirven para potenciar la felicidad y el bienestar sino que más bien parecen adaptaciones a un ambiente ancestral preparado para evolucionar. Por ejemplo, señala Pinkeren La tabla rasa (TR), que nuestro gusto innato por el azúcar y las grasas constituye una adaptación a un hábitat en el que ambos escaseaban, para asegurar así la ingesta necesaria, y aunque en épocas recientes hemos sido capaces de producirlos industrialmente, nuestro instinto ha ido a la zaga, por lo que ingerimos más de lo saludable.

Las ciencias del cerebro y la genética han socavado igualmente la idea de la tabla rasa al mostrar, por ejemplo, cómo los genes determinan los complejos circuitos neuronales que se establecen en el cerebro para la visión, que en absoluto dependen de la estimulación externa, o la distribución de la masa gris cerebral, estadísticamente correlativa en mellizos y aún más en gemelos, y que hace que los hermanos gemelos separados al nacer y reunidos en edad adulta sean mucho más parecidos entre sí, psicológica y conductualmente, que los mellizos, los simplemente hermanos, o los hermanastros que han convivido siempre y han estado expuestos a los mismos ambientes. La neurociencia ha demostrado también que hay mecanismos cerebrales ligados a la agresión y a la conducta violenta regulados genéticamente y, que son, por tanto, hereditarios.

Pinker, pues, desdeña la idea de la tabla rasa y asegura a la vez que ello no nos aboca al determinismo biológico ni a desistir de buscar la igualdad de oportunidades para todos. Tanto en IL como en TR afirma que no hay nada por descubrir en psicología que detraiga de la verdad obvia -y esto lo toma del preámbulo de la Constitución americana (precisamente destilado de Locke a través de Jefferson)- de que, ética y políticamente, todos somos iguales y tenemos los mismos derechos inalienables, entre los que se encuentran el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. El empirismo radical de la tabla rasa, por otro lado, no es necesariamente progresista, añade Pinker, sino que constituye más bien el sueño de todo dictador para modelar las mentes de sus subordinados y ha dado lugar a muchas tragedias en nuestro pasado reciente (nazismo, stalinismo, jemeres, etc). Es más correcto pensar que todos los individuos normales nacen con mentes ricamente estructuradas y las diferencias provienen del conocimiento experiencial que se adquiere a lo largo de la vida. El estudio de los módulos mentales se ocupa precisamente de todo lo que tenemos en común los humanos, lo que nos iguala, nuestra naturaleza.

Emerge, pues, una imagen de la naturaleza humana esencialmente biológica y adaptativa, que se manifiesta en un conjunto de emociones, patrones de pensamiento y aprendizaje universales. Pinker ha enumerado a veces esas manifestaciones en declaraciones como las siguientes (del programa de radio Point of Inquiry, 23-II-07): aunque seamos natural o cualitativamente iguales, los sexos (nuestro autor insiste en que no es científico hablar de género en este contexto) no lo son, sino que poseen una división complementaria de talentos e intereses, que naturalmente resulta en una distribución distinta de profesiones, por ejemplo; las personas se diferencian individual e intelectivamente, por lo que incluso un sistema económico idealmente justo no dará lugar a una equitativa distribución de la riqueza; tendemos a favorecernos a nosotros mismos y a los nuestros antes que a la sociedad, a nuestro grupo tribal o a la humanidad en su conjunto; todos nos engañamos sistemáticamente, creyéndonos más competentes de lo que en realidad somos y experimentamos una ambición desmesurada de estatus y poder. En otros lugares se ha referido también a la tendencia al libertinaje sexual. En fin, es la de Pinker una descripción laica de una naturaleza marcada por una imperfección anhelante del bien.

EL NATURALISMO PINKERIANO

La caracterización que hace Pinker de la naturaleza humana en sus libros, peca de excesivo naturalismo, además de postular algunas tesis que no son comprobables científicamente. Todo se reduce a mera evolución psicológica y en último término a la complejidad orgánica alcanzada por nuestra masa encefálica: las manifestaciones más abstractas y espirituales del intelecto se reducen a la actividad de sus cien billones de neuronas y cien trillones de sinapsis. La mente no es otra cosa que la actividad del cerebro y por eso aboga por la unificación de la neurociencia y la psicología. La autoconciencia o experiencia subjetiva -y por ende la libertad-explica en Cómo funciona la mente, es un epifenómeno inesperado e inexplicable, probablemente un artefacto, pues no hay un yo detrás de toda esa actividad cerebral, es pura ilusión (habría que preguntarle por qué firma entonces todas sus obras). En El mundo de las palabras, admite que cuando pensamos en un cuerpo humano no podemos dejar de concebirlo como persona, alguien que es y posee sus atributos corporales, además de sus pertenencias e ideas, pero eso solamente responde a nuestra percepción intuitiva, que ha de ser corregida por el conocimiento científico.

Pinker resuelve el complejo «problema difícil» (en expresión del filósofo australiano David Chalmers) de la autoconciencia -al igual que su buen amigo, el filósofo evolucionista Daniel Denett, profesor de la universidad de Tufts- atribuyéndolo a una serie de representaciones internas complejísimas que evolucionaron por selección natural, una de las consecuencias de nuestra capacidad intelectiva, de la que somos víctimas, al hacernos creer que tenemos el control de la nave. Nuestra limitada mente está diseñada para llevar a cabo unas tareas concretas en un planeta concreto, no para contestar a cualquier pregunta que podamos plantearnos. Si tuviéramos cerebros no confinados a discretos razonamientos combinatorios como los nuestros sería muy fácil explicar desde fuera cómo las descargas neuronales dan lugar a esas sensaciones internas subjetivas. Se entiende que mientras tanto hemos de conformarnos con este fenómeno accidental sin hacernos preguntas como la del porqué nuestro organismo ha dado lugar a algo tan poco económico como la autoconciencia.

Con la misma lógica, se liquida la cuestión sobre el sentido de las cosas, que no es más que un ente de razón. Las preguntas por los porqués últimos no se pueden responder por definición ya que se sucederían interminablemente. Las opciones humanas no son predecibles debido a la gran complejidad de neuronas y sinapsis que intervienen en su elaboración, que lleva a los lóbulos frontales del cerebro a procesar cantidades enormes de información para causar la conducta, que resulta así imprevisible e inanalizable, y daría lugar a esa apariencia de libertad, según los neodarwinistas. No se comprende cómo pueden hacer ciencia sin una verdadera libertad conscientemente empeñada en descubrir algo: debe ser también ciencia «aparente».

Pinker decide ignorar que aunque las propiedades psíquicas correspondan orgánicamente a fenómenos bioquímicos, éstos solos no pueden explicar la experiencia subjetiva, el entendimiento y la voluntad. Esta visión tan reductivista es consecuencia de una opción que rechaza como fuente de conocimiento todo lo que no sea evidencia experimental. Habría que preguntarle qué función evolutiva tiene que nos planteamos de entrada dichas cuestiones. Autores como Pinker y Dennett requieren de nosotros un acto de fe en vez de admitir que no tienen explicación para nuestra actuación consciente y libre. Desde luego lo que no van a aceptar nunca, por sistema, es la existencia del espíritu humano, de una persona con inteligencia y libertad que pueda estar en control de sus sentimientos y deseos, aunque sí la de unos lóbulos frontales que lo hacen por nosotros, queramos o no…

MORALIDAD Y TELEOLOGÍA EVOLUCIONISTAS

Otro problema que se le presenta a Pinker es el de la motivación en las relaciones sociales. Acude al concepto del Altruismo Recíproco, término acuñado por Robert Trivers, sociobiólogo evolucionista de la universidad Rutgers, para explicar las relaciones sociales y nuestro interés por aquellos individuos con quienes no compartimos genes, a diferencia de otros animales. En el caso de nuestros parientes, se explica por la teoría del «genegoísta», del biólogo neodarwinista británico Richard Dawkins: nuestros genes buscan extenderse y perpetuarse, y, por tanto, nos solidariza moscon nosotros mismos totalmente, al compartir un 100% de ellos, y algo menos con nuestros hermanos o hijos, con quienes compartimos un 50%, lo que deja lugar para el conflicto. Ante el determinismo genético, que lógicamente nos llevaría a querer a nuestros parientes por motivos inconscientemente egoístas, de autopropagación, señala Pinker que cabe la rectitud de intención en un nivel de análisis distinto e individual. Responsabiliza a nuestro enorme cerebro de la obsesión por la buena fama y por llevar cuenta de lo realizado en favor de otros, y viceversa, y de que formemos, a diferencia de otros organismos, sociedades complejas.

Todo esto conecta con el sentido de la moralidad, que Pinker vuelve a situar en los lóbulos frontales del cerebro, que nos permiten ir en contra del imperativo genético egoísta, corriendo así, en metáfora de Peter Singer, autor de The Expanding Circle (Farrar Straus Giroux, 1981), el control deslizante de la posición por defecto de la que partimos (aquellos con quienes compartimos genes), para incluir círculos de personas cada vez más amplios, y nos proporcionan sabiduría y previsión (de hecho, Singer, catedrático de bioética de la Universidad de Princeton y uno de los grandes impulsores del proyecto Gran Simio, extendería el círculo también a los primates). La actividad de esta zona cerebral converge con el imperativo categórico de Kant o regla de oro de la moralidad: tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros, principio que ha evolucionado para beneficiar a todos aquellos que lo adoptan simultáneamente (y que ya figura en el evangelio de San Lucas -Lc 6, 31-y en otras tradiciones filosóficas y religiosas). La esencia de la moralidad -ha declarado recientemente en una entrevista-debate organizado por la Fundación Templeton («¿La creencia en Dios ha sido superada por la ciencia?». Phillips vs Pinker, mayo 2008, www.templeton.org/belief/)- radica en la capacidad de intercambiar puntos de vista: cuando pido que se me trate de cierta manera, debo estar dispuesto a corresponder de igual modo, si quiero que me tomen en serio. Al igual que el sentido de la visión evolucionó hacia la percepción de la geometría euclidiana de tres dimensiones, anterior en el tiempo y correspondiente a la realidad circundante, nuestra psique ha evolucionado -por selección natural y sin teleología alguna que valga- hacia este tipo de reciprocidad, que beneficia a quienes la adoptan simultáneamente.

En esta línea, declara Pinker a la revista Time (12022007, traducción del autor): «La biología de la consciencia puede obligarnos a reconocer los intereses de los demás, que es el núcleo de la moralidad […]. Cuando reconocemos que nuestra consciencia es un producto de nuestro cerebro y que los demás tienen cerebros como los nuestros, se vuelve absurda la negación de la capacidad de sentir de los otros. El hecho evidente de que todos compartimos el mismo tejido nervioso nos impide negar nuestra común capacidad de sufrir». Es decir, que nuestros conocimientos neurológicos nos enriquecen éticamente. Y ésta es la razón, señala Pinker, del progreso moral en Occidente a lo largo del último milenio, que nos lleva a considerar inaceptable la tortura, castigar con la muerte a un ladrón, justificar las violaciones durante la guerra o utilizar el infanticidio para controlar la natalidad. Habría que preguntarle, por un lado, si no habrá tenido nada que ver en esto último la difusión del cristianismo a lo largo de estos dos mil años y, por otro, por qué las tiranías que citó anteriormente en la TR (nazismo, stalinismo, jemeres) persiguieron a sus víctimas: ¿fue porque desconocían su capacidad de sufrir, sus intereses y sentimientos o porque querían más bien imponer los suyos?

Y es que para los neodarwinistas, la finalidad no precede, sino que se va haciendo, como «el camino al andar» del poeta. El sentido de la vida es el del cerebro, con su propio devenir, aunque tengamos la ilusión (literalmente) de ponerlo nosotros. Poseemos un instinto moral latente que procede de la evolución y su ámbito de aplicación se ha incrementado con el tiempo por medio de la razón, el conocimiento y la empatía solidaria, moderados e integrados por los lóbulos frontales del cerebro, a los que tanto debemos. Para Pinker, pensar que la psicología evolutiva priva a la vida de sentido es confundir la causa última (por qué algo ha evolucionado por selección natural) con la inmediata (cómo funciona aquí y ahora). La «motivación» de los genes no corresponde a los motivos reales de la gente, que son ilusiones que inconscientemente colaboran con aquélla. Pinker compara el instinto moral al numérico en el sentido de que ambos pueden haber evolucionado para alcanzar verdades abstractas del mundo que acaso existan -quién lo sabe- fuera de las mentes que las captan y concluye que si estamos hechos de tal modo que no podemos prescindir de conceptos y preceptos morales, quizá éstos sean más reales para nosotros que si los hubiera decretado el Todopoderoso o estuvieran escritos en el cielo.

RETOS LINGÜÍSTICO-FILOSÓFICOS AL REDUCTIVISMO EVOLUCIONISTA

En la TR, Pinker se las ve con el llamado mito del «Fantasma de la Máquina»; es decir, la teoría de la dualidad de principios, tradición filosófica que va desde Platón hasta Descartes, según la cual el cuerpo está habitado por un espíritu depositario de nuestras facultades mentales y morales. Ya conocemos su postura: la inteligencia se explica en términos mecanicistas, de procesamiento de información: de hecho hay máquinas que pueden llevar a cabo conducta inteligente; las emociones constituyen mecanismos de retroalimentación y control; todos los fenómenos psíquicos no son otra cosa que la actividad fisiológica del cerebro, que se puede detectar introduciendo electrodos para estimular aquellas partes que pueden producir alucinaciones; la neurociencia nos dice si una persona está pensando en algo determinado por el consumo de glucosa u oxígeno, tal como se revela en las tomografías de emisión de positrones o en las imágenes cerebrales obtenidas por resonancia magnética funcional; se puede hasta reordenar la realidad, o adquirir una personalidad esquizofrénica -como si se tuvieran dos almas- al seccionar el cuerpo calloso, que une los dos hemisferios cerebrales… Además, termina Pinker, los intentos serios de contactar con las almas de los muertos han fallado. Todos estos factores, aunque no constituyan pruebas en contra del alma, apoyan su inexistencia debido a su ausencia de necesidad.

Sin embargo, apuntaba Pinker más arriba que aparentemente no podemos prescindir de los conceptos morales. Y esto es así también desde el punto de vista lingüístico: necesitamos vocablos tales como dolor, amor, libertad, voluntad, intención, maldad, bondad, envidia, traición… u otros tales como inteligencia, creatividad, estructura, propósito, etc. Es decir, sin ellos no podríamos expresar nada acerca de muchas ideas y realidades. De hecho, el propio Pinker -aparte de la autoconciencia- menciona otros subproductos inexplicables de la evolución del cerebro, como la música, el sentimiento religioso, el amor espiritual y los sueños. Y es que nuestro mundo interior es inexpresable de otra manera, como ha demostrado la fenomenología. El hombre es capaz de trascender su propia naturaleza por medio de la creatividad de su inteligencia, porque aunque la fisiología humana es comparable a la del resto de los mamíferos, su psicología escapa a la experimentación científica y es la que nos hace ser «alguien», con una biografía, cultura y singularidad especiales, en contraste con los animales. Es decir, aquí el vocabulario de la física desaparece por completo, como si le faltaran variables o como si existieran realidades que no son de naturaleza física, tal como apunta Lorda (Para una idea cristiana del hombre, Rialp 2001).

Las posturas neodarwinistas son reductivistas al postular que, aunque no se pueda comprobar, las manifestaciones superiores de la conducta humana, resultado de una libertad que en el fondo niegan, deben ser explicadas por principios de orden inferior (mayor complejidad neuronal y sináptica), que aceptan como verdad de fe. No obstante, cuanto más se baja en la escala física, la realidad parece estar hecha de constituyentes no materiales, de puras potencialidades de materia y energía a la vez. La mecánica cuántica ha descubierto un flujo de ondas y partículas a nivel subatómico, lo que sugiere que lo único físico a esos niveles procede de la observación de instantáneas del objeto en alguna de las fases de su existencia. Por otro lado, suponer que en la realidad solamente existe lo físico es una pura creencia indemostrable. Reconocer que en el hombre puede haber manifestaciones de otra realidad es abrirse al mundo del espíritu, y la fenomenología, al tratar de describir el mundo interior de las experiencias conscientes, ha demostrado que hay indicios de otro ámbito de experiencia con sus leyes y vocabulario propio.

Desde el punto de vista de la filosofía del lenguaje, Philip Clayton, catedrático de Filosofía de la escuela de postgrado Claremont y autor de Mind and Emergence: From Quantum to Consciousness (Oxford University Press, 2004), señala que la mente es mucho más que la simple suma de sus partes puesto que, además de ser una máquina de procesamiento sintáctico, como afirman Pinker y Dennett, lo es también de computación semántica. No responde simplemente a estímulos externos o a factores físicos internos. Lo que se denomina consciencia de orden superior está muy implicada en la creación de significado, sobre todo por su capacidad de afirmar la existencia de objetos por medio de la lengua. La consciencia es mucho más que un sofisticado mecanismo de supervivencia o un ordenador rapidísimo. La propia resistencia de la mente a simples explicaciones reductivistas apunta a que es un sistema emergente muy complejo cuya creatividad y capacidad para actuar intencionalmente la pone en contacto con un orden subyacente a la realidad, análogo al mundo de las ideas de Platón, que hay detrás de nuestro efímero mundo de apariencias y al que alude también Pinker en su último libro.

Otro filósofo del lenguaje, Mortimer Adler, en su obra Some Questions about Language: a Theory of Human Discourse and its objects (Open Court Publishing Company, 1976), después de criticar la teoría dualista de los coprincipios separables cuerpo y alma, según la cual, del mismo modo que la mente es independiente del cuerpo, también lo son la ética, el libre albedrío y Dios, con argumentos semejantes a los de Pinker, arremete también contra el monismo radical, como el de nuestro autor, según el cual, al igual que el cerebro produce la mente, la ética, el libre albedrío y Dios son solamente productos encefálicos. Sostiene Adler que aunque mente y cerebro sean inseparables existencialmente, lo mental y lo físico son aspectos analíticamente distintos, lo que ilustra con el ejemplo del cirujano que está dictando a un secretario lo que observa en el centro de la visión del cerebro expuesto, a cráneo abierto, de un paciente que está a su vez dictándole a otro una descripción de las paredes de la habitación en que se encuentran, y hace notar que el lenguaje usado por paciente y cirujano es necesariamente distinto: el del primero contiene palabras referidas a experiencias conscientes sobre la habitación y el del segundo a fenómenos físicos corticales.

Argumenta Adler que el cerebro es condición necesaria pero no suficiente del pensamiento conceptual, al requerir éste igualmente un intelecto inmaterial, y que la conducta humana y la animal son radicalmente distintas pues nuestras facultades sensoriales no pueden captar conceptos universales ya que su alcance cognitivo no va más allá de lo concreto y particular. Es decir, no podríamos aprehender conceptos universales si no tuviéramos otra capacidad cognitiva cualitativamente distinta, el intelecto. Nuestros conceptos son universales, al significar objetos que son tipos de cosas, no ejemplares individuales, y esa universalidad indica que no pueden existir físicamente o encarnarse en la materia. Esos conceptos existen en nuestras mentes como actos de nuestra capacidad intelectual, por lo que ésta ha de ser inmaterial, no encarnada en un órgano material. Para Adler, pues, la actividad cerebral, aunque necesaria, ya que nuestra capacidad de abstracción precisa a su vez de las neurosensoriales de la percepción, memoria e imaginación, no es condición suficiente del conocimiento conceptual: conocemos el concepto gato, lo que es ser un gato, no solamente el gato siamés que estamos viendo en un momento determinado, que es hasta donde llegan los animales. Solamente, concluye Adler, si el cerebro no es condición suficiente de la actividad intelectual y el desarrollo conceptual, podremos concluir que la diferencia entre la mente humana y la de los animales, y entre la conducta humana y la animal, es verdaderamente radical y no meramente superficial. No cabe explicarla por medio de una mayor complejidad fisiológica por parte de los humanos, que equivale a no dar explicación alguna. Es decir, solamente si el intelecto, que es parte de la mente humana y no se encuentra en otras especies, es el factor inmaterial con el que cuenta el cerebro para su actividad se puede hablar de condición suficiente y necesaria a la vez.

Desde una perspectiva más amplia, pues tratamos aquí con aspectos distintos del conocimiento, algo que los neodarwinistas no alcanzan a ver, señalan Artigas y Turbón (Origen del hombre: ciencia, filosofía y religión, Eunsa, 2.ª ed., 2008) que no podemos ignorar nuestra capacidad de autorreflexión, aspecto de nuestra experiencia subjetiva, y que nos permite conocer y reflexionar sobre nuestros propios pensamientos para comprobar si son o no verdaderos. Somos capaces de representarnos el mundo como objeto y estudiar aspectos concretos de éste, lo que requiere capacidad de abstracción y creatividad al mismo tiempo. Nuestra actividad intelectual nos permite crear modelos teóricos e idear experimentos para comprobar si los resultados confirman nuestras teorías. Todo esto depende de nuestra capacidad de razonar y argumentar y refleja una curiosidad intelectual inagotable y un afán más general por alcanzar la verdad. Aunque estas capacidades se basan físicamente en el cerebro y en los órganos de los sentidos, pertenecen a todo nuestro organismo, porque nuestro conocimiento es unitario.

La idea que desarrollan estos autores es que la persona humana pertenece a la naturaleza a la vez que la trasciende. Señalan que la peculiar forma de organización de la vida por parte del Homo Sapiens Sapiens debe mucho a la capacidad del lenguaje, y aunque ésta depende en su uso de la evolución de los correspondientes órganos fonadores, éstos solos no bastan si la inteligencia no tiene nada que decir, ya que es ésta la que nos permite conocer la realidad circundante en sí misma, tal como apuntaba Adler. Nuestra mente nos facilita enfrentarnos a la realidad total sin estar determinados en nuestros actos, de los que somos dueños, no como los animales. Esta libertad de la interioridad o espíritu humano, tan profundamente rica, que nos permite querer algo y hacerlo, es la que crea cultura e historia y es capaz de transformar el mundo e incluso crear entornos artificiales. Por eso el emergentismo materialista del espíritu, que sostienen los neodarwinistas para fundamentar la singularidad humana, no va a ninguna parte, pues es muy cómodo e inútil responsabilizar de la racionalidad a la inmensa complejidad orgánica y bioquímica de nuestro cerebro, que lo destilaría como propiedad nueva. El postulado emergentista contiene dos supuestos nada claros: por un lado, el reductivismo de suponer que si el hombre proviene de los animales es un animal más, cerrándose así a la novedad esencial del ser humano, y, por otro, el de que lo anterior es más fundamental que lo posterior, no llegando así a entender que si bien el cerebro es la base física de las operaciones intelectuales del hombre, éstas le llevan a trascender las condiciones materiales.

Habría que referirse también, brevemente, a ese otro aspecto de nuestra experiencia subjetiva de la libre elección, que radica en la voluntad. Aunque podamos detectar nuestras tendencias antes de que puedan dar lugar a una elección concreta por medio de electrodos, no tenemos por qué actuar de acuerdo con ellas y, de hecho, muchas veces no lo hacemos, como cuando, por ejemplo, decidimos superar un estado de ánimo determinado o perdonar a alguien con quien nos hemos enfadado. Es decir, podemos voluntariamente intervenir en el curso de los acontecimientos, que así «acontecen» no simplemente como parte de un ciego devenir evolutivo.

DIOS, RELIGIÓN, MUERTE Y ESPÍRITU

Con los antecedentes expuestos, se puede anticipar que Pinker es ateo, como él mismo declara sin ambages siempre que se le pregunta. Afirma nuestro autor que lo que hay después de la vida es la muerte, no al revés, no hay otra vida después de la muerte cerebral, que, afirma, devaluaría la presente al poner la esperanza en otra futura, en la recompensa que esperan tantos fanáticos religiosos, y que inspira fechorías como la del 11 de septiembre, por citar solamente una reciente, o que lleva a la irracionalidad de oponerse a la investigación con células madre embrionarias. Habría que preguntar a Pinker: ¿es que muchos de los voluntarios que arriesgaron su vida para rescatar gente en la tragedia referida no lo hicieron en parte apoyados por esa misma esperanza (además de por la acción regulatoria de sus lóbulos frontales)? Reconoce Pinker que esta visión materialista de la muerte choca contra nuestro instinto, pero es de esas cosas que, al igual que la visión intuitiva del espacio, ha de ser constantemente corregida por la ciencia escéptica.

Con este bagaje, Pinker no sabe cómo enfrentarse a la cuestión sobre la igualdad o diferencia de derechos entre humanos y animales (entrevista con Dan Schneider, 25-8-07, en http://www.cosmoetica.com/dsi4.htm). Argumenta que matar a un animal no es moralmente tan malo como a un hombre porque los humanos, debido a sus relaciones sociales, autoconciencia y capacidad de anticipación del futuro sufrimos más, por ejemplo, la muerte y la esclavitud que los animales, aunque cree que esto no justifica comer carne o vestir sus pieles. La ve como un problema difícil de resolver y que requiere mayor consideración. No es extraño que Pinker no comprenda la idea de la dignidad humana. Recientemente ha publicado un artículo (The New Republic, 28-V-2008) titulado «La estupidez del concepto dignidad, la última y más peligrosa ardid de la bioética conservadora»), en el que, a pesar de su innegable valía científica, demuestra no entender dicha noción pues la concibe de un modo totalmente ajeno a su esencia. Al tratar de caracterizarla, la asimila torpemente a la solemnidad, la categoría social, la soberbia, la compostura, la pulcritud, la madurez o el atractivo físico, y en último término, cuando la considera algo más profundamente, la hace radicar de nuevo en la regla de oro de la moralidad, tratar a los demás como deseamos ser tratados.

Verdaderamente, si no se cree que el hombre es la única especie que posee inteligencia y voluntad, y por tanto libertad, o que éstas son meros artefactos o ilusiones derivados de la evolución del cerebro (y, aparte y además, que estos atributos nos asemejan a Dios), es muy difícil entender el concepto de dignidad, que es algo entitativo. No hay que olvidar que Pinker piensa que no se puede distinguir entre ciencia y filosofía, por un lado, y religión, por otro: solamente existen las dos primeras y como la filosofía, al igual que la religión, se ocuparía de aquellos problemas que aún no ha resuelto la ciencia, ambas acabarán confluyendo en la pura ciencia experimental. Pinker no entiende que la fe sea un modo de conocimiento basado en la autoridad de quien revela sino que la considera una creencia irracional al nivel de la astrología o la alquimia (entrevista con Steve Pinker y Rebecca Goldstein en Proud atheists, www.salon.com/books/feature/2007/10/15/pinker_goldstein).

También ha declarado Pinker en Proud atheists que lo único que nos hace poco corrientes en el mundo natural es la tríada compuesta por el lenguaje, la cooperación social y la pericia tecnológica. No es poco, habría que añadir. Sin embargo, esta tríada carece de sentido si, efectivamente, la autoconciencia es un mero accidente que emerge de nuestra complejidad neuronal, con un subproducto llamado libertad, pero que en realidad es tan ilusión como aquélla; y si nuestros logros y mejores sentimientos e intenciones están de hecho inconscientemente determinados por los genes y la interacción con el ambiente, aunque subjetivamente los experimentemos como si nos pertenecieran. Los tres elementos de la tríada requieren una toma de conciencia del yo que nuestro autor considera una ficción y que haría de esas tres características las propias de un hormiguero muy sofisticado, de hormigas que se creen algo. Qué pena daría esta visión de la autoconciencia vacía al protagonista de la película Candilejas, quien le dice a la protagonista aspirante a bailarina, que intenta suicidarse, para convencerla de su locura: «¿Es que no eres consciente? ¿Acaso el sol puede decir lo mismo que tú?».

Si nuestras nociones intuitivas son sospechosas y han de ser experimentalmente revisadas, únicamente los ilustrados alcanzarían su auténtica realización como seres humanos. Sabemos (intuitivamente), que no es así, que hay multitud de personas en este mundo que solamente pueden recurrir a ellas y son plenamente humanos. No en balde, entre esos conocimientos, está el más asequible y el más importante de todos, la existencia de Dios, alcanzable también por medio de la razón, aunque no empíricamente. No obstante, solamente lo experimentan los sencillos, los que se hacen como niños y no se dejan hinchar por la mucha ciencia, por muy evolutiva que ésta sea, porque saben (intuitivamente) que «el hombre no es una equivocación, ha sido deseado, es fruto de un amor. Puede en sí mismo, en el atrevido proyecto que es, descubrir el lenguaje del Espíritu Creador que le habla a él y le anima a decir: Sí, Padre, Tú me has querido» (J. Ratzinger, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona, 2005, pp. 8283).

Docente en la Universidad Complutense, en Filología Inglesa