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«¡Oh tú vida humana, trágica y mortal, a cuántos has decepcionado, a cuántos has seducido, a cuántos has cegado!» (Columbano, Instr. V. 1).

¡Bonita manera de comenzar un día de fiesta!, dirán algunos, ¿a qué viene esto?

Son palabras escritas por un contemporáneo de San Isidoro, llamado Columbano y que es tenido por el primer intelectual irlandés. Educado en el famoso monasterio de Bangor, en su isla natal, fue luego uno de los grandes cristianizadores del continente europeo1.

En el capítulo de la instructio que nos ha servido de introducción, Columbano sigue así su reflexión: «quienes te aman no te conocen… ¿qué eres entonces, vida humana? Eres camino de los mortales, no vida (via, non vita)… muchos te ven, y pocos comprenden que eres camino…».

La reflexión, a primera vista muy medieval, tiene sin embargo en su conjunto un trasfondo platónico. Y es que la reflexión sobre el sentido de la vida humana es un tema que interesa a todos los hombres de todos los tiempos.

Hace justamente medio siglo, el conocido maestro Romano Guardini editó algunas de sus lecciones pronunciadas en la universidad de Munich bajo el título Die Lebensalter, que se ha traducido al español hace sólo cinco años -sobre la séptima edición de la obra en alemán- con el título de Las etapas de la vida2. Siete ediciones en alemán y una traducción española al cabo de más de cuarenta años son índice elocuente de la atención que el asunto reclama. No hay nada que interese más al hombre que el sentido de su propia vida. Una realidad fluyente que no constituye, sin embargo, como dice Guardini, «un río uniforme», sino que consta de tramos desiguales. Cada uno de ellos tiene sentido en sí mismo pero está abierto e influido por los demás: en el hombre maduro queda algo de lo que fue en su infancia; los proyectos de juventud se realizan en la edad madura; la vejez es, de algún modo, fruto de la vida anterior. Hay una cierta solidaridad entre las diferentes etapas de la vida. Todo el conjunto está sometido y marcado por el paso inexorable del tiempo.

«El transcurso de la vida es seguro y uno solo el camino que sigue la naturaleza, y además sin desvíos; a cada edad le corresponde lo suyo; la debilidad de los niños, el atrevimiento de los jóvenes, la gravedad de la persona ya entrada en años y la madurez de la senectud son una cosa natural» (Cic., Sen. 34).

Ese transcurso lleva consigo el que todos los afanes pasan. De nuevo Cicerón: «¿Qué jóvenes echan en falta las cosas por las que se entusiasmaban en la infancia? Tampoco se echan de menos en la mediana edad los afanes de la primera juventud; y en la vejez no se desean las mismas cosas que en la edad mediana» (Sen. 76).

Estas consideraciones apuntan a que el paso del tiempo no tiene sólo consecuencias fisiológicas sino que comporta un cambio de gustos, de aficiones e incluso de hábitos.

La relación edadcarácter es un punto en el que ya se detuvo Aristóteles, que describe en su Retórica los rasgos dominantes en las distintas edades de la vida, que según él son tres -juventud, madurez y ancianidad-.

El carácter típico del joven es caprichoso y decidido; variable e impulsivo; deseoso de triunfos: ingenuos, crédulos y esperanzados y animosos, y por eso, audaces y magnáninos; capaces de ilusionarse con grandes empresas. Prefieren lo hermoso a lo conveniente y gozan más que en otras edades de la convivencia entre amigos y compañeros. Dados al exceso: «aman demasiado y odian demasiado». Si cometen injusticia es más por insolencia que por maldad. Son, en fin, compasivos y amantes de la risa3.

El planteamiento aristotélico es, en este punto, el de oponer contrarios. Por eso, el carácter de las personas de edad avanzada queda definido por rasgos opuestos a los que acabamos de enumerar. El anciano es cauteloso al dar su opinión; es suspicaz y desconfiado; se contenta con lo necesario para vivir, y no es generoso. Aman la vida como un bien cuya pérdida se teme. Y una expresión que merecería comentario aparte: «son más egoístas de lo que se debe». Les tira más lo útil que lo bello. Tienen cierta despreocupación, y viven más del recuerdo que de la esperanza: son por eso charlatanes, porque gozan recordando. También son compasivos, pero más bien por debilidad, y no son alegres.

En este juego de contrastes, está clara la desventaja del anciano. El hombre maduro representa en la visión aristotélica el siempre elogiado término medio.

Pienso que esta panorámica del punto de vista aristotélico puede ser un buen telón de fondo para traer a escena las opiniones que se encuentran en una de las obras más leídas y comentadas de la Antigüedad clásica: el diálogo de Cicerón titulado De Senectute, núcleo de esta lección, cuya justificación casi huelga: es la última lección de una latinista.

DE SENECTUTE

Cuando Cicerón tenía 62 años, poco antes del asesinato de César (Idus de Marzo del 44 a.C.) dirigió a su amigo Atico, tres años mayor que él, con quien le unían además lazos de parentesco, un escrito consolatorio sobre la vejez, redactado en el momento en que empieza a experimentar sus limitaciones. Fue «una elaboración gozosa, que borró todas las molestias de la vejez, y la hizo alegre y amable» (Sen. 2).

La idea no era precisamente original, pues este tipo de escritos se había puesto de moda en la cultura alejandrina: la sociedad refinada y sofisticada del mundo helénico posterior a Alejandro. La forma elegida -el diálogo- también es heredada de Grecia.

En cambio, sí es original el modo en que presenta Cicerón su tema: como experto abogado, escribe sobre la vejez haciendo de ella una auténtica defensa forense, que centra en cuatro puntos que corresponderían a cuatro acusaciones: la falta de fuerzas físicas; la incapacidad para gozar del placer; la falta de actividad; la proximidad de la muerte.

No pretendo seguir paso a paso este esquema, excesivamente sistemático para una lección como ésta, y que contrasta además fuertemente con los enfoques actuales. Pues vivimos en una sociedad en la que las cuestiones relacionadas con la edad y con la última etapa de la vida ocupan y preocupan seriamente, pero con una visión muy distinta: hoy se habla de «los mayores» -afortunadamente es este término de honda raigambre y a la vez respetuoso- que ha sustituido en el uso común a aquella desafortunada expresión que hizo furor en la década de los 70 en el pasado siglo XX; me refiero a «la tercera edad», título que Simone de Beauvoir dio a una de sus obras, y que llegó a alcanzar amplia popularidad. Esa denominación, basada en la división tripartita de la vida que arranca de la teoría aristotélica, pretendidamente eufemista pero fría y despersonalizada, ha dejado de tener vigencia.

Hoy hablamos, como digo, de los mayores, pero con la atención puesta en el cuidado de su salud y el modo de conseguirlo con el menor trastorno posible y sobre todo con la preocupación derivada del creciente aumento de la edad media de vida, unido a la escasa renovación de la población, producida por el llamado control de natalidad, de funestas consecuencias, no sólo en el terreno de la demografía. En definitiva, el núcleo del discurso actual sobre las edades de la vida está constituido por una preocupación más económica que propiamente humana. El criterio de la productividad es, sencillamente, inhumano, y eso dejando a un lado el análisis prospectivo sobre los experimentos de la biotecnología que ha hecho el pensador Fukuyama.

El planteamiento ciceroniano es totalmente ajeno a la cuestión económica; está centrado en puntos que afectan más a la personalidad, al carácter, a la función social que corresponde a cada edad, entendiendo esta función como un intercambio personal de aportaciones a la mejora de la vida en sociedad.

Hay, por otra parte, una cuestión previa no muy fácil de aclarar: ¿qué se entiende por «senectud»? O, en términos más descarnados: ¿a qué edad se es viejo? Indudablemente hay en esto un factor individual, que parece resistir cualquier clasificación, pero también es cierto que el paso de los años tiene un innegable papel. Por eso hay edades oficialmente establecidas para invitar a retirarse voluntaria, u obligatoriamente. Sin embargo esas edades oscilan de un país a otro, de una cultura a otra, incluso de una profesión a otra.

No es la misma la edad a la que se retira un futbolista o un cantante que la de un banquero. No envejece a la misma edad un nómada subsahariano que un lord del Parlamento inglés, por poner ejemplos algo alejados.

Por otra parte, están las diferencias de época. En la Roma republicana en la que vivía Cicerón había una edad establecida como seniorum aetas: se era senior a los 46 años; aunque parece que el sentir común era que la senectus comenzaba en torno a los 60. A título de anécdota vivida: la lección inaugural del Curso 1974-1975 correspondió en esta universidad a un veterano profesor de Oftalmología, que dio a su lección el título de «Consideraciones sobre la vejez». Dijo allí, que desde el punto de vista puramente físico, podemos decir que la senilidad comienza a los 25 años.

De senectute es el subtítulo de la obra, que lleva como título principal el nombre de su protagonista: Cato Maior; protagonista porque Catón el Viejo es el personaje seleccionado para hacer esta exposición que es a la vez consolatio y defensa. No está elegido al azar. Catón tenía un enorme prestigio; Cicerón lo utiliza como altavoz de sus propias ideas «para que el discurso tenga más autoridad»; es el mismo recurso que vemos en la publicidad: para vender el producto se utiliza una imagen que atraiga: hoy, Bisbal; anteayer, Julio Iglesias o -la otra cara de la moneda- Isabel Preysler.

Catón tenía el prestigio de sus virtudes militares, de su austeridad, de su elocuencia. No murió hasta los 85 años y en el momento en que se sitúa el diálogo tenía 84, por lo que presenta la ventaja añadida de haber experimentado una vejez prolongada, en la que había destacado y triunfado. El carácter de consolación que tenía la obra se explica porque se trata de aliviar del peso de una edad a la que -como dice en paradoja humorística- «todos desean llegar, y cuando llega la llenan de improperios» (Sen., 14).

A lo largo de la obra, el desarrollo vital se va asimilando a otras realidades con expresiones metafóricas. La juventud es como la primavera; en ella apuntan y asoman los frutos que luego vendrán, y que se cosecharán y guardarán en las siguientes estaciones; no hay que dolerse del cambio, como no se duele el agricultor de que cuando acaba la suavidad de la primavera vengan el verano y el otoño (Cfr. Sen. 70). Los frutos del árbol maduran a su tiempo, y después envejecen. La idea, de origen pitagórico, la encontramos, entre otros, en el poeta Ovidio4.

Otras veces, la vida se asemeja a una navegación: al acercarse la muerte es como el que tras una larga travesía divisa ya el puerto al que va a llegar (cfr. Sen. 71).

Pero la imagen más lograda, y la de más amplias connotaciones es la concepción de la vida como una representación teatral (baste recordar, entre nuestros clásicos «El gran teatro del mundo»). Esta imagen aparece y reaparece, como un brote rebelde, en cinco momentos de la obra, y estaba ya como anunciada en el tratado De Finibus que Cicerón había escrito un año antes: «salgamos de la vida como de un teatro»5.

La idea estaba extendida en la filosofía popular de la época: la vida es como un drama, y no se puede fallar ni como un poeta desmañado ni como un actor inexperto, en el último acto (cfr. Sen. 5 y 64). Y lo mismo que al actor, al que está en la escena de la vida no hay que aplaudirle hasta que ha terminado la representación (Sen. 70). No contento con la advertencia, saca Cicerón a relucir el ejemplo del disfrute que produce el actor en escena, dando incluso el nombre de un famoso de su época, Ambivio Turpión, y dice: «lo mismo que se deleita sobre todo el que la ve en primera fila con la actuación de Ambivio Turpión, pero también se deleita el que lo ve desde la última, así la juventud, que ve de cerca los placeres, lo pasa seguramente mejor, pero también lo pasan bien los mayores, viéndolos de lejos, en la medida de sus posibilidades6. Aquí hemos pasado de ser actores a ser espectadores, pero seguimos en el teatro de la vida.

Sucesión de estaciones, navegación o drama, son imágenes más o menos brillantes, todas con un aire optimista porque acaban bien. No así otras visiones como la de nuestro Séneca que ve la vejez como un edificio ruinoso7.

El símil de Séneca me trae a la memoria la respuesta de un conocido eclesiástico ya entrado en años qué vive en Roma. Cuando le preguntan: ¿cómo está Vd. ? Responde: «Como el Coliseo: hecho una ruina, pero muy visitado».

En la visión ciceroniana queda patente el sentido común: el envejecimiento es una necesidad natural, no un mal; y pretender luchar contra la naturaleza es como emprender una Gigantomaquia. Es lo mismo que expresa Guardini con palabras más actuales: «sólo envejece de manera correcta quien haya aceptado interiormente su envejecimiento». Aunque -de nuevo Cicerón- con una pizca de ironía: «no hay nada peor que envejecer antes de ser viejo» (Sen. 32).

UNA EXPERIENCIA EVOLUTIVA

Comentaba la importancia que tiene en el pensamiento de Cicerón el hecho de que, entre unas edades y otras, se produce un intercambio favorable y beneficioso. Es éste un hilo que atraviesa todo el tejido del tratado De Senectute y que merece que se le presten unos minutos de atención.

Es fundamental la afirmación de que una buena vejez se apoya en los cimientos de una sana juventud (Sen. 62). No quiere decir esto que haya que poner el máximo empeño en conservar las fuerzas: ¿es que no hace nada el capitán del barco sosteniendo el timón, sentado en la popa, cuando los otros van de acá para allá? No son las fuerzas físicas, ni la velocidad, ni la rapidez las que consiguen cosas grandes, sino la prudencia, el prestigio, el buen sentido (cfr. Sen. 17). Es algo tan de sentido común como hacer lo que se puede, sin echar en falta lo que no se tiene: «tampoco yo cuando era joven echaba de menos las fuerzas de un toro o de un elefante», dice Catón (Sen. 27). Por otro lado, no hay que confundir las consecuencias de la edad con los efectos de la enfermedad: «¿qué tiene de extraño que los ancianos se pongan enfermos si también se ponen los jóvenes?» (Sen. 35).

Pueden conservarse las condiciones físicas con un moderado ejercicio; pero si no, «ni falta que hace» (Sen. 34).

Más importante que mantener la forma corporal es mantener el ejercicio de la mente, a la que «hay que alimentar como se alimenta una lamparilla con aceite para que no se extinga la luz. El ejercicio corporal fatiga; el ejercicio de la mente sostiene» (Sen. 36). Por otra parte, hay que matizar la extendida creencia de que se pierde la memoria; no sin humor dice Catón: «nunca he sabido de un viejo al que se le olvide dónde tiene guardado su dinero. Se acuerdan de todo lo que les interesa: quién les debe dinero y a quién se lo deben ellos» (Sen. 22). En este punto no sé si las cosas han cambiado poco: allá la vivencia de cada cual.

Permanece el talento con tal de que permanezcan también el interés y el esfuerzo; de ahí la importancia de mantener la ilusión de aprender algo cada día (Sen. 26). Se trata, en definitiva, de procurar una cierta juventud de espíritu. El qüe vive metido en el estudio y en el trabajo no se da cuenta de cuándo llega la vejez y va envejeciendo sin sentir, poco a poco: sensim sine sensu (Sen. 38, cfr. 71).

Un elemento de contraste es el que puede resumirse en la sentencia «la temeridad es propia de la edad floreciente, la prudencia de la que va envejeciendo» (Sen. 20). Parece que la falta de experiencia es algo que no se puede suplir: cada uno vive su vida, y tiene que cometer sus equivocaciones para luego retractarse. Forma parte del juego.

«El joven quiere vivir mucho, el anciano ya ha vivido mucho» (Sen. 68). Las equivocaciones pueden ser menores o mayores, si se atiende a lo que puede aconsejar una persona experimentada. «La cúspide de la vejez es la autoridad» (Sen. 61); la gran compensación es la auctoritas. De ahí la gran ayuda que el paso de los años puede proporcionar al que todavía no ha pasado por ellos. No es una casualidad que el órgano consultivo de la Res publica romana fuera el senado, compuesto de senes, como su nombre indica. Una función que encontramos en otras sociedades de la Antigüedad y que hemos heredado mutatis mutandis en nuestro mundo contemporáneo.

Al llegar a esta cuestión, es de estricta justicia, pero sobre todo un deber gustoso, aludir a la relevancia que esta noción de auctoritas -cualidad que es propia de los mayores (aunque no la tengan todos)- tiene en el mundo romano. Es el núcleo de toda una línea de trabajo y de investigación realizada por mi maestro Alvaro d’Ors y estudiada por uno de sus más jóvenes discípulos, actualmente Ordinario de Derecho Romano en nuestra Universidad. El binomio potestas-auctoritas (poder y autoridad) expresa una distinción que -sin capacidad para detenernos ahora en cuestiones más técnicas y sutiles- podríamos sintetizar en una frase dorsiana que se ha hecho famosa en el mundo universitario: «Pregunta el que puede (potestas), responde el que sabe (auctoritas)».

El saber, que no se reduce naturalmente a los conocimientos que se adquieren por medio de la lectura o las clases, es precisamente el punto fuerte de la persona mayor. Hasta el extremo de que en la ya mencionada obra de Guardini, se llama a esta etapa de la vida «la edad del sabio». Un momento que él distingue claramente del declive al que llama propiamente senilidad, punto en el que ya la debilidad de las fuerzas alcanza a todo el ser humano.

Dice Cicerón que la persona mayor está en condiciones de superioridad para la actividad política; escribe textualmente: «pueden encontrarse grandes países arruinados por jóvenes, restablecidos y puestos de nuevo en pie por ancianos». Quizá la frase no requiere más comentario explícito que el hecho de que en algún país europeo se puede ser primer ministro a los ochenta.

Es el respeto a la auctoritas, aunque también a la edad, el que determina algunos detalles de comportamiento que pueden parecer insignificantes y están, sin embargo, cargados de significación. Cicerón los recoge en una enumeración que, como vulgarmente se dice, no tiene desperdicio: ser saludado; ser buscado; que se les ceda el paso; que otros se levanten por respeto, que se les acompañe, que se les consulte (Sen. 62).

Frente al contraste generacional, que existe sin duda, pero al que a veces se concede un exagerado protagonismo, o quizá mejor, se concibe como cajón de sastre al que se atribuyen todas las desavenencias, se vislumbra en el De Senectute una posibilidad de fructífero intercambio generacional: la posibilidad enriquecedora de asumir los rasgos propios de otra edad. «Del mismo modo que alabo al joven en el que hay algo de viejo, también apruebo al anciano en el que hay algo de joven» (Sen. 38).

Es, desde luego, la juventud del espíritu que no sólo no envejece sino que es inmortal; y la característica definitoria de esa juventud de espíritu es la esperanza.

El diálogo ciceroniano De Senectute termina con un amplio excursus sobre la inmortalidad. De modo similar a como una reflexión sobre el tiempo acaba en un anhelo de eternidad -«nuestro tiempo es sólo entretiempo»-8, una reflexión sobre la vida humana desemboca en un anhelo de inmortaldiad. Un anhelo experimentado, y no casualmente, por los seres humanos de todos los tiempos. Es el «para siempre» de la santa de Avila, que marcó su vida entera, aunque la intuición le sobrevino cuando no era aún más que una niña.

Un psicólogo y teólogo contemporáneo ha escrito: «El hombre es un ser temporal, y únicamente después de la muerte, según la revelación cristiana, tomando un cuerpo misteriosamente espiritualizado, llegará a ser intemporal e imperecedero. Mientras no apunte aquel día decisivo somos lo que debemos ser tan sólo si aprendemos a vivir en el tiempo, esto es, si somos pacientes». Esa alusión a la paciencia es una clave decisiva: paciencia para esperar lo que deseamos; paciencia para dar a cada cosa su tiempo; paciencia para rehacer lo que no salió bien…

Pero es el momento de acabar. No debemos ni «eternizarnos» en reflexiones, ni abusar de la paciencia.

NOTAS

1 · Cfr. A. FONTÁN – A. MOURE, Antología del Latín Medieval, Madrid 1987, p. 104.
2 · R. GUARDINI, Las etapas de la vida, trad. J. Mardomingo, Ed. Palabra Madrid, 1997. He preferido titular esta lección como se hacía en la primera edición española de esta obra: Las edades de la vida (publicada en Ediciones Cristiandad en 1983).
3 · Cfr. Aristóteles, Retórica 1388 b 31 – 1390 b 13.
4 · Metamorfosis XV, 199 ss.
5 · Sobre los límites del bien y del mal, I, 49; cfr. O. Fuá, o.c., p. 188, nt. 24.
6 · Cfr. Sen. 48.
7 · Séneca, Epístolas 12.
8 · J. B. TORELLÓ, Psicología abierta, Madrid 1976

Catedrática emérita de Filología latina, Universidad de Navarra