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Los dictámenes principales

Ya es posible efectuar un análisis correcto de lo sucedido en el terreno de la economía como consecuencia del cambio de régimen político sucedido desde el 14 de abril de 1931 y hasta el 17 de julio de 1936. Para eso se dispone de una bibliografía adecuada. En primer lugar, es preciso citar el artículo de Román Perpiñá Grau, «Der Wirtschafts sufbau Spaniens und die Problematik seiner Aussenhandelspolitik », publicado en Weltwirtschaftliches Archiv, enero 1935, págs. 61-131. También, por sus colaboraciones en Agricultura y en Economía Española a lo largo de esos años de la II República, es preciso tener en cuenta contribuciones muy valiosas de Manuel de Torres. En el Servicio de Estudios del Banco de España, bajo el impulso de Olegario Fernández Baños, aparecían informaciones de gran interés, como el notable trabajo La crisis económica española en relación con la mundial, o el trabajo de Jáinaga gracias al que existen, por primera vez en nuestra historia estadística, balanzas de pagos españolas, para el periodo 1931-1934. Luis Olariaga, con su maestría habitual, publica en 1933 La política monetaria en España (Victoriano Suárez, 1933). Hay que echar mano continuamente de los trabajos del buen economista Antonio Bermúdez Cañete, aparecidos en El Debate, Acción Española, La Conquista del Estado y Blanco y Negro, así como de los de José Larraz en El Debate. Pascual Carrión publicó Latifundios en España. No se pueden dejar a un lado tampoco dos trabajos de Martín Aceña en colaboración con Francisco Comín, y otro en el libro colectivo Historia económica y pensamiento social (Alianza, 1983), sobre la política monetaria de este periodo; ni el de Jordi Palafox, Atraso económico y democracia. La II República y la economía española 1892-1936 (Crítica, 1994); ni el de Juan Sardá, La intervención monetaria y el comercio de divisas en España (1936); ni el de Pedro Tedde, La economía de la II República, contenido en la Historia General de España, de Rialp; ni la síntesis muy completa de Tamames, en el volumen de Historia Alfaguara, La República. La era de Franco, ni el artículo en la Revista de Estudios Políticos de Gabriel Tortella, publicado en 1983 con el título de «Los problemas económicos de la II República»; ni finalmente datos que aparecen la obra de Tuñón de Lara La España del siglo XX. De la II República a la Guerra Civil (1931-1939) (Laia, 1973). Pero tampocoes posible dejar de citar un ensayo magnífico de Pedro Fraile Balbín, «La intervención económica durante la Segunda República», un capítulo importante de la obra 1900-2000. Historia de un esfuerzo colectivo, editado por la Fundación BSCH el año 2000, y por supuesto, continuamente se han de manejar las Estadísticas históricas de España. Siglos XIX-XX, que se deben a Albert Carreras y Xavier Tafunell, editadas por la Fundación BBVA.

Una vez intentado sintetizar todo esto, me encuentro con que la política económica de la II República resulta ser el fruto de ocho mitos que acabaron creando, cuando previamente no existía, una gravísima crisis económica. Esos ocho mitos fueron: que era necesario apartarse, al considerar errónea y causante de toda suerte de males, de la política económica seguida por la Dictadura de Miguel Primo de Rivera; que en el terreno agrario era preciso aceptar el mito del reparto y poner en marcha, por cierto, como expondré, una pintoresca reforma agraria; que el pan debería ser barato, y que para ello había que utilizar toda clase de recursos; que se debería equilibrar el presupuesto estatal por encima de todo; que se debía buscar, de modo impecable, que la peseta se revalorizase en los mercados de divisas; que sería muy bueno poner en marcha una política económica basada en un intervencionismo creciente integrado en un corporativismo casi asfixiante; la aceptación plena del mito del nacionalismo económico lanzado por Cambó en 1918; finalmente, la firme creencia de que el mejor procedimiento para igualar los ingresos residía en una creciente legislación centrada en el mercado del trabajo. Y una base esencial para eso era la ignorancia absoluta que de asuntos económicos tenían los más activos dirigentes republicanos. Tengo publicado sobre esto último, documentado creo que exhaustivamente, lo que sucedía en este sentido a Azaña. Pero ¿qué decir de Marcelino Domingo? ¿Y de Largo Caballero? Indalecio Prieto tenía alguna intuición mayor que todos ellos, pero nunca fue decisivo, aunque impidió que muchos desastres siguiesen adelante. Lerroux lo ignoraba todo, lo mismo que Martínez Barrios. Por supuesto se salvan Alcalá Zamora y Gil Robles, pero ambos fueron expulsados del control serio de la II República. Creo, sinceramente, que si estos dos políticos hubieran dispuesto de más poder, se hubieran evitado mil sinsabores. Pasemos, pues, a observar, sintéticamente lo sucedido.

Del «error Berenguer» al «error Argüelles» y otros errores

Por el primero de los mitos, se buscó destruir todo lo que había conseguido la esencia de la Dictadura. Un español insigne habló del «error Berenguer». De él se deriva el que el profesor García Delgado denominó «error Argüelles», que comenzó precisamente, al rectificar la política económica que se heredaba en el último trono de la Monarquía, a acentuar la crisis económica. Pero en el primer Gobierno republicano, quien encabezó esa rectificación fue Álvaro de Albornoz. Liquidó, por ejemplo, toda la política de obras públicas de Guadalhorce-Primo de Rivera, y, naturalmente, la crisis industrial que se originó de inmediato, fue considerable.

El reparto a través de una reforma agraria sensata, como aconsejaba por entonces Vergara Doncel basada en una política de revalorización de los productos y «una intervención orientada hacia el aumento de la producción en lugar de situarla únicamente desde el punto de vista de la distribución del producto, sin olvidar por eso la descongestión de la propiedad que la Reforma Agraria puede realizar». Se abandonó todo intento de crear, para los nuevos asentados, un sistema adecuado de crédito agrario; se orientó la reforma agraria a castigar a quienes se consideraba que se habían implicado de algún modo en el alzamiento de Sanjurjo, hasta proyectarse buena parte de esta acción hacia los ruedos de los pueblos, como mostró el profesor Juan Muñoz en una investigación preparada a instancias de Malefakis. Nada racional se había puesto en marcha, y las medidas de rectificación, obra de Jiménez Fernández, desarrolladas en 1934 y 1935 concluyeron por perturbarlo todo. Sólo quedó viva una línea racional vinculada, como técnico, a Leopoldo Ridruejo, y políticamente a Prieto unida a la expansión de regadíos, pero su significación fue escasísima.

El mito del pan barato se basó en el hecho de que el Gobierno se había alarmado por la mala cosecha de trigo recogida en 1931, pensando que podía hacer subir el precio del pan, un típico bien inferior. Si así sucedía, por el efecto Giffen, aumentaría su demanda a costa de otros elementos del bienestar de las zonas urbano-industriales, que eran las que habían mostrado mayor preferencia con el nuevo régimen. Se decidió una fuerte importación de trigo argentino que llegó a nuestros puertos, cuando El Norte de Castilla profetizaba, como así sucedió, que la cosecha triguera de 1932 iba a ser magnífica. Lo que en economía se conoce como ley de King, tuvo lugar en España: una gran cosecha genera un hundimiento de los precios tal, que provoca la ruina de los agricultores. Pero es que, además de una gran cosecha, llegaba otra adicional embarcada desde Argentina. Surgió así, como atinó a exponer Malefakis, en un artículo publicado en Agricultura y Sociedad, la enemiga contra la República de todos los campesinos españoles: a la izquierda, al observar la pésima marcha de la Reforma Agraria, y a la derecha, porque el hundimientos de los precios se unía la obligación de atender a los obreros parados de cada municipio, una carga intolerable además, por la subida de salarios decidida por el ministro de Trabajo, Largo Caballero. Y este hundimiento del campo era entonces fundamental para consolidar una quiebra que se añadía a la crisis industrial ya señalada. En 1932 la agricultura suponía el 44% del PIB español.

Política española y depresión mundial

El mito del presupuesto equilibrado tenía que plantearse, en aquellos momentos, con un cuidado extremo, dada la onda depresiva que se vivía. Tenía que ser atendido cum grano salis. Pero no fue así. Lo complicó muchísimo Chapaprieta. Alcalá Zamora lo critica con claridad, sin necesidad de haber leído a Keynes, solo por buen sentido. Pero esas medidas estabilizadoras concluyeron por añadir peso a una barca, la de la realidad económica española, que por lo indicado, ya se hundía.

Todo esto se amplió al aceptarse el mito de que era bueno lograr una alta cotización de la peseta, justo cuando decrecían nuestras exportaciones, como consecuencia lógica de la Gran Depresión. Para sostener la peseta y afianzar su crédito se hicieron todo tipo de maniobras. Incluso se decidió que España debía entrar en el bloque oro. Estas medidas provocaron, entre otras cosas, que en nuestra balanza comercial se agudizase el déficit. Para mantener las importaciones, nuestro país no tuvo más remedio que contemplar cómo comenzaba a marcharse el oro que se había acumulado en el Banco de España.

Para impedir que eso continuase surgió el renacimiento, con mucha fuerza, del mito de las ventajas del nacionalismo económico. Lisa y llanamente, se decidió aumentar el proteccionismo frente al exterior, ahora, además de con el apoyo del Arancel Cambó, que ya había sido calificada por la Sociedad de Naciones como «la muralla china arancelaria española», con una política de contingentes y tratados comerciales, así como con permisos de importación y otras medidas en tal sentido, que colocaron a España en el conjunto de países, que al interrumpir el tráfico internacional, hundían la producción de las naciones exportadoras, creándose así nuevas crisis, que cada país creía poder esquivar aumentando el proteccionismo. El talante derivado fue señalado por Perpiñá Grau en el artículo citado, y tenía toda la razón, como un intento para lograr en España la autarquía. La política económica comercial de la II República contribuyó, pues, a que ese círculo vicioso de depresión internacional se consolidase, y lo hiciese, dentro del perjuicio general, también en perjuicio de España.

La intentona orientada hacia una superación de todo esto se consolidó con la aceptación de un mito adicional que, además, en aquellos momentos triunfaba en Europa: el intervencionismo corporativista. En este caso, no fue la izquierda sino la derecha la que consolidó este mito. Como dice el profesor Fraile Balbín, «el corporativismo encontró un poderoso aliado en la doctrina social de la Iglesia, que especialmente a partir de la modernización de la II República redobló sus esfuerzos y sus argumentos. La actualización de la doctrina de Pío XI produjo una larga serie de documentos doctrinales durante los años treinta que reforzaban su oposición al mercado liberal y sus consecuencias sociales… La República intentó cambiar la situación económica a fondo y para ello movilizó, siempre que pudo, todos los resortes legales. En el primer bienio la coalición de republicanos y socialistas legislaron en un sentido, y a partir de finales de 1933 la coalición liderada por la CEDA lo hizo en otro». Incluso Manoilescu, y su industrialización corporativa y con fuerte nacionalismo económico tuvo mucha audiencia. Por supuesto que el corporativismo ligado al intervencionismo venía de atrás. Sus primeros pasos los había dado en el Gobierno largo de Maura (1907-1909), pero ahora se acentuaba. En el artículo citado de Perpiñá Grau he encontrado, en la nota 2 de la pág. 89, que se habían creado, desde 1931 y hasta entonces —finales de 1934—, no menos de 27 organismos de este tipo, y el proceso continuó. Naturalmente, esto contribuyó a disminuir la eficacia de la agricultura, la industria y los servicios, desde el punto de vista de la productividad, incrementando con fuerza, en muchos casos, el grado de monopolio del sistema.

Crisis agraria y desempleo

Había llegado al Gobierno español, en 1931, por primera vez en la historia, todo un grupo de ministros socialistas. Su lógica preocupación era la de conseguir una más igualitaria distribución de la renta. No se orientó desde el mundo de la Hacienda. Por supuesto, tras las vacilaciones derivadas de un famoso «Dictamen» de Flores de Lemus, que en relación con la puesta en marcha de un impuesto sobre la renta de las personas físicas, va a ser el ministro Carner, quien sucedió a Prieto en el Ministerio de Hacienda, el que crea este tipo de importación. Pero, a causa del mito del presupuesto equilibrado, nada se piensa en la posibilidad de que ahí se derivara la posibilidad de igualación de rentas. Por eso, todo va a orientarse, para lograr este objetivo social, hacia la mejora de las remuneraciones que percibían los trabajadores. Y ¿cómo lograrlo? La realidad laboral entonces fue así, aparentemente, beneficiada por la Ley de Contrato de Trabajo de 1931, y toda una pléyade de derivaciones legales, que se inician de modo bien visible, no solo con esta ley, sino con la de Accidentes al Decreto-ley del 8 de octubre de 1932, sin olvidar, para los accidentes en la agricultura el Reglamento de 25 de agosto de 1931, todo ello junto con una copiosa ratificación de convenios de la Oficina Internacional de Trabajo (OIT) que motivó que, según el documento «Progreso de ratificaciones» incluido en la Revista Internacional del Trabajo, abril 1934, España, junto con Uruguay, ambos Estados con 30 ratificaciones, se pusiese en cabeza de las efectuadas. Entonces tales acuerdos a ratificar eran 33. Francia o Gran Bretaña sólo habían ratificado 18.

Agreguemos a todo lo dicho, el famoso arbitrio derivado de la Ley de Términos Municipales, de 28 de abril de 1931, que pretendía resolver el problema del paro campesino repartiendo los desempleados de cada municipio entre los propietarios rurales del mismo. Únase esto a lo señalado con la mencionada política del pan barato, y tendremos, de modo evidente, la explicación, con este complemento de incremento de los costes salariales cuando caían los ingresos, de la ruina agraria generada, con repercusión general. Añádase que las instituciones de arbitraje —los jurados mixtos, creados por la Ley de 27 de noviembre de 1931—, en los conflictos sociales, como señalaba entonces textualmente en el trabajo citado Perpiñá Grau, daban «en la mayoría de los casos, la razón a la parte obrera». Todo ese despliegue se debió, esencialmente, a la estancia en el Ministerio de Trabajo, como titular, de Francisco Largo Caballero, desde el 14 de abril de 1931 al 13 de septiembre de 1933. Añádase a esto, del texto citado de Perpiñá Grau, que «en cuanto a los costes…, en su integración en los productos españoles intervienen los jornales en una proporción muy superior a la de las industrias del extranjero. Así pues, ante una gran proporción en los costes industriales españoles de la mano de obra directa, fácil es colegir que éstos están influidos por los elementos que obligan a fijar jornales, relativamente a España, elevados». Continúa indicando que estos costes también luego están influidos por los altos precios de venta de los bienes alimenticios que «intervienen en una proporción del 50-60% sobre el total del coste de vida del obrero». Esto hace que los obreros demanden, y hayan obtenido, «jornales relativos caros».

Pero la oscilación de las cosechas y el progreso de la crisis agraria, golpeaban a la industria y los servicios, con lo que el desempleo en éstos aumentaba. A ello se unía un incremento en el coste de la vida, que se intentaba paliar con radicalizaciones, y era causa —de nuevo transcribo lo que señala Perpiñá Grau— «de perturbaciones obreras y un periódico refuerzo a los argumentos de los dirigentes de las organizaciones sindicales». Y esto estaba tan ligado a la coyuntura española que, continúa Perpiñá, «es sumamente instructivo el hecho de que los dos grandes movimientos revolucionarios en España hayan aparecido en dos épocas de grandes dificultades para la colocación en el extranjero de los productos agrícolas de exportación, 1917 y 1934».

Hundimiento industrial al actuar rectificando la política económica de la Dictadura, y se une a la tensión social creada por una política laboral que no percibía las consecuencias inexorables que así se generaban. Pero el hundimiento facilitado por el aislamiento español, impuesto por una política con designios de autarquía, obligaba a la industria y los servicios a depender de la demanda nacional de las zonas rurales, que se hundía a su vez como consecuencia de la puesta en acción tanto de las políticas derivadas del mito del pan barato como del mito del reparto. Todo lo complicaba la acción de una búsqueda continua de un equilibrio presupuestario inoportuno en aquel momento. Añádase que la percepción de todo esto, y el marco de una crisis económica internacional, eliminaban expectativas empresariales favorables. El resultado pasaba a ser el lógico, y se consigna en las dos estadísticas que se acompañan seguidamente.

Las cifras

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Inmediatamente se observa que el primer bienio republicano socialista, donde se pusieron en acción la mayor parte de las políticas económicas que hemos reseñado, comenzó a enmendarse por la acción de la CEDA y sus coaligados. También debe añadirse que el IPC, que Carreras y Tafunell consideran que cayó en la década 1920-1930 a la tasa de un 1,08%, en el periodo 1930-1936, subió anualmente en un 0,58%. Su evolución año por año, de acuerdo con la estimación de Maluquer de Motes, fue la siguiente:

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Finalmente, del paro registrado sólo tenemos la cifra, a finales de diciembre de cada año de 1933, 1934 y 1935.

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Pasó de 618.000 desempleados en 1933 a 667.900 en 1934 y a 674.200 en 1935.

Por tanto, tenemos los tres componentes del denominado «índice miseria» que sube de modo claro cuando simultáneamente cae el PIB por habitante, sube el IPC y aumenta el desempleo. Ese fue el fruto de la lamentable política económica desarrollada durante la II República. El 30 de julio de 1931, alarmado ante lo que se venía venir, José Ortega y Gasset señaló en las Cortes constituyentes: «La cuestión económica… hoy… arrolla los regímenes ». La profecía se cumplió.

Economista. Catedrático de Economía Aplicada. Universidad Complutense de Madrid. De la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.