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José Cereijo (Redondela, Pontevedra, 1957) ha publicado tres libros de poemas, Límites (Melibea, 1994), Las trampas del tiempo (Hiperión, 1999) y La amistad silenciosa de la luna (Pre-Textos, 2003) y uno de relatos titulado Apariencias (Renacimiento, 2005). Ha sido incluido en una docena de antologías y publica regularmente reseñas y artículos, normalmente de tema literario, en algunos medios de prensa escrita, señaladamente en Clarín. Los poemas que aquí se ofrecen pertenecen a Música para sueños, de próxima aparición en Pre-Textos.La lista de los poetas a los que aprecia —Safo, Catulo, Calímaco, Teócrito, Borges, Cernuda, Machado, Juan Ramón, Unamuno, Lorca, Pessoa, Kavafis, R i l k e — delata, más que al ecléctico, al lector omnívoro a quien nada de lo literario le es ajeno. Si se tiene en cuenta que La amistad silenciosa de la luna, pese a su virgiliano título, es una colección de haikus, el resultado es un poeta que no desdeña estética ni tradición alguna, incluida la oriental, y que va edificando con morosa paciencia el edificio de su obra a fuerza de apropiarse de cuanto considera válido, pero siempre para adaptar ese material a un diseñoprevio y propio.

¿Cuál es el diseño de ese universo? La poesía de Cereijo aparecemarcada por una visión elegíaca de la vida. No sólo la constatación de que todo muere un día, sino de que está ya muriendo, de que es preciso adelantarse a toda despedida para aprehender el mundo, tentativa en último término impracticable: «Todas las cosas / que busco, que poseo, que me aguardan, / íntimamente están en otra parte/ a que no sé llegar», reza «El espejo». Frente a esa inexorable acción del tiempo y a lo imposible de poseer las cosas, la escritura se propone como una disciplina de aceptación, un acompañar al mundo a la espera de un instante de sentido, un modo de «hacer, de este silencio / —de la oscura inminencia, tal vez imaginaria—, / una forma de vida», como dice «La mirada». En particular, Cereijo es un gran poeta del amor y de la ausencia: de lo estético a lo ético, su palabra susurra al oído del lector que es inevitable perder la vida pero igualmente necesario amarla, en una sabiduría tejida con las verdades humildes y eternas del mundo clásico que tanto aprecia el poeta. Y un cierto clasicismo formal es lo que el lector encuentra también en sus versos: claridad de imágenes, subordinación de partes al todo, argumentos bien trabados, frases de expresión cristalina, pero que evitan la frialdad y el tono sentencioso al dejar temblando una emoción… Un verbo necesario, en el que parece no haber nada gratuito.

Palabras previas

Dijo Aristóteles, con expresión que a Pessoa le gustaba repetir, que «un poema es como un animal». Es decir, un organismo: algo en que todas las partes están interrelacionadas y el conjunto (no un fragmento, por más hermoso o significativo que pueda ser) es el verdadero individuo. Cada palabra -cada signo de puntuación, cada silencio— ha de estar allí en función de la totalidad. De la vida de la totalidad: tanto Pessoa como Aristóteles piensan, sin duda, en un animal vivo. Esto condena, por ejemplo, la vanidad: un ser vivo cuenta por lo que él es en sí mismo, no por la imposible firma que lleve al pie. Toda palabra escrita con un fin de lucimiento se desvía, c o m o poco, del que debiera ser su fin principal, si es que no lo contradice o lo impide. Uno, a mi parecer, debería plantearse la escritura como si el poema hubiera de ser anónimo. Pensando, por tanto, en él, no en nosotros, que no somos más que esa prescindible firma al pie. Y otra cosa, propia también de lo que está vivo: eso que Juan Ramón Jiménez definió insuperablemente al pedir, en un aforismo suyo de sólo tres suficientes palabras, secreto y trasparencia. Ni oscuridad deliberada, buscada, y menos aún añadida (eso, una vez más, es instrumentalizarlo) ni obviedad (que, buscando traducir, destruye): el justo contorno que pida la autenticidad de su ser.

¿Lecturas, magisterios, influencias? Todas, y ninguna. Leerlo todo, por gusto y con gusto, y olvidarlo después; y, a partir de ahí, de ese olvido, de ese íntimo silencio, escribir. Sabiendo que todo son borradores, y que la tarea es interminable, y que vale la pena — y seguramente es necesario— dejar la vida en ella. (No asusten las palabras: eso es lo que hacen, en su propia labor diaria tantas veces ingrata, miles de individuos anónimos, que ni piden reconocimiento por ello ni lo esperan). ¿Poesía de la experiencia? De acuerdo; pero en cuanto al resultado, no a la intención. Un poema logrado, en efecto, debe ser una experiencia, en su lectura. Una experiencia memorable, si acaso un dios propicio se acuerda de nosotros. Y capaz de renovarse a cada lectura. Nada de lo demás importa.

JOSÉ CEREIJO

 

Luz de marzo

En esta luz de marzo,

en esta luz estremecida y pura

que un dios benevolente trajo hoy a tu ventana

y que hace avergonzarse a tu silencio,

además de su inmensa, callada compañía,

hay una lección honda que debes aprender:

no pueden tus palabras retenerla;

no pueden mejorarla.

Acata esa belleza, tan superior a ti, y déjala perderse.

Y que el silencio sea tu forma de homenaje.

 

Melancolía

Una tarde callada, y misteriosa, y pura,

que está mirando un niño,

ya para no olvidarla.

La juventud, que al alejarse deja

detrás de sí una música

conmovedora y bella, que tú desconocías.

Esos ojos que un tiempo, como un lago la luna,

contuvieron el mundo,

¿siguen siendo algo más que pálida ceniza,

una espina punzando la memoria?

No maldigas entonces de la melancolía,

esa piedad del tiempo.

 

Testamento

A FRANCISCO BRINES

Este profundo azul del cielo en primavera,

el canto de los pájaros, el rumor de los sueños,

el amor de los libros, siempre correspondido,

el silencio del alba,

el de mi corazón, algunas veces,

las horas que hacen dulce, secreta la memoria:

es todo para ella.

Todo para la muerte, que me ha querido tanto.

 

Armónico murmullo

Armónico murmullo de las hojas

en el aire tranquilo de la tarde,

agudo y leve canto de los pájaros,

pequeñas, palpitantes flechas vivas;

aroma silencioso de las flores,

hondura transparente del crepúsculo.

Escucha, siente, mira, goza, aprende:

todo esto tiene que morir, y canta.

 

Los brazos

PARA A.

Cuando seas feliz, cuando todas las cosas

estén a tu favor, y tu vida se vuelva

un lugar habitable, no te acuerdes de mí.

Pero si alguna vez sintieras que la carga

te pesa demasiado; si ya no puedes más,

y empiezas a dudar de ti misma y de todo,

recuerda que hubo alguien que alguna vez te amó

y que hubiese querido, si le fuera posible,

aliviarte esa carga. Y piensa en esos brazos

ya impalpables, aéreos, y que ya no sabrían

hacerte daño alguno.

Y un momento, si puedes,

abandónate en ellos, por favor, y descansa.

Doctor en Filología Hispánica. Doctor en Filología Inglesa. Premio Arcipreste de Hita de Poesía, 2000