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Estábamos camino de Tuzla, por una carretera de esas con pivotes a los lados, tan estrecha y sinuosa que, a veces tras una curva, la imprevista llegada de un camión casi nos mandaba a la cuneta. La carretera tenía varios tramos sin asfaltar y bajo el coche rebotaban las piedras. Papá protestaba mientras conducía con la cara pegada al cristal delantero, tratando de sortear los baches del camino.

Pasado el río Bosna, papá notó que se encendía una lucecita roja en el salpicadero del piloto.

—Algo no va bien— dijo señalando a un termómetro pequeño e iluminado.

Cuando nos echamos a un lado de la cuneta, el motor ya había dejado de funcionar y emitía un sonido entrecortado y descorazonador.

—También es mala suerte…

—¿Y ahora qué hacemos?

Papá me dijo que saliera. Salí, y al rato yo empujaba el coche mientras él trataba de ponerlo de nuevo en marcha.

Un olor a gasolina y cable chamuscado invadió el aire, que era frío y desapacible.

—Nada, me parece a mí…

Desde la ventanilla de atrás lo vi palpando una ranura que había debajo del salpicadero. Presionó una palanca y abrió el capó. Se levantó y ambos echamos un vistazo al motor. Al abrir, vimos el humo que salía de un agujero gelatinoso, lleno de grasa.

—No toques nada que puede estar hirviendo— me dijo.

Papá se limpió las manos en el pantalón y respiró con fuerza.

—Lo mejor es esperar a que se enfríe y después ya veremos.
Una vez dentro, traté de buscar en la radio una emisora de música y sólo conseguí alcanzar zumbidos y voces vacilantes. Me di por vencido y apagué la radio.

—Si tenemos suerte puede que pase algún camión.

—¿Cuánto crees que nos darán? —le pregunté.

Íbamos a Tuzla para tratar de vender algunos objetos que se amontonaban en la parte de atrás: un casco de kevlar, una radio, un lote de libros, el cabezal de una cama y un fusil automático.

No nos hubiera importado canjearlo por aspirinas o por un saco de sal para pasar el invierno.

—¿Por todo?

—No, por el fusil.

—¿Sólo por el fusil? Ni idea.

Me pasé la mano por el pelo e hice un amago de bostezo.

—¿Lo usaste alguna vez?

—Sí, alguna vez— dijo papá volviendo su rostro hacia mí.

Luego se hurgó con un dedo en la oreja, como si no oyera bien, y miró hacia delante.

—Mira, una liebre.

—¿Dónde?

—Por allí. ¿No la ves?

—¿Dónde?

—Ya nada. Se ha metido en aquellos matorrales. Hubo un momento de silencio.

—Bueno, si crees que no es asunto mío…— insistí.

—¿El qué?

—Ya sabes…— y señalé hacia atrás con la cabeza.

—No, no me importa.

A un lado del coche se podía distinguir, allá abajo, el río, por donde ahora se levantaba una leve gasa de niebla, casi imperceptible; y ante nosotros, la cinta blanca del trayecto que aún nos quedaba por delante, una curva tras otra. A veces, por un instante, aparecía el sol entre dos nubarrones y entonces los charcos se iluminaban y resplandecían las franjas de hierba que había a los lados de la carretera. Papá miraba de vez en cuando hacia allí, hacia el confín de la carretera por si aparecía algún punto de color que delatara movimiento. Pero no se veía ningún coche.

—Fue en Ahmici —dijo unos minutos después, cuando yo creía que había dado por zanjado el asunto.

—¿El qué fue en Ahmici?

Papá se lo pensó dos veces antes de contestar.

—¿De verdad quieres saberlo? — preguntó incorporándose y plegando el mapa de carretera que tenía entre las manos.
Yo no sabía si quería saberlo o no, pero afirmé con la cabeza.

—Prométeme que será la última vez que hablemos de esto— dijo.
Se lo prometí.

—Fue en el 93. ¿Te acuerdas de que pasé una temporada fuera?
Le dije que sí.

—Pues fue entonces, en Ahmici.

Mientras hablaba, papá miraba el horizonte y aparentemente seguía atento a alguna señal que viniera de lejos, del otro extremo. Tenía los labios agrietados y debía de hacer por lo menos una semana que no se afeitaba. Dijo:

—Unos días antes habíamos descubierto un montón de cadáveres apilados. Eran vecinos nuestros, de cuando vivíamos en Vitez —recostó su cabeza sobre el asiento y continuó—. Estaba Kolia Kirasic, aquel con el que yo tomaba café casi todas las tardes.

¿No te acuerdas? Kolia Kirasic. Nos dijeron que habían sido los muyahides de Ahmici. Al día siguiente, me presenté donde las milicias, bebimos para quitarnos el miedo y me fui con los demás.

Tomamos Ahmici sin ningún problema.

Papá me contó entonces que las balas le silbaban en los oídos mientras atravesaba Ahmici, que los soldados sacaban a la gente de sus escondites para utilizarlas como escudos humanos, que había casas con los tejados en llamas y que él agachaba la cabeza y corría de un muro a otro, entre escombros y amasijos de hierro.

Me contó que derribó una puerta y que descargó todas las balas apuntando a la oscuridad. Cuando alguien levantó las persianas y entró la luz, estaban todos muertos, menos una niña que gritaba y se agarraba el vientre.

—¿Conoces a Jonás? —me preguntó al terminar.

—¿A Jonás?

—Sí, a Jonás, el que aparece en la Biblia.

—Bueno, personalmente no lo conozco.

—No te pongas a la defensiva, hombre. Torcí la boca y le dejé continuar.

—Sólo quiero explicarte lo que hice —me dijo—. Ahora, ya sé que la justicia es mala consejera porque siempre acaba pidiendo muertes, pero entonces también yo me creía con derecho a ver cómo aquellos criminales eran borrados de la faz de la tierra. Es fácil de entender, ¿no?

Papá esperó que yo dijera algo, pero callé.

Tal como lo había visto hacer tiempo atrás, cuando nos daba clases en la escuela elemental y quería manifestar su disgusto, tosió levemente para aclararse la garganta. Después concluyó:

—Matar es fácil, pero haber matado ya es otra cosa.

Yo no sabía qué más añadir ni qué hacer para salir de aquella situación. Entonces lo vi tal como era en otra época, llegando a casa impecablemente vestido y hablándonos de Tolstói, de Antole France, de Ivo Andric. Recordé que por aquel entonces a mí todavía me daba miedo dormirme y tenía el convencimiento de que, una vez que lo hiciera, ya no volvería a abrir los ojos.

Escuchaba los ladridos de los perros y el zumbido de la radio, que nos brindaba noticias cada vez más alarmantes. Él venía entonces a mi cama y me tranquilizaba, acariciándome. Ahora me parecía mentira que aquellas manos hubieran podido apretar un gatillo y acabar con alguien.

No sé por qué me volví hacia él y le miré a la cara.

—¿Y cómo lo has conseguido?— le pregunté.
—¿El qué?

—¿El qué? Olvidar todo eso.

—¿Olvidar todo eso?

Papá frunció el entrecejo y esperó antes de seguir.

—Ya está bien, ¿no?— dijo. Lo pensó un momento y añadió —: Fue necesario.

—¿Necesario?

—Sí, necesario. Querían acabar con nosotros. No me mires así.
—¿Así cómo?

—Tú ya sabes. No me gusta que me mires así.

Bajé la mirada y me di cuenta de que crispaba los dedos sobre la tela sucia de su asiento.

De pronto su voz me sobresaltó.

—Gracias a que hice eso, tú y tus hermanos habéis podido salir adelante. ¿O qué te crees? —protestó—. La mancha de la culpa no se acaba nunca.

Inmediatamente, al terminar de decir eso, papá se apretó los ojos y sentí que se arrepentía de sus palabras. Un silencio denso e incómodo se interpuso entre los dos. Apoyó la frente contra el volante, tragó saliva y trató de relajarse.

Al poco, sentí su mano sobre mi rodilla.

—No pasa nada —le dije.

—Lo siento. No quería…

Entonces hizo girar la llave e intentó arrancar. Durante unos segundos el motor ronroneó.

—Lo siento.

—Vale ya. No pasa nada, de verdad— repetí. Dijo:

—De acuerdo.

Después, volvió a girar la llave y lo intentó de nuevo, esta vez con más insistencia, abriendo el botón del aire y pisando el embrague. Hasta que de alguna parte, del fondo del motor, llegaron unos sonidos intermitentes y desagradables. Al fin el coche comenzó a temblar y se puso en marcha.
Papá me sacudió con el codo.

—¿Qué te dije? Y me sonrió.

—Venga, todo eso sucedió hace mucho tiempo. ¿Lo dejamos ya?

Sí, todo eso —pensé— sucedió hace mucho tiempo. Cuando sus manos aún me acariciaban y las palabras todavía valían algo. Y sin embargo, sabía que todo eso seguía sucediendo ahora y que no dejaría de suceder nunca.

—Sí, vamos— le dije.

La tarde caía ya sobre los campos esfumados.

Papá se concentró en la carretera y seguimos avanzando camino de Tuzla sin cambiar más palabras.