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Lo intuyó un George C. Scott reencarnado en Patton para la película del mismo nombre: luchamos siempre la misma batalla, y siempre acabamos luchando en los mismos sitios.

No me refiero a los lugares estratégicos donde, por lógica, dada su ubicación, siempre se va a llevar a cabo una batalla decisiva. Ese sería el caso de las Termopilas, por ej emplo, donde los espartanos de Leónidas, en exigua y bien formada falange, se enfrentaron con la numerosa tropa de Jerjes, que cegaba al sol con sus flechas. El lugar es un paso ineludible entre montañas, que más tarde defenderían griegos e ingleses para taponar el avance de los blindados alemanes en 1941, durante la Segunda Guerra Mundial. Tampoco me refiero a las ciudades importantes, ni a los puntos clave —o que se hacen clave con el desarrollo de las campañas—, que también, necesariamente, han de ser escenario de repetidos combates: así el sector de Ypres-Passchendaele en la I Guerra Mundial, o el frente de Teruel en nuestra guerra civil.

Cuando hablo de la transmigración de las batallas me refiero a esos lugares propicios para el enfrentamiento, predestinados desde antiguo a la lucha, y que llaman al choque de los ejércitos tal como los puñales de algún cuento de Borges demandaban muertes, sea cual fuere la mano que los empuñara.

Uno de esos puntos está en Túnez, y como tal lo reconocía Patton en la película homónima. El general de caballería pasaba revista a los restos de la columna norteamericana destruida en Kasserine a manos del Afrika Korps, y ahuyentaba a los expoliadores de cadáveres, rememorando el mismo expolio de los lugareños en Zama, al final de la II Guerra Púnica, muchos siglos atrás. Una vez los protagonistas habían sido Aníbal y Escipión; ahora, Rommel y las inexpertas tropas estadounidenses que aún no dirigía Patton. El terreno, los contraluces del desierto, los buitres y la rapiña eran los mismos.

Otro paraje de batalla es Poitiers. Allí, en 732, resistió Carlos Martel el avance de las razzias musulmanas, a golpe de hacha y de escudos compactos. Mucho tiempo después, en 1356, en el mismo terreno, Juan el Bueno, rey de Francia, fue derrotado por el Príncipe Negro en una de las batallas más famosas de la Guerra de los Cien Años. Por cierto, aquí se da un doble cruce. No sólo se repite un lugar sino, además, un mismo esquema de batalla. Tanto en Poitiers en 1356, como antes en Crécy en 1346 y luego en Agincourt en 1415, se dio la misma escena: una pequeña hueste inglesa aniquilaba a un poderoso ejército francés, que ostentaba la flor de su caballería. Lo hicieron aprovechando terrenos estrechos en los que la caballería no era capaz de maniobrar, y sobre todo sacando el máximo partido de un arma plebeya, barata y revolucionaria: el arco largo galés, que derramaba muerte desde el cielo (los buenos arqueros podían disparar hasta seis saetas por minuto) y atravesaba desde la distancia cualquier coraza.

El río Boyne, en Irlanda, también se ve investido por el hechizo de la batalla. Allí, en su estuario, según la leyenda, desembarcaron por primera vez en Erin los milesios (los hijos de Miled) para derrotar a los de Danaan. Desde entonces los de Danaan han quedado confinados al otro lado del espejo; se han visto reducidos al papel de hadas, a ser los habitantes del Otro Mundo, del lado mágico. Boanna, diosa del río —posiblemente tan bella como la Anna Livia que simboliza al Liffey dublinés y joyceano—, dio a luz a Angus Og, dios del amor, de la juventud, y del Otro Mundo. Y Angus tuvo su palacio en Newgrange, junto al Boyne, mucho antes de que Yeats lo cantara en disfraz de vagabundo.

El mismo río Boyne presenció la derrota de las fuerzas de Jacobo II y el ocaso de los estuardos en 1690, ante Guillermo de Orange, cuando Jacobo intentaba recuperar el trono que le había quitado la Glorious Revolution de 1688. El río se salvó aún de otro hecho de armas: dada la neutralidad de Irlanda en la II Guerra Mundial, el Alto Mando aliado observó la posibilidad de «tomar posesión cautelar» de Irlanda hasta la zona del río Boyne, para evitar cualquier sorpresa por la retaguardia durante la preparación del desembarco de Normandía. Al final, Irlanda dio seguridades y se libró de esta intervención militar.

Tannenberg, en la siempre fronteriza región que une Prusia, Polonia y Lituania, hospedó otra batalla cíclica. La primera parte ocurrió en 1410. Entonces, los caballeros polacos y lituanos, unificados bajo la dinastía de los Jagellones, quienes dieran renombre a la imperial Cracovia, vencieron a los caballeros teutónicos, que tras esta derrota ya no volverían a levantarse (el infatigable lector puede encontrar también esta batalla bajo el nombre de Grunwald). Es particularmente épica (y cinematográfica avant la lettre) la imagen del caballero polaco clavando las dos espadas en la nieve y ofreciéndoselas al rey Ladislao II Jagellón para que las tome y expulse a los invasores alemanes.

Los caballeros teutones, que llevaron su cruzada a sangre y fuego por Curlandia Polonia, Rusia y los actuales estados bálticos, han servido de referente en varias de las épicas eslavas. Los recordamos hundiéndose bajo el hielo —que se resquebrajaba como su poderío— en la cantata Alexandr Nevski de Prokófiev y en la película homónima de Eisenstein. Son asimismo los malvados en Los caballeros Teutones, la obra que les dedica Enrique Sienkiewicz —más conocido entre nosotros por su Quo vadis—, en la que Zbyszko de Spichovo hace de paladín polaco frente a la dominación germana.

Los alemanes hubieron de esperar más de quinientos años para tomarse, en el mismo lugar, su revancha. En 1914, al comienzo de la I Guerra Mundial, el ejército zarista apuntaba hacia Prusia y Pomerania aprovechando que el grueso de las tropas alemanas avanzaban sobre París según el plan prefijado por Moltke (luego Gallieni y sus taxis los detendrían en el Marne). Hindenburg en persona acudió al teatro oriental de operaciones para enfrentarse al avance ruso. Los alemanes, basados en la superioridad de sus comunicaciones y en la lucidez de su Estado Mayor, que supo captar muy rápidamente la situación táctica, deshicieron por completo dos ejércitos rusos (mandados por los generales Samsonov y Rennenkampf, rivales en su vida privada, ¡se mandaban mensajes telegráficos sin usar clave!). Una batalla tuvo lugar en los Lagos Masurianos; la otra, la que había esperado siglos, en Tannenberg.

No sólo los lugares de las batallas se repiten. También son cíclicos los comportamientos de algunos combatientes, como si de tiempo en tiempo una actitud quisiera volver al campo de batalla.

Así ocurrió con tres generaciones (abuelo, padre e hijo) de la misma familia, y que compartían el mismo nombre: Decio Mus. El primero, Publio Decio Mus, en medio de una batalla del ejército romano contra otros pueblos del Lacio (en 340 a.C., durante la Guerra Latina), se ofreció a los dioses para propiciar la victoria de sus armas. Hecha la invocación, se lanzó entre las filas enemigas. Los dioses de la guerra lo oyeron, pues el incierto combate cayó del lado romano.

Su hijo hizo lo propio en 295 a.C., en Sentinum, durante la 111 Guerra Samnita, frente a una coalición de samnitas y galos. Su inmolación plugo otra vez a los dioses, y Roma se apuntó una nueva victoria.

Guiado por la historia y por el peso de la sangre, un tercer Decio Mus quiso propiciar la victoria de los lábaros sacrificándose en el altar de las espadas enemigas. Fue en 279 a.C., en Ausculum. Pero esta vez los dioses no se mostraron favorables. Quizá estaban cansados de la tradicional ofrenda de los Mus (la rutina acaba con todo, como decía Sklovski). Sea por ello o porque la legión aún no le había cogido el truco a la falange de Pirro, el hecho es que el rey de Epiro consiguió otra de las victorias que le han hecho famoso. Eso sí, fue una victoria pírrica, como todas las suyas: los aguerridos romanos, descendientes de soldados tan corajudos como Horacio Cocles y Mucio Escévola, no se arredraban ante las nuevas armas (los elefantes) ni ante la poderosa y ordenada falange. Aunque quizá los dioses no despreciaran del todo el sacrificio del tercer Mus: aquélla fue la última victoria de Pirro sobre los romanos.

Más curioso es el caso de dos arrebatos similares, esta vez a muchos siglos y millas de distancia, y sin ninguna relación familiar (al menos, conocida). El primero aconteció durante la conquista de Britania por los romanos. La primera vez que las fasces cruzaron el Canal, en la época de Julio César, se encontraron con una visión inesperada. Los bárbaros ingleses (que aún no tenían ese nombre) presentaban combate, según su usanza, semidesnudos y con el cuerpo pintado de azul (de ahí el nombre de pictos que les dieron los romanos). Hasta ahí, todo normal —tratándose de gente sin romanizar—. El problema es que los romanos creían que los espíritus eran de color azul. Imaginemos a los milites romanos cruzando un brazo de mar tan agitado como el Canal de la Mancha, descendiendo de sus barcos en lamentables condiciones atmosféricas, y viendo aparecer entre la bruma a un ejército de fantasmas. El pánico se apoderó de los romanos en los primeros momentos del choque. La situación la salvó un decidido aquilifer que se lanzó con su estandarte en medio de la turba enemiga. Hubiera enfrente fantasmas o no, los romanos no podían permitir que su símbolo cayera en manos enemigas; así que se armaron de valor y acabaron ganando el día.

Parecida historia —sin fantasmas de por medio— acaeció en una de las batallas más famosas de esa serie de guerras en las que España se desangró, en los siglos XIX y XX, en el Norte de Africa. La jornada de los Castillejos era incierta hasta que el general Prim se abalanzó con la bandera de España en medio de la hueste mora, animando con la «arenga de las mochilas» al regimiento de Córdoba, y decidiendo con su arrojo la contienda. Un día victorioso para nuestras armas y para nuestras letras: Pedro Antonio de Alarcón sabría dar cuenta de la legendaria acción en su Diario de un testigo de la Guerra de Africa.

Habrá más casos en la Historia, pero bástenos con este puñado. Como hemos visto, los lugares y las actitudes se repiten, y no pareciera sino que, a la par del samsara que encadena a los hombres, hubiera una transmigración cíclica de las batallas.

Como es su costumbre, la literatura se adelanta a la vida, y la explica de variadas maneras. Según la mitología nórdica, en el Valhalla —el paraíso de los vikingos, adonde van los guerreros caídos en combate— cada día se reúnen sus moradores, se arman, combaten, se dan muerte y renacen. Luego, se embriagan de aguamiel y comen la carne de un jabalí inagotable. El paraíso vikingo consiste en una lucha sin fin.

Saxo Gramático, en su Historia danica, nos habla de un hombre al que una misteriosa mujer conduce bajo tierra. Allí contempla una batalla. La mujer le aclara que los combatientes son hombres que perecieron en guerras del pasado, y que su combate es eterno.

En la Saga de Thorsteinn Uxafótr, el héroe penetra en un túmulo en el que hay bancos laterales. A la derecha, hay doce hombre bizarros de traje rojo; a la izquierda, doce hombres abominables de traje negro. Su destino es pelear encarnizadamente, sin jamás conseguir darse muerte.

(El lector interesado puede abundar en estas historias si consulta las fascinantes Literaturas germánicas medievales de Borges. El mismo Borges que, abocado a la vida de acción por sus lecturas y sus antepasados, e impedido para tal fin por su ceguera, tuvo que conformarse con vivir varias muertes épicas, como el Pedro Damián rehabilitado en la carga de Masoller de La otra muerte).

Nos queda aún, para cerrar este apunte que ha acabado convirtiéndose en una silva de varia lección, el comentario de una última batalla. Una historia en la que no faltan ingredientes: el amor, los férreos ciclos naturales, la magia y la leyenda. Como se nos cuenta en la séptima narración de los Mabinogion, dos guerreros se enfrentan por una princesa. Ellos son Gwythir hijo de Greidawl y Gwynn hijo de Nudd, y bajo esos nombres representan el invierno y el verano en su pulso anual. La princesa se llama Creiddylad, y es hija de Llud el de la Mano de Plata. El destino encadena a los tres: los héroes deben batirse por la doncella cada primero de mayo —el día sagrado de Beltené, dios de la muerte, el que da y quita la vida a los hombres, y también el día en que los milesios desembarcaron en el Boyne, en la acción ya comentada—. Lucharán por los siglos de los siglos, en un combate cíclico que no terminará hasta el Día del Juicio Final.

Los musulmanes distinguen dos vertientes dentro de su Guerra Santa. Una es la Pequeña Guerra Santa, la que surge de vez en cuando, siempre que los musulmanes han de enfrentarse con los infieles para extender la fe del Islam. La otra, la crucial, la importante, la decisiva, la Gran Guerra Santa, es la que a diario libran el Bien y el Mal dentro de cada uno de nosotros, a lo largo y ancho del mundo. Allí nosotros somos el campo de batalla, y los ej ércitos son las tendencias encontradas —la Luz y las Tinieblas— que viven en nuestro interior.

Shelley sugería que todos los poetas escriben el mismo poema, un gran poema infinito que está compuesto por todos las poemas del pasado, el presente y el porvenir. Carlyle apuntaba que la Historia Universal es un libro en el que escribimos, que intentamos entender y leer, y en el que nos escriben. Quizá toda la Historia no sea otra cosa que el continuo enfrentamiento, interior y exterior, de tendencias opuestas; quizá no sea otra cosa que una gran batalla cíclica.