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La idea de orden pedagógico, que es más urgente defender en nuestro país y en nuestros días, es la principal eficacia educadora del estudio de la lengua y la literatura propias. Sin una asimilación profunda de estas dos grandes enseñanzas, el hombre carece de medios de expresión, no sabe explicarse, lo cual le coloca en una situación social tosca y rudimentaria. Y por otro lado le priva de los normales estímulos o entrenamiento para tener algo que expresar.

Y la solución, desde luego, no es, como algunos creen prácticamente, rebajar cada vez más los niveles de exigencia y las metas culturales de la enseñanza. El único camino para la redención de esta indigencia es reforzar la aplicación y el tiempo dedicados al estudio de la propia lengua y a la penetración graduada y racional en sus grandes creaciones literarias. O sea, volver, en cierto modo, a los cursos de gramática, al comentario asiduo de los textos escolares que se practicaba en nuestras aulas en el siglo XVI. Sólo que ahora, transcurridos trescientos cincuenta años de Cervantes, cuatrocientos de Fray Luis y cincuenta de Galdós y Menéndez Pelayo, la lengua y los textos sobre los que hay que ir formando el vocabulario, la expresión y la mente de los jóvenes, se hallan en los grandes escritores españoles.

La gran literatura que representa las altas cimas de la capacidad humana de expresión, ejerce necesariamente -incluso por contacto- una profunda depuración en los espíritus. Igual que el milagro siempre nuevo de la poesía, y el ejemplo de la educación de forma y contenido que ofrecen quienes de verdad han sido grandes escritores.

El conocimiento de la lengua dota al hombre de una capacidad de expresión sin la cual son imposibles la vida social y la vida del espíritu. El estudio de los monumentos literarios ofrece materia a la admiración e imitación. Por la impecable continuidad de estos conceptos y por el genio poético de sus principales escritores, fue posible a los griegos la creación de una gran literatura. Las necesidades de enseñanza y la estima de los más altos valores nacida de la vieja educación por la palabra, garantizaron la conservación de las obras maestras. Mientras que la selección -tal vez arbitraria, tal vez justificada- que establecían los cánones de autores escolares, determinaba qué libros en concreto iban a vencer en la implacable lucha de todo lo humano con el tiempo y con la muerte.

Los griegos, de este modo, habían dado un singular carácter a sus tradiciones pedagógicas, si se las compara, sobre todo, con las del resto de las civilizaciones antiguas. La suya pudo ser, por ello, una cultura civil y literaria, transmitida de una generación a otra por los métodos de la educación. En sus grandes obras, además, hallaba Grecia una expresión muy alta y depurada de la persona y la experiencia humanas.

Roma lo entendió así. Fue el contacto helénico quien sacó a los latinos de la oscura protohistoria -en que, por ejemplo, vivían aún en los días de César los celtas de la Gallia- y los introdujo en la historia universal.

Ese mismo latín para el arte y la cultura, empezaría a cambiar después de Cicerón y de Virgilio. La escuela romana llegó a tener con ellos sus propios textos nacionales. Desde el siglo I ambos autores fueron objeto de comentarios, glosas y enseñanza, como los venerables autores canónicos helénicos. Su hegemonía pedagógica -y con ellos la de la lengua nacional- era ya tan sólo una función del tiempo. El griego y sus autores se conservarían durante siglos en la escuela, pero de modo que representaban un complemento indispensable, una posibilidad de acceso a las fuentes genuinas de la filosofía, la elocuencia, la historia y la poesía y una ventana abierta a la universalidad.

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Semejante situación se mantuvo en la Edad Media, entre las dificultades de los tiempos y las necesidades sentidas como auténticas en una cultura que se había enriquecido con los valores cristianos, y en el que la palma de la excelencia era justamente atribuida a la «doctrina sacra». Con el Renacimiento y la pujanza de las renovadas concepciones humanistas, la pedagogía vuelve por el buen latín de los antiguos, [… ] y como había ocurrido en Roma antes de que Virgilio y Cicerón ganaran las escuelas, también en los nuevos países de Occidente faltaban autores canónicos en la lengua nacional que llevar a las aulas. Los textos medievales, rudos e insufribles para quienes habían formado su gusto literario en los romanos de la Edad de Oro, no podían prestar este servicio.

Humanidades y estudios humanísticos son términos equivalentes a conocimiento profundo y familiar de las lenguas cultas y estudios literarios. Este sentido tienen en el Renacimiento, como herencia de algo muy metido en las entrañas de la cultura medieval y como reflejo culto y erudito de lo que había ocurrido en la antigüedad grecorromana. Es decir, como fruto de la realidad social de que cobraron conciencia los griegos contemporáneos de Platón, y que no se había de interrumpir nunca en todo el mundo antiguo: la educación y la cultura –paideia griega, humanitas romana- eran la obra de los poetas y los maestros del arte excelso de la pedagogía de la palabra. Ya para el ateniense Isócrates (siglo IV a.C.) el logos era, a la vez, la más sublime y específica capacidad del hombre.

La tradición de lengua culta, con una larga y brillante historia literaria que tiene nuestro idioma, significa que es posible mantener entre nosotros la fecunda tradición occidental del humanismo. La decisión de cancelarla se parecería bastante al suicidio mental de todo un pueblo y convertiría a nuestros pobres escolares en hospicianos sin genealogía, desarraigados del saber de sus mayores y de la tradición, y estériles por ello mismo para cualquier futuro. Los haría vulnerables y fácil presa para la sustancial superficialidad, que como el riesgo apocalíptico y final de una destrucción atómica, amenaza en nuestra época con disgregar lo mejor de cada hombre y de toda cultura.

Si el latín llegara a ser para nuestros hombres de los escalones universitarios, una lengua tan extraña y alejada como el árabe, habríamos roto todo puente con la tradición y con la historia, para encontrarnos en esta hora atómica en las mismas condiciones culturales que los pueblos que acaban de salir del estado colonial o de la condición de primitivos.

En su conjunto, el humanismo nuevo, síntesis de la cultura nacional y de la antigua, ha de enseñar al joven estudiante las infinitas posibilidades intelectuales y morales, y la gran responsabilidad que deposita en sus manos la condición de heredero de todos los que en la historia -los próximos y los lejanos- vencieron en nombre del espíritu. Porque la palabra -el logos– es, como sabían muy bien los griegos, la más sublime y especifica capacidad del hombre.

 

Extractos de algunos artículos publicados en prensa por el autor que, fechados en 1957, cumplen cincuenta años. (Cfr. «La educación por la palabra», ABC, 18-8-57; «El nuevo humanismo nacional», BC, 23-10-57).

Fundador de Nueva Revista