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No obstante ser el ciclo histórico de mayor amplitud de la historia española, la Reconquista apenas si introdujo elementos constitutivos nuevos en su personalidad. Su trascendencia fue de naturaleza básicamente reactiva e histórica al dar definitivo cuerpo y expresión, madurez en suma, a los más importantes de aquéllos. La nacionalidad española aun magmática en diversos aspectos al producirse el desembarco del 711, halló en el invasor al enemigo definido que sirvió para cristalizarla.  Desde el principio al fin, el musulmán fue el otro, el adversario a batir. Por su doble condición de invasor y hereje, el árabe encarnaba al elemento destructor.

Tres siglos atrás, por su arrianismo y extranjería, los visigodos pudieron suscitar una oposición más o menos frontal del lado de los hispanos, que estuvo lejos de producirse, salvo entre los siempre belicosos vasconavarros. La reacción de trescientos años después mide con exactitud el salto cualitativo producido durante el periodo visigótico en el desarrollo de la conciencia nacional. Por el contrarío, como acabamos de exponer, pocos nuevos ingredientes de verdadera magnitud -y no olvidamos, desde luego, la fundación de las universidades o el camino de Santiago- se introdujeron en el crisol de la personalidad nacional en el prolongado periodo en que la Península y el archipiélago balear asistieron a la lucha sin desmayo entre dos concepciones opuestas de la sociedad. Pues, en efecto, ni treguas ni paréntesis -algunos muy dilatados- entre los dos pueblos que se disputaban el dominio de la Península, marcaron cortes o solución de continuidad en el encarnizado enfrentamiento de dos modelos de convivencia, como se diría hoy.

Para los partidarios de las denominadas peyorativamente tesis esencialistas de la visión y concepto de lo español, tan largo periodo ejemplifica sin igual la existencia de una personalidad o de un alma hispanas que, actuando en la historia, la explican. Pero quizá aún más elocuentemente, la Reconquista corroborará de manera impar la dialéctica permanente en que se expresa y vierte el verdadero carácter nacional. Una vez más, los habitantes de la Península se presentarían como sometidos por un invasor, que en esta ocasión ofrecía la peculiaridad de ser frontalmente enemigo de la ya uniforme y unitaria creencia religiosa de la población autóctona. En una obra que arroja alguna claridad en la grisalla que envuelve y envolverá aún por mucho tiempo el tema de las identidades nacionales, el filósofo Gustavo Bueno ha hincado en el proceso abierto en 711 jalones salientes de España como realidad histórica: «La identidad interna de la Hispania romana o de la Hispania visigótica fue ya, sin duda, de orden político. Una nueva identidad de España, tal es la tesis que aquí mantenemos, habría comenzado a configurarse a raíz de la incidencia, a partir del año 711, de la impetuosa corriente del islam sobre la unidad establecida por el reino visigodo. Esta corriente rompió la unidad de referencia en mil fragmentos; y también rompió la identidad por ella implicada. Comienza aquí una nueva época: la recomposición de los fragmentos de la unidad que la Hispania romana y visigoda había conformado, merced a una nueva identidad, dará lugar a la nueva unidad interna, que llamamos España, en el sentido actual y que, por cierto, no será la unidad de mera recomposición de la Hispania visigótica perdida, sino una unidad de nuevo cuño (que buscará su identidad a través de la alianza con otros reinos cristianos también enfrentados a los musulmanes)» (España frente a Europa, Barcelona, 1999, p. 162). Al margen de discusiones abstrusas o académicas, es evidente que tal tenacidad finalística, visible singularmente del lado cristiano, indica la fuerza nacional que latía en una empresa movilizadora de todas las energías de una comunidad que la entendía como el ser o no ser de su pervivencia. Una gráfica que uniera al 711 con 1492 dibujaría la evolución de la conciencia nacional, similar en su naturaleza, pero distinta en su desarrollo y acrecentada, como proceso abierto que era, con el paso de los días. Todo lo que se descubría embrionario en la primera de ambas fechas, aparecía robusto en la segunda. «La pérdida de España» acaecida, según los monjes asturleoneses, en 711, comportó en más de un aspecto la amputación de Europa. Una y otra habían desaparecido en el annus mirabilis de 1492 en el que se hizo realidad la profecía altomedieval de la reintegratio Hispaniae. Bien que únicamente desde el mirador castellano cabe afirmar la ruptura con Europa a partir de Guadalete y pese a que los Pirineos en su segmento oriental no marcaron frontera alguna en la Alta Edad Media, debe admitirse, empero, que la reconquista significó en buena parte un acto de reafirmación de una condición europea ya salida de su crisálida. El fin del otoñal reino nazarí fue por ello celebrado con entusiasmo sin igual en la Península y en toda la cristiandad, viniendo, en amplia medida, a contrarrestar las secuelas pesimistas de la caída de Constantinopla. No obedeció, por tanto, a un momentáneo arrebato el propósito albergado por el más político dé nuestros estadistas, el rey don Fernando, de recuperar la antigua capital del imperio bizantino, mediante un aproche que comenzara con la expugnación de las plazas fuertes de Berbería. Todo, en efecto, era posible no sólo al ensueño, sino también a las energías de un pueblo que muy pronto habría de ejercer el liderazgo de la cristiandad en la hervorosa Europa del primer Renacimiento. Acumulada mucha arena en la clepsidra de la historia nacional, en días de recogimiento y pesadumbre, la pluma embridadamente escéptica de don Juan Valera vibraría al rememorar, en una extraña y sorprendente novela histórica —Morsamor—, aquellas horas en que, dorsianamente, la nación se «embriagara de imperiales vinos». España había revalidado su vocación de ser europeísta a golpe de tesón y sacrificios. Ningún pueblo del Viejo Continente se le pudo asemejar en cuanto a títulos y voluntad de ser porción principal y creadora de su civilización. Al gigantesco esfuerzo medieval vino a sumarse en la Edad Moderna el no menos admirable desplegado en el Nuevo Mundo. La entrega sin medida a éste se realizó sin merma alguna de su cualidad europea. Probablemente el mayor esfuerzo civilizador de los contemplados por la historia se hizo al trasplantar al Nuevo Mundo los frutos más serondos de la cultura europea. Obra de hombres, la empresa americana estuvo empañada por torpezas y defectos cuantiosos. No obstante, por severo que sea el arnés de su medida, sobresaldrá siempre como uno de los capítulos estelares de la aventura humana. Nutrida y conectada con las líneas de fuerza del proceso reconquistador, la completa inmersión americana de España y los españoles sería por ello en todo momento compatible con su vivencia europea. Ni en los instantes de mayor decaimiento o pesimismo en los destinos del Viejo Continente y de su presencia en él, experimentó España la tentación de un desquite o sucedáneo americanos. Aun ni siquiera como ilustración histórica es recomendable el cotejo con otras naciones, tan proclive resulta el método al chauvinismo. Pero quizá ninguna otra potencia colonizadora hizo compatible en el grado de España la donación absoluta a su cometido con el cuidado de sus raíces e identidad. Al alumbrarse sin la menor ruptura cultural el nuevo mapa político americano tras la emancipación, España era tal vez más europea que al producirse el fecundo encuentro de 1492. Pese a lo que escribíamos acerca del carácter esencialmente reactivo para la conformación de la idea de España como comunidad histórica tenido por la Reconquista, distamos, como bien se comprenderá, de restarle nada de su descollante importancia. Varios de los cimientos de nuestra nacionalidad se echaron en su transcurso. En un libro más citado que leído —El concepto de España en la Edad Media—, José Antonio Maravall, que nunca desmintió su oriundez levantina, cerró el paso, con el envidiable análisis de una ingente documentación, a todo planteamiento que cuestionase la común orientación unificadora que presidía la existencia de las distintas organizaciones políticoterritoriales cristianas opuestas al dominio musulmán. Su fragmentación no entrañó obstáculo para la pervivencia en ellas de la concepción visigoda de una sola realidad política. Pleitos, antagonismos y desencuentros entre las coronas peninsulares no amortiguaron el empuje del ideal común. Aunque no en todas, en la mayor parte de las coyunturas cruciales el concurso mancomunado de los diversos reinos fue ostensible y efectivo. Bien que por diversas razones Castilla abanderase con asiduidad esta orientación centrípeta, no por ello patrimonializó a los ojos de las restantes entidades soberanas la idea y el concepto de España. El cual se vivenció, asumió y defendió con igual calor por el otro gran conjunto en que, una vez consolidado el reino lusitano, se articularía la España bajo medieval. Antes y después de ello, las vicisitudes de los efímeros reinos de Galicia y Mallorca y los convulsos avatares del de Navarra evidenciaron con patencia la especificidad de amplios territorios peninsulares, cuya peculiar idiosincrasia arrancaba, de ordinario, de singularidades lingüísticas, étnicas y geográficas, reforzadas a menudo por la misma trayectoria de la reconquista, muy sincopada y alternante. La abrumadora superioridad geográfica y demográfica que, desde fines del XII, poseyó la corona castellanoleonesa y que hasta esas fechas —batalla de Muret: 1213— había sido equilibrada por la catalanoaragonesa, con su sólida implantación ultrapirenaica, no legitimó ante las restantes formaciones cristianas ninguna idea excluyente de la nacionalidad española, tampoco, por lo demás, deseada o reivindicada por aquélla. Desde el inicio mismo de su verdadera nacionalidad su plántula fue plural. Una Cataluña desprendida por la lógica de la realidad de los hechos del imperio carolingio, una.Navarra que nacida ya casi con armadura institucional de reino y a la que Sancho el Mayor diese la primera experiencia de una gran entidad política, un Aragón al que los herederos del fundador de su condado, Aznar Galindo, imprimieron brío expansionista… podían disputar al reino de las Asturias de Santillana y de Oviedo si no la primacía cronológica, sí, desde luego, cualquier otra de índole militar o ideológica (Alfonso el Batallador, Ramón Berenguer IV, Jaume I…). El yunque de la reconquista batió así una nacionalidad de fuentes y elementos diversos —lengua, usos y leyes—, pero aglutinados por una misma identidad material y doctrinal, vehiculada a través de una comunidad histórica en permanente crecimiento cuya identidad se adensaba y movilizaba con el correr de los días y la consiguiente respuesta a sus nuevas demandas. Cuando tras la conquista del valle del Guadalquivir y, sobre todo, después de la batalla del Salado (1340) el peligro de un resurgimiento musulmán desapareciera, sirviendo el reino granadino creado por el prudente… como mero pretexto la mayoría de las veces en Castilla para neutralizar o desviar querellas internas y levantiscas energías, el pluralismo peninsular se proyectaría sobre nuevos y trascendentes escenarios. Durante un siglo, el vector unificador pareció en peligro y a punto de osificarse. Especialmente después del segundo revés lusitano de Juan I —Aljubarrota: 1385— era imposible prever del lado de cuál de las grandes formaciones peninsulares podría inclinarse un día la hegemonía peninsular, llevando a cabo la ensambladura de todo su territorio. De otro lado, ni su necesidad e ineluctabilidad se ofrecían claras. Bien que en ellas hubiese faltado un aglutinador tan poderoso como el religioso, erigido en principal elemento dinamizador e identitario de la conciencia nacional en la lucha plurisecular con un poderoso enemigo de fe opuesta a la cristiana, Inglaterra y Francia, enzarzadas ya en la guerra de los Cien Años —13281483—, poseían una configuración territorial muy diferente con la que comenzarían su camino por las rutas del Estadonación. Una vez asentados los Trastámaras en Aragón, la unidad peninsular semejó ofrecerse más hacedera en el tiempo y en el espacio. Pero el horizonte para ello tardó, en verdad, en despejarse por entero. La falta de descendencia directa de Alfonso el Magnánimo y la esterilidad de la política matrimonial de Castilla con Portugal allanaron grandemente la senda. Pero el formidable envite que, para la completa soldadura de las dos Coronas, representó el segundo casamiento de don Fernando con la francesa Germana de Foix —1509— volvió a evidenciar el delicado tejido con que se hiló la unidad peninsular. Pese al paulatino absolutismo de la monarquía durante el quinientos, aquélla no pudo darse nunca por conclusa, siendo necesario conjugar con destreza sensibilidades, intereses y costumbres de una asombrosa variedad. Así lo entendieron los Austrias mayores, sin engañarse nunca acerca de la compleja arquitectura de sus territorios peninsulares y de su rica y bien afirmada personalidad. En el caso de Felipe II, la anexión de Portugal reforzó tal creencia, ahincándole en el delicado manejo de las múltiples y móviles piezas de las estructuras de sus reinos. La polisinodia fue, ciertamente, una inteligente respuesta a este formidable desafío institucional, pero habría sido insuficiente de faltar la postura respetuosa y hasta obsecuente de los monarcas. UN SIGLO DECISIVO: EL XIV El seguimiento de los vectores de la unidad peninsular ha forzado a quemar etapas y a marginar aspectos esenciales en el desenvolvimiento de la historia medieval que no pueden omitirse ni siquiera.en visión tan panorámica como la presente. Así se hace obligado recordar que, estabilizada la Reconquista, el siglo XIV asistió a uno de los estadios más trascendentes de la construcción nacional. Especialmente en Castilla, el poder monárquico experimentó un notable robustecimiento con las auras de un populismo enfervecido y el recobro del derecho romano por la nueva elite políticoadministrativa de los legistas. Pocos soberanos como Alfonso XI y Pedro I atesoraron un mayor caudal de simpatías en el estado llano. Minorías y regencias femeninas, querellas intestinas y hasta guerras civiles pusieron a prueba, con indiscutible éxito, lo que avant la lettre podría llamarse racionalización de la institución real. Incluso favorecido por la coyuntura de una época de crisis, el recrudecimiento de las frondas nobiliarias no logró bloquear un proceso que consolidó, por encima de etapas difíciles y de vacíos como la del reinado de Enrique IV, el enraizamiento de la monarquía en la conciencia popular, acercándola, en ocasiones, a la sacralización. De tendencia semejante, en la Corona de Aragón el proceso fue más matizado y complejo. Al no imponerse por entero a la levantisca y poderosa nobleza aragonesa, la Corona desplazó definitivamente su eje de gravedad a Cataluña. Aquí el acrecentamiento de su influjo dimanó primordialmente de la sintonía con el sentir de las clases medias urbañas, celosas de las tradiciones y prerrogativas institucionales y corporativas menoscabadas por la oligarquía nobiliaria, cuya fuerza aspiraba a contrarrestar mediante la alianza con la Corona. En lo que cabría denominar socialización de la realeza aragonesa, la hecatombe demográfica de mediados del siglo representó idéntico papel que las revueltas nobiliarias en Castilla. En el marco institucional necesario para la preservación del orden social y el despegue del país, la monarquía se presentaba como motor básico. El crecimiento del papel de las Cortes reforzó la alianza entre pueblo y Corona. Uno de los monumentos de la legislación castellana, el Ordenamiento de Alcalá (1348), resultado de las Cortes celebradas en la ciudad complutense, señala probablemente su fastigio bajo medieval. Entretanto, en Cataluña, los últimos años de la dinastía autóctona autentificaron la leyenda ulterior de reyes de santorales y vitrales, modelos de buen gobierno y compenetración con los afanes de sus subditos. A su vez, la refeudalización introducida en Castilla por los Trastámaras no logró por entero imponerse en el imaginario colectivo. Y así, más que a los efectos de la propaganda del poder monárquico en la Castilla de finales el XIV y comienzos del XV, el apego y afección populares hay que atribuirlos principalmente al recuerdo mítico de Alfonso XI y de su hijo Pedro I. Aunque nimbadas de halo religioso, las Coronas castellano y aragonesa de la Edad Media debieron su afianzamiento a su consideración por el pueblo como magistraturas eficaces frente a la prepotencia nobiliaria y vinculadas por instinto a unos estamentos que nunca recelarían de su acrecentamiento. Llegada la época del patriotismo moderno, sus teóricos verían en este pacto permanente e histórico entre la cúpula del poder y su base la muestra más fehaciente de la constitución interna, sustrato permanente y vivificador de la nación española. Expuesta singularmente por Jovellanos, con envidiable precisión conceptual y alteza de miras en situación tan dramática como los inicios de la guerra de la Independencia, todo el pensamiento conservador con reflejo y ascendiente indisputables en la configuración de los dos textos constitucionales de mayor vigencia temporal en la historia de nuestro liberalismo se inspiró generosamente en la llamada a veces teoría o doctrina «jovellanista» del poder monárquico. Estrechamente emparentada con las europeas del mismo corte como las burkenianas o las de los doctrinarios franceses, sus continuas alusiones a un pasado medieval en el que sus principios gozaran de provechosa vigencia social y política aspiraban también, por vía indirecta, a legitimar la monarquía «templada» con la aureola de un tiempo muy revalorado por románticos y progresistas. Por su parte, la constitución externa halló en el Parlamento su expresión más acabada. El periodo que ahora nos ocupa, la plenitud bajomedieval, se reveló igualmente decisivo para su consolidación. Adviértase, sin embargo, en este punto, que todas las precauciones que se adopten frente a precocidades e ingenuos chauvinismos nunca pecarán por exceso. Los liberales del XIX y los demócratas del XX tendieron a adelantar los calendarios del parlamentarismo y la división de poderes… La historiografía más solvente se asombra hoy del ancho crédito que, por diferentes razones, se ha dado —y continúa dándose— a las visiones, lindantes con la mitología y la hagiografía, del primer itinerario de la institución en la que acabaría por depositarse el poder constitucional, algo que quedaba muy lejano de unos comienzos trastabillantes y precarizados. Pintados en muchas ocasiones a la acuarela, sus inicios fueron en todos los reinos menos refulgentes que en las descripciones para la militancia de base del idealista progresismo de filiación doceañista. No por ello, sin embargo, dejó de latir en sus raíces un encomiable anhelo de libertad civil y democratización política. Pero hacerlas arrancar de una imposición popular o nobiliaria a la realeza equivale a distorsionar la realidad histórica, más acomodada a la idea de pacto, aunque tampoco por entero. El régimen de democracia comunal vigente por fortuna durante largo tiempo en numerosas localidades de reducida población hasta constituir una de las tradiciones más sólidas de la cultura política nacional, no tuvo un grande y efectivo reflejo en el día a día de las cortes. La controversia sobre sus orígenes y nacimiento, así en Aragón como en Castilla, no nos interesa aquí tanto como su papel en el curso evolutivo de la nacionalidad española. Comunes a las restantes instituciones parlamentarias del entorno peninsular, ¿modularon las castellanoaragonesas un específico ejercicio del poder y una realeza con atributos y rasgos singulares? Globalmente no parece haber sido así. Leyes y tributos fueron, como en toda la cristiandad occidental, sus principales quehaceres. Conceder y fiscalizar impuestos y colegislar con los monarcas y sus representantes eran sus funciones emblemáticas. Siempre que se acompasaron al libreto de la realeza, las cortes ensancharon su campo de actividad, pero sin olvidar nunca que en las de estructuras más oligárquicas, la pieza nuclear del sistema de poder la aportaría en todo momento aquélla. La diferencia existente entre las aragonesas y las castellanoleonesas provinieron de sus distintas dinámicas. En tanto que en las de Valencia y Aragón y en menor medida las del Principado, el brazo popular no gozó de fuerza para contrarrestar la omnipotencia nobiliaria y eclesiástica, en las de León y Castilla y en las catalanas más tarde, los procuradores usufructuaron de ordinario mayor capacidad de decisión. ¿Respondió este distinto dinamismo a la diferente estructura social de ambas coronas? Frente al sentir de algunos historiadores «castellanistas» no creemos que en ello descanse un factor determinante, aunque, en cualquier caso, es un extremo sin duda de importancia que nos llevara a analizar apresuradamente una cuestión no menos transitada por la polémica. Es claro que nos referimos al tema del feudalismo español, sobre el que la enorme cantidad de tinta gastada en su exégesis no será óbice para que se siga vertiendo a raudales. Ello, claro, da idea de su importancia, pero también de su politización, muy acentuada en días aún cercanos. Probablemente se deba a un autor muy poco o nada politizado, L. García de Valdeavellano, el discípulo predilecto de Sánchez Albornoz, el planteamiento más acertado y sereno de la cuestión; enmarañada no sólo por razones ideológicas, sino también por las vaguedades e imprecisiones terminológicas que la rodean al hacer del feudalismo una voz mostrenca y en exceso globalizadora. Con la importante salvedad de los territorios bajo el dominio de los condes catalanes, ninguna de las estructuras esenciales del resto de la España cristiana quedó impregnada de forma sustancial por los elementos del feudalismo. La excepción catalana y la tardía y, sobre todo, muy aislada aparición en su suelo de las estructuras feudovasalláticas, no autorizan en modo alguno a considerar la existencia en España de una «sociedad feudal» como una realidad o dato importante de su trayectoria medieval (vid. El epílogo a la traducción de la obra de D. L. Ganshof, Questce que la feodalité? Barcelona, 1963). Rechazando con mesurada acribia la concepción marxista del mundo feudal, sin embargo, el historiador madrileño se acercaba, con matices, a la expresada por otro notable medievalista, Salvador de Moxó, que, salvo en el orden político, estimaba a la española como una sociedad feudal, en el sentido más lato y, singularmente, más difundido del término: «[…] si entendemos por Feudalismo un sistema políticoconstitucional parece claro que de la mayor parte de la España de la Edad Media no puede afirmarse que se instaurase el régimen feudal en su aspecto jurídicopolítico. Cuestión distinta es la que supone considerar el Feudalismo como un tipo peculiar de sociedad, derivado de la supramacía social de unas clases privilegiadas o nobles dedicadas al servicio de las armas, vinculadas entre sí y con el rey por relaciones especiales de fidelidad y servicios y detentadoras de territorios o señoríos sobre cuyos labriegos o cultivadores, sometidos al señor por vínculos de dependencia, ejercen los señores potestades diversas, al propio tiempo que obtienen de esos labriegos rendimientos económicos y servicios gratuitos. Si se atiende a este aspecto de la sociedad medieval hispánica, creo que podría admitirse, con algunas reservas, el calificar a esa sociedad de Sociedad feudal» (Sobre la cuestión del feudalismo hispánico, en Homenaje a Julio Caro Baroja, Madrid, 1978, p. 1.029). Pero, a pesar de que Sánchez Albornoz y los integrantes de su escuela madrileña rompiesen más lanzas historiográficas por la ausencia del feudalismo en Castilla que las rotas por Fernán González y el Cid en los campos de batalla, su autoridad no debe confundirnos. En todo caso, su vacío quedaría cubierto por los señoríos eclesiásticos y seculares, cuya geografía y permanencia fueron tan dilatadas que, de creer a un ardoroso sector de la historiografía actual, llegaron a conformar gran parte de la historia posterior. En parte por razones ideológicas, en parte por motivos de respetable sentimiento telúrico, buena parte de los estudiosos integrados en dicha corriente introducen un saludable correctivo al imperialismo de las tesis de sus contrarios, hiperbólicos en su idealidad liberal y castellanista. La señorialización ha sido, innegablemente, una premisa mayor del discurso y el texto de nuestra historia, pero no fue una realidad yuguladora e inflexible por principio de las energías y hombres bajo su jurisdicción. Todo lo que se afirme de su trascendencia será poco; todo lo que se enfatice de su omnipresencia asfixiante será exagerado. Ciertamente, confirmando la opinión mantenida con vuelo a menudo lírico por los historiadores mencionados más arriba en primer lugar, antes de que el mapa señorial se consolidase en Galicia, León, Navarra o Castilla se auscultan en toda su geografía los latidos de la mejor escuela de libertad y civismo: la democracia municipal, el gobierno de concejos y villas, gozosa realidad ensanchada con el imparable crecimiento urbano a partir del siglo XI. Esto sin duda conformó una mentalidad y unos usos cuya realidad y, particularmente, cuyo recuerdo no llegó nunca a volatilizarse, especialmente, entre los habitantes de esos mismos burgos o ciudades. Teorías y mitos se alimentaron ulteriormente de ellos. Hombres libres en tierras libres. Su precio, bien se entiende, era muy alto. Las trincheras de la libertad se cavaban en la frontera con el musulmán. En ellas no cabían feudos ni latifundios. La estructura de la propiedad se ajustaba en todo a este encuadramiento, con parcelas al uso y medida de las necesidades de gentes que alternaban el arado con la espada. El marco institucional no podía ser otro que unos cuerpos representativos en los que la voz del pueblo se hiciera oír y… decidiera. Repetiremos —por su importancia— que una de las interpretaciones más divulgadas de la historia española se nutrió de dicho esquema. No sólo la castellanista de fines del siglo XX, sino también la llamada por sus adversarios «españolista» debieron mucho a ella. Esta última se confundió durante largo tiempo con la de mayor circulación en las esferas académicas. Su patrocinio y elaboración —sobre una ancha corriente anterior— correspondieron a las dos figuras cimeras de la historiografía del novecientos: el gallego asturianizado don Ramón Menéndez Pidal y el abulense don Claudio Sánchez Albornoz, que le dieron pasaporte válido para todo el mundo. Aparte exageraciones, omisiones y exclusiones —se contabilizan muchas—, tal visión puede servir como guía segura para recorrer varios siglos en los que la personalidad nacional en su dimensión «castellana», adquiriría, en algunos de sus núcleos, peso y consistencia, siempre que no se olvide su índole epinecial y reduccionista. Una vez alcanzada la línea del Tajo y, muy especialmente, traspasado Despeñaperros, la Castilla de gardingos y caballería villana comenzó a convertirse en un solar de señoríos laicos y religiosos. En el nuevo escenario se instalaría por siglos el latifundio, causa determinante del rezago económicosocial de media España a lo largo de la modernidad. Tan importante fenómeno fuerza la repetición de lo antedicho. No obstante la relativa frecuencia con que los estatutos de las poblaciones de señorío eximieron a sus habitantes de servicios y cargas, de facto el hecho señorial imposibilitó o, en el mejor de los supuestos, coartó la existencia de una campesinado libre y robusto, tanto en las tierras del Guadalquivir, como en las del Turia, Ebro, Tajo, Miño o Segura. Su correlato en el plano parlamentario pudo ser la mayor oligarquización de las Cortes, que acentuaría, a su vez, el acercamiento de las posiciones regias y populares. Dicho binomio que, a primera vista, semejaba destinado a un rutilante porvenir, rara vez llegó a serlo en la práctica. La resistencia de los estamentos privilegiados y la proclividad al desempeño solitario del poder del lado de la Corona, lo dejó en el limbo desiderativo de los filósofos de la política y de las utopías que, incluso, en las broncas tierras de la Meseta, brotarían a partir del trescientos. «Allá van leyes, do quieren reyes» afirmaría, más realista, por la misma época, la musa popular… En el periodo bajo medieval, tan caricaturescamente pergeñado aquí, y debido a su fuerte componente señorial, las Cortes valencianas y aragonesas devinieron en asambleas aristocráticas, en las que ya no los deseos e intereses populares, pero ni tan siquiera sus reivindicaciones encontrarían de ordinario eco. En casi todas las ocasiones en que el rey quiso alterar el status quo, su iniciativa quedó como mero acto fallido, que venía, por lo demás, a reforzar las posiciones quiritarias. Distinto, como también se hizo referencia más atrás, es el panorama que presenta Cataluña. No todo fue, obviamente, de color de rosa en sus cortes, pero la cooperación se descubre a menudo como la conducta habitualmente seguida por sus diversos brazos así como con la Corona. Unos municipios regidos por el activo comercio y artesanado característico de la región, fue el vivero de procuradores competentes y bien percatados de que el norte de su conducta habría de apuntar al entendimiento con la Corona. Algunos historiadores del Principado que acusan a los Trastámaras de haber destilado en el alma de sus habitantes el tedium vitae en contraposición con la joie de vivre de la vieja dinastía, registran también distorsiones y quiebras en el desenvolvimiento de las Cortes del siglo XV por razón del autoritarismo de Fernando I y sus descendientes. Queja acaso algo desmedida a la vista, por ejemplo, del escrupuloso respeto manifestado invariablemente por Fernando el Católico hacia los fueros y costumbres de su Corona, así como de su simpatía entre los estamentos populares. Mas, al margen de filias y fobias historiográficas, es lo cierto que, no obstante su rígida organización social, connotada grandemente por los privilegios, el protagonismo de las Cortes de la Corona de Aragón fue mayor que el de sus homónimas castellanoleonesas. La teoría pactista, de tan ancha audiencia en el territorio del Principado, influyó notablemente en la creación de un clima más próximo al de los Parlamentos contemporáneos que la atmósfera reinante coetáneamente en los de aquélla. Adviértase sin embargo en este punto, que todas las precauciones que a se adopten frente a adelantos de libertades y precocidad de un clima constitucional en los siglos bajomedievales nunca pecarán por exceso. Liberales decimonónicos y demócratas novecentitas tendieron a adelantar el calendario del parlamentarismo… En todas las épocas, los soberanos impusieron sus ideas y deseos, en tanto que los reveses momentáneos no pasaron de ser, en Castilla y en el Casal de Aragón, pasajeras detenciones y retiradas tácticas, pronto abandonadas a favor de una estrategia clara y permanentemente ofensiva en aras del poder real. Pero, como en varias otras ocasiones precedentes, nuestra atención se desviará de la evolución detallada de las Cortes peninsulares en su fase de gestación y primeros pasos para centrarla en el camino real de nuestra indagación. Abstracción hecha de sus aciertos y carencias, las Cortes, sus principios y consecuencias, el espíritu segregado por su funcionamiento y tareas, testimonian al par que constituyen un elemento nuclear de la personalidad nacional como órgano e instrumento de la legitimidad política de regímenes y gobiernos, en el que, con la monárquica, se residencia la soberanía. De ahí que, en horas críticas, en las que la continuidad del reino estuviera a punto de zozobrar y hundirse, el pueblo apelase a su convocatoria como único medio para asegurar el porvenir.

José Manuel Cuenca Toribio (Sevilla, 1939) fue docente en las Universidades de Barcelona y Valencia (1966-1975), y, posteriormente, en la de Córdoba. Logró el Premio Nacional de Historia, colectivo, en 1981 e, individualmente, en 1982 por su libro "Andalucía. Historia de un pueblo". Es autor de libros tan notables como "Historia de la Segunda Guerra Mundial" (1989), "Historia General de Andalucía" (2005), "Teorías de Andalucía" (2009) y "Amada Cataluña. Reflexiones de un historiador" (2015), entre otros muchos.