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¿Qué motivo podría haber, cabe preguntarse, para que la editorial Deusto publique una nueva traducción española de un libro de mil doscientas páginas escrito por una autora ruso-americana en 1957? La respuesta es simple.

Se trata de La rebelión de Atlas de Ayn Rand, uno de los libros más influyentes del siglo XX. La obra de Rand se reedita en tiradas cada vez mayores en Estados Unidos, país que la adoptó cuando era una desconocida de 21 años llamada Alisa Zinovievna Rosenbaum.

La rebelión de Atlas. Editorial Deusto. 1232 págs.

Hoy se proclaman devotos randianos, entre otros muchos, los directores Oliver Stone y Steven Spielberg, los empresarios Elon Musk y Peter Thiel, los actores Angelina Jolie y Brad Pitt y los políticos Paul Ryan y Ted Cruz, por no hablar del actual presidente estadounidense Donald Trump, que cita a Ayn Rand como su autora preferida.

En “Mad Men” el publicista jefe recomienda a Don Draper usar unos dólares de su bonus salarial para comprar La rebelión de Atlas

En la serie Mad Men ―que narra la construcción de la identidad estadounidense en la década de 1960― el publicista jefe Bertram Cooper recomienda a Don Draper usar unos dólares de su bonus salarial para comprar La rebelión de Atlas.

El de Ayn Rand fue un caso de tantos en que Estados Unidos acoge a un talento extranjero, contribuyendo de paso a su propia riqueza cultural, como sucedió en el siglo XX con Joseph Brodsky (Nobel de Literatura), Vladimir Nabokov y Hannah Arendt. Esta aculturación es lo único estereotipado de la trayectoria de Ayn Rand, que al despedirse aún veinteañera de su familia gritó desde el tren soviético que se alejaba de San Petersburgo: “¡Cuando vuelva seré famosa!”.

Jamás puso un pie en Rusia de nuevo, pero cuatro semanas después lloraba ‘lágrimas de esplendor’ a bordo del trasatlántico francés De Grasse al ver por primera vez la silueta de los rascacielos de Nueva York.

Aquella tarde invernal de febrero, tres años antes de la Crisis de 1929, mirando caer la nieve mientras las autoridades estadounidenses revisaban su visado temporal de ‘rusa blanca’, la joven expatriada decidió escribir una novela sobre arquitectura moderna. Lo cumplió diecisiete años después, previo paso por California, donde se ganó la vida pegando sobres y como camarera hasta que abordó al productor Cecil B. DeMille en un aparcamiento y consiguió un trabajo de extra en el docudrama bíblico Rey de reyes, en cuyo rodaje conocería al pintor Frank O’Connor, su futuro marido.

Durante casi una década vivió en Hollywood revisando guiones y escribiendo tramas para Universal, Paramount y Warner. En 1934, ya casada y con la nacionalidad estadounidense, se mudaría a Nueva York donde dedicó seis años a escribir un manuscrito de 728 páginas llamado ‘Vidas usadas’ que en mayo de 1943 se publicaría con el título de El manantial. Fue llevada al cine, con Gary Cooper como protagonista.

La paradoja de este superventas político-filosófico habría hecho gracia a una autora dotada de ese sentido del humor que Ayn Rand nunca tuvo. El manantial se vendió bien precisamente porque nadie lo entendió. William Finneran, jefe de ventas de la editorial Bobbs-Merrill, lo explicaba sin rodeos: “El libro despegó entre un público menor de treinta años y feliz de dejar atrás la crisis, pero si se cruzaran los datos de estas personas se descubriría que ninguna había leído más de tres libros en su vida, uno de ellos Lo que el viento se llevó”. La juventud estadounidense compraba el libro por la peregrina historia de amor entre Howard Roark y Dominique Francon, iniciada con una violación que ella disfruta ―acto políticamente incorrecto e impublicable hoy― y continuada con una transposición de los roles sexuales tradicionales. Recordemos que el acoso es el leitmotiv del renacido feminismo global, que Rand trata, al igual que Michael Crichton en su célebre novela Acoso (1994), no como un delito sexual, sino como una pugna entre dos poderes: femenino y masculino.

Ayn Rand tuvo que repetir la jugada, por tanto, con una novela tan contundente como para no dejar dudas sobre su función: revelar al mundo el dogma del objetivismo que supeditaba el bienestar social al provecho individual. La voluntariosa autora se encerró durante siete años y escribió una novela con quinientas páginas más que la anterior: La rebelión de Atlas. El público de 1960 ―inmerso en el Sueño Americano― respondió al desafío randiano de luchar por la individualidad en una sociedad multiétnica que exigía limar diferencias para integrarse en el paraíso de las oportunidades.

El capítulo siete de la tercera parte es una diatriba de setenta páginas que desarrolla la entraña del randismo y cuyo título This is John Galt speaking ―en esta versión de Deusto traducido por un desafinado ‘Soy John Galt quien habla’― es hoy célebre en el mundo. Si frases como “tu cuerpo es una máquina, pero tu mente es su conductor y debes conducir lo más lejos que tu mente te pueda llevar” pueden recordarnos hoy a un anuncio de zapatillas deportivas, a mediados del siglo XX eran una altisonante llamada a rebelarse contra la mediocridad. Esta incitación a la desobediencia captaba el espíritu de una época y cautivaba a la juventud inquieta de un país rico que entraba en la década de expansión económica más larga de su historia.

Una vez analizado el contexto, sin embargo, el enigma Rand persiste o incluso crece: ¿Por qué una novela de más de mil páginas que narra las peripecias de unos superhéroes maniqueos con un argumento bufo salpicado de arengas proselitistas sigue interesando a tantas personas hoy? La respuesta: El guiso estrafalario de cosmogonía, ego, anticomunismo, libre albedrío, autoayuda y economía primaria, como por arte de birlibirloque, funciona. Los intentos de apropiación política, en cambio, chocan una y otra vez con escollos insalvables para el orden mundial de la izquierda y la derecha: Rand era atea y proaborto, pero catalogó la homosexualidad de ‘repugnante’. Los nativos americanos se le antojaban unos ‘inútiles’ que, por no haber sabido crear una sociedad capitalista, merecían ser despojados de sus tierras. Las mujeres del planeta tenían como misión ser todas unas ‘adoradoras’ de seres heroicos, como los protagonistas de sus novelas, suponemos.

En el rompecabezas de este mundo nuevo, inquietante y caótico como un Picasso cubista, parece faltar una pieza. ¿Ubi sunt? ¿De dónde viene Ayn Rand? Es razonable plantearse que una niña precoz que conoce la Rusia prerrevolucionaria, la Rusia soviética y el capitalismo estadounidense antes de cumplir los veinticinco tenga la ambición eufórica de crear una cosmogonía inversa donde subyace un antagonismo moral.

El paraíso perdido de Rand fue su familia, un clan burgués y feliz que vivía en un caserón en San Petersburgo, con cocinera, niñera, institutriz y doncella

Si la literatura es añoranza del pasado, del presente o del futuro, el paraíso perdido de Rand fue su familia, un clan burgués y feliz que vivía en un caserón en San Petersburgo, con cocinera, niñera, institutriz y doncella. En la década de 1930 trató en vano de sacar a sus padres del infierno soviético, pero murieron durante el asedio nazi de Leningrado en la Segunda Guerra Mundial. La rebelión de Atlas es, en buena parte, una venganza literaria contra la historia y un paraíso recobrado en forma de utopía antisistema.

En el ensayo Agudas: Mujeres que hicieron de la opinión un arte (Turner, 2019) la periodista canadiense Michelle Dean estudia la influencia sobre el siglo XX de un grupo de mujeres estadounidenses encabezado por Dorothy Parker, Mary McCarthy y Hannah Arendt. No deja de ser curioso que Ayn Rand, cuya obra ha vendido treinta millones de ejemplares en el mundo, esté ausente de esta recopilación, sin duda por la ideología ultraconservadora que se le atribuye.

En su reseña de 1968 en el New York Times Book Review, Nora Ehpron escribía que le habría gustado preguntar a la autora de La rebelión de Atlas qué opinaba del prolongado éxito de sus novelas, de los editores que vaticinaron su fracaso y de los abultados cheques anuales por sus derechos de autor. Ella misma se contesta: “Presumiblemente, Ayn Rand se estará riendo todavía”.

Periodista, escritora y traductora.