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ÉTICA Y ESTÉTICA DE LA NARRACIÓN

«Una literatura que falsea la realidad del hombre
no puede ser importante ni perdurable».
Ernesto Sábato

El verano pasado, el Feuilleton del Frankfurter Allgemeine Zeitung se empeñó en recordar a las figuras del nazismo: mucho Hitler, un poco de Himmler, retazos de Göring, los ajusticiados en Nuremberg… Una de esas notas versó acerca de la educación artística y refinada cultura de la que podía preciarse Goebbels. Y también a nosotros nos vuelve a asaltar la misma pregunta que hurtaba el sueño a Steiner: ¿cómo es posible que personas con una sensibilidad artística educada, capaces de apreciar el arte, en elegantes trajes diseñados por Hugo Boss —como se dice por aquí—, fueran capaces de tanta brutalidad y de esa crueldad despiadada?

De una u otra forma, esta es una de las formulaciones con que Jorge Peña Vial se pregunta por las relaciones entre arte y ética. Peña Vial no se atiene exclusivamente a la parafernalia nazi, ni se estaciona en ningún problema específico. Le interesa desmenuzar las distintas teorías que, desde Aristóteles hasta Paul Ricoeur, han surcado por las aguas de la poética.

La poética del tiempo: ética y estética de la narración es una de las obras más logradas en castellano acerca del tema. Rico en bibliografía anglosajona, generoso en referencias literarias, desde Homero hasta Vargas Llosa, abundante en referencias cruzadas, Peña Vial demuestra conocer al dedillo la filosofía de Aristóteles, Arendt, Taylor, Maclntyre y el ya mencionado Ricoeur, así como el pensamiento de Steiner, Pareyson y Booth. Los enemigos contra quienes batalla en ese territorio decisivo de la narratividad son siempre extremeños: por un lado, los deconstructivistas à la Derrida, los narrativismos radicales de Rorty o Morey, la analítica dura, el estructuralismo, así como la «pornografía de la insignificancia»; por otro, los moralistas-censores de todo tipo.

Se trata de un estudio filosófico amplio, a la vez que profundo, de la narrativa, dividido en tres partes principales. La primera versa acerca de la temporalidad y las filosofías de la narración. Después, el autor interviene para desbaratar lo que él mismo llama una selva en el panorama de la narratividad, la ficción y la imaginación. La tercera parte, la más propositiva, ofrece una invitación conciliatoria del arte con la moral.. Un breve anexo sobre arte, política y moral concluye la obra, en la que hubiera sido acertado añadir un índice de nombres citados.

En Temps et récit, Ricoeur asegura que la mejor manera de esclarecer el carácter temporal de la experiencia humana es comparándola a un relato. El tiempo se articula con la propia vida cuando se utiliza como escenario donde se actúa. Deja de ser un testigo extraño, distante, para convertirse en aliado. La idea parecía estar ya in nuce en la Poética de Aristóteles, a juicio del propio Ricoeur.

En una trama, lo decisivo parece ser la concatenación de acontecimientos. Uno debe ser causa del siguiente, de modo que la trama sea orgánica, cohesiva, unitaria, una totalidad temporal ordenada y plena. «Componer la trama —escribe Ricoeur— es ya hacer surgir lo inteligible de lo accidental, lo universal de lo singular, lo necesario o lo verosímil de lo episódico» (Temps et récit, I, p. 100). Sin embargo, al articular una trama aparecen, o pueden aparecer, sucesos secundarios, de modesta importancia. Sólo si el suceso clarifica y enriquece la trama es digno de llamarse acontecimiento y, por lo tanto, de contarse.

Los acontecimientos, pues, se organizan de modo teleógico, pues la historia es una totalidad inteligible, donde cada eslabón es una premonición de los subsecuentes y del final mismo. En cada uno debe vislumbrarse el tema, como en una ejecución musical. De ahí que Ricoeur defina la trama como «síntesis de lo heterogéneo» (Temps et récit, I, pp. 136-137). Recomienda un final aceptable. Y lo será en la medida en que cada uno de los acontecimientos alimente las expectativas respecto a él mismo.

El problema acerca de la coherencia remite por necesidad al planteamiento metafísico del conocimiento; dicho grosso modo: o bien la coherencia es una nota propia del mundo mismo, o bien se trata de una categoría cognitiva a través de la cual se posee el mundo.

La coherencia pende, como en la música, del tiempo, del manejo temporal. Gran responsabilidad tiene el autor, aunque el lector pone también parte de la carga (Ricoeur mismo escribe que «el lector es el operador por excelencia»). Y el tiempo se mide por el ritmo, como ya señalara Aristóteles en su Poética. En lo narrado deben sucederse peripecias, contingencias y reveses, de suerte que susciten emociones estéticas. En el hacer poético, se dan conjunta y simultáneamente la  construcción de la trama y la representación.

La trama exige el mismo orden y la misma coherencia de la realidad. La teleología juega un papel imprescindible, y está bien que sea así, como en la ciencia, que a fin de cuentas, pretende reflejar el mundo con objetividad. Existe un ensamblaje unitario de elementos heterogéneos, cuyo descubrimiento es gradual, como si fuera una concatenación de dichos elementos.

La disolución del hombre, tan típica —tan trágica— en el siglo XX, inhabilita toda visión unificadora de la realidad. Y aunque Peña Vial no lo mencione, la ciencia es otro agente catalizador: perdida la visión global, sólo queda la especialización. La literatura contemporánea, como la ciencia, no presenta crisis ni conversiones, difumina las fronteras entre el bien y el mal, confunde virtud y vicio, se limita a los acontecimientos brutos, físicos incluso, en el sentido más llano imaginable, y el discurso termina por unificar más bien poco. Allí está el Ulises de Joyce, como ejemplo paradigmático. El precio, sin embargo, es alto, y no nos conviene pagarlo

La contraparte es el gran estilo, con las siguientes características: totalidad épica, valores universales, unidad del mundo, identidad individual, mirada desde lo alto, confianza en la palabra reveladora del mundo. La cultura debería funcionar como ese punto de referencia organizador y unificante. No sorprende, pues, el arte contemporáneo: al provenir de una cultura anárquica y nihilista es por fuerza heterogéneo e inorgánico. Dista mucho de ser la epopeya moderna que Hegel sugirió y Lukács deseó, para conformarse con una épica del desencanto, de la vida fragmentaria, disgregada. El compromiso del escritor decimonónico, en su atalaya comprensiva de la realidad, se trucó en una disidencia que habita lo oscuro y las tinieblas o en el mercado consumista.

Sería oportuno confiar de nuevo en el hombre. Steiner acierta cuando señala a la confianza como el entramado de Occidente, legado por judíos y griegos. La confianza básica es la del mundo y la palabra: el mundo es coherente, simbólico, y la palabra capaz de representarlo. Pero los hechos traumáticos del siglo XX borraron esta confianza elemental y la sustituyeron por el silencio y la sospecha, temerosos de que la palabra rompiera el luto. El fracaso de la palabra ante lo inhumano, según algunos. Steiner ha descrito esta crisis mejor que nadie. A su juicio, esta revolución de la pospalabra se bifurca en cuatro direcciones: a) la Sprachphilosophie de Frege, Russell y Wittgenstein, hasta Kripke incluso; b) la ciencia lingüística, distinta del estudio filosófico del lenguaje; c) el psicoanálisis; y d) la Sprachkritik del positivismo lógico y la filosofía analítica, los seguidores de Saussure y el psicoanálisis.

El ambiente computacional agudiza la crisis, pues las instrucciones de los ordenadores distan mucho de ser una narración. Pero aún algo más profundo es la cultura agnóstica y atea de hoy en día. El mismo Derrida señala la reciprocidad entre Dios y signo: «La era del signo es esencialmente teológica».

La reconstrucción intenta denunciar la asociación antigua entre Dios, la palabra, la imagen y el mundo. Afirma que el orden basado en el logos es arbitrario, pues todo carece de significado. Frente al postulado de la presencia, el deconstruccionismo apuesta por la ausencia. Octavio Paz lo refutó con su «Alguien me deletrea». A juicio de Steiner, sólo el sentido de Dios puede devolver el significado trascendente. Pero, ¿es Steiner la mejor carta para recuperar la presencia metafísica; no hay otros autores más asépticos, menos «teologizados»?

Esta es la idea que recorre la primera parte del libro. El autor dialoga con distintos representantes de la historiografía, como Mink o White, de la filosofía política, como H. Arendt, de la filosofía práctica, como Maclntyre o Taylor, para comprobar la fuerza de la narrativa en las distintas áreas del quehacer humano.

Como se sabe, fue Kant el primero en defender la autonomía de lo estético. Gadamer observa, con razón, que las obras del arte clásico estaban en función de otras dimensiones, religiosas o seculares, que las cobijaban. Cuando el arte se emancipa y decide ser arte por sí mismo, se desencadena la revolución de la modernidad.

Para los griegos y la mentalidad cristiana (hasta el XVIII, digamos), no cabía una mirada estrictamente estética. Entonces, la unidad de los trascendentales verdad-bien-belleza estaba salvaguardada. La belleza servía a la verdad, iluminaba la realidad: desear lo bello era hacerse con lo verdadero y lo bueno. La belleza era una garantía de que, entre lo doloroso de la vida cotidiana, de pronto sale al encuentro la verdad, para dar aliento. Se cerraba así la brecha entre lo real y lo ideal.

Cuando la verdad o la rectitud moral carecen de belleza, parecen incompletos; lo mismo sucede al bien que se aleja de la verdad o del esplendor. Se puede incluso llegar a entender la moral como la estética del espíritu: las obras buenas son siempre elegantes, reflejan siempre buen gusto. Esto tiene un valor pedagógico importante: a los niños se les dice que las acciones malas son feas.

En la modernidad, las obras de arte no se integran a la vida sino que tienen validez por sí mismas, por estar en un museo. La literatura, por su parte, achaca Octavio Paz, inventó la crítica. Hasta el punto de que vincular un proyecto artístico con la verdad y el bien se califica de retrógrado y moralizante. El esteticismo, sin embargo, se manifiesta como estéril, agnóstico y nihilista.

El arte ya no se enfrenta al enigma del ser ni a la totalidad de lo real. Es una función decorativa que lubrica la vida, como el deporte o el entretenimiento y, como ellos, se convierte también en objeto de consumo y producto de mercado.

Peña sigue a Luigi Pareyson en el análisis de la perspectiva estética. La obra de arte es un objeto pero también un mundo, la espiritualidad de una persona, un sentido personal de entender las cosas. Se percibe todo un mundo en cada obra de arte.

A lo largo de la historia se han dado numerosas definiciones de arte, que pueden clasificarse en tres principales: es un hacer, un conocer o un expresar. En la primera, se llega a confundir el arte con la artesanía. La segunda entiende el arte como la forma suprema de conocimiento, una visión de la realidad. Al artista se le toma como vate. En tercer lugar, el artista refleja en (y con) su obra una vivencia. Es la época del genio romántico, quien se expresa desde lo más hondo del alma.

El miedo al arte no es nuevo. Lo han temido Platón, Agustín, Rousseau, Tolstói. Platón expulsa de la República a los poetas por distraer a la población, y entretenerla en bagatelas que son meras copias. Para Tolstói, el arte no se define por el placer que pueda proporcionar sino por el propósito al que pueda servir, en primer lugar, a la religión.

La belleza no se descubre por sí sola. Apostar por una mirada exclusivamente estetizante compromete la percepción de la belleza. Una auténtica obra de arte es tan rica, que reducirla a una fuente estética, mediante una mirada estetizante, compromete su riqueza total. Una moral ciega ante la grandeza del arte es tan unilateral como el esteticismo, y termina afectando la grandeza de la propia moral.

Esencialmente, el arte y la moral son dos mundos separados que no guardan conexión directa. El arte persigue la bondad, la perfección, mientras que la moral se ocupa de la bondad del hombre. Las dos esferas conviven, sin embargo, en el mundo del ser humano. Allí se encuentran por primera vez.

Las medidas prohibitivas han demostrado ser más débiles que la buena educación, la alimentación intelectual y religiosa seria, fuerte, hasta resistir vitalmente todo principio mórbido.

Peña Vial sugiere una revaloración de la narrativa en la imaginación, la afectividad y la voluntad. El tramo final del libro es una invitación a la ética de las ficciones. Una invitación doble: por un lado, el lector es responsable de sus lecturas y de las conclusiones que deriva. De allí el riesgo de pronunciarse de modo definitivo conociendo una sola opinión. Como los alimentos, los libros se combinan, sopesan, o se eclipsan unos a otros. Por otro lado, el lector debe respeto al texto mismo con quien se encuentra. Hay un contenido, más claro o menos claro, a salvaguardar como el credo del autor.

«Una ética de las ficciones debe comenzar por erradicar de la mente una concepción estrecha y restringida de la ética» (p. 295). El segundo elemento es la aceptación de que somos vulnerables a las lecturas, y se es más vulnerable cuanto mejor lector se sea. Dicho en otros términos, la identidad se construye también a partir de las lecturas que nos acompañan. Pero sin imposiciones de ningún tipo: «Cualquier lector puede considerar ofensiva o peligrosa, ya sea una parte de una obra, sea una palabra o acción, conforme a un determinado código ético o político, y siempre se podrá mirar el comportamiento de otro y decirse consoladoramente a sí mismo: «¡Eso es el natural resultado de leer ese tipo de literatura!». Pero también es legítimo preguntarse, ¿si es dañino para mí, se puede inferir de ello que en sí sea nocivo para usted y cualquier otro? A su vez, si yo considero que tal obra me enriquece y no me ha hecho daño, ¿quién es usted para decirme que de suyo es nociva?» (p. 305).

La propuesta de La poética del tiempo se puede resumir en un ejemplo verdadero que Paul Booth cita en su The Company We Keep (p. 3): Paul Moses, profesor del departamento de humanidades de la Universidad de Chicago, provocó un escándalo académico cuando se negó a enseñar Huckleberry Finn, pues, argumentaba, «ofrecía una imagen distorsionada de la raza y eran ofensivas y ultrajantes las pautas que se daban para el trato mutuo entre negros y blancos».

Que un profesor impugnara un clásico de la literatura resultaba inédito, sobre todo en un ambiente donde se trataba «el poema como poema», sin más miramientos. Sólo los paladines de la censura se preocupaban por la influencia corrosiva que el arte podría tener sobre los estudiantes; en la universidad, las únicas censuras eran técnicas: literatura basura, lo kitsch, los intereses comerciales…

Algo se ha avanzado. Estamos lejos —espero no errar— de aquellos escenarios elegantes, donde los hombres se conmovían por las melodías de Bach o Wagner, a su regreso de los hornos crematorios en AuSchwitz.