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Me atrevería a afirmar que soy un entusiasta «camboniano», y que lo sería igual -quizá con menos pudor-, si no tuviese que disculpar mi condición de nieto cada vez que hablo de él con admiración. ¿Qué hay en Cambó que resulte tan sugerente y atractivo para un individuo nacido casi tres lustros después de su muerte? No es fácil responder brevemente a esta pregunta, pero me atrevería a decirlo en una sola palabra: su magnanimidad.

En los días que rodearon al aniversario de su fallecimiento, se escribió y se habló bastante sobre Cambó. Como acertadamente comentaba el diario AVUI, «cincuenta años después de la muerte de Francesc Cambó se multiplican las biografías, los perfiles, la hagiografía y el veneno». Es cierto, así está siendo, y entiendo que es bueno que la proyección histórica de su figura se normalice. No soy yo quién para señalar dónde está el veneno del que habla AVUI, entre los más de cincuenta artículos y notas de prensa publicados en esos días; pero, en cualquier caso, creo que ni los historiadores ni la familia hemos de temer la controversia: ¡bienvenida sea!

La leyenda -escribió Francisco Cambó en sus sugerentes y documentadas Memorias- me ha atribuido siempre cosas extraordinarias y me ha hecho o mejor o peor de lo que soy. Sobre todo me atribuía, en todos los casos, carácter excepcional: cuando he sido rico, lo he sido de una manera extraordinaria; el más rico del país. He tenido el máximo talento, la máxima habilidad, la máxima bondad… o la máxima maldad. Se me han atribuido gran número de aventuras amorosas. He sido un santo, o más que un santo para unos… el mismo diablo para otros. Catalanista insobornable… o traidor a Cataluña. Hombre todo corazón y todo generosidad… o sin corazón y egoísta: si daba algo era porque me resultaba de interés (…).

Insisto, por lo tanto: bienvenida sea la reflexión de unos y otros sobre este personaje que – a pesar del esforzado empeño de no pocos, a lo largo de los años, en borrarle de la historia- se mantiene asombrosamente actual y despierta, medio siglo después de su muerte, no poco interés.

Pero volvamos al hilo conductor de estas breves reflexiones. Decía que lo que más me ha atraído de Cambó es su magnanimidad. ¿Por sus donaciones de obras de arte, o por las instituciones culturales que promovió? No, la grandeza de ánimo de Cambó va, desde mi punto de vista, mucho más allá que esos hechos -sin duda relevantes- encuadrables en un momento histórico determinado. La magnanimidad de Cambó, que a mí me entusiasmó hace muchos años, está presente en muchas facetas de su vida, que voy a intentar poner de manifiesto –sin pretender ser ordenado, ni exhaustivo- en estas páginas.

Antes de nada, quizá sea necesario recordar brevemente que Cambó, nacido en el Ampurdán en 1876, inició su actividad política a los 19 años; fue concejal a los 24 y diputado a los 29 años, siempre por el partido catalanista de inspiración conservadora denominado la Lliga Regionalista, del que, desde 1917, resultó ser el líder indiscutible. Fue Ministro de Fomento y de Hacienda en sendos gobiernos Maura –años 1918 y 1921, respectivamente-.

A partir de la proclamación de la dictadura de Primo de Rivera, Cambó -que abandonó toda actividad política durante ese período- centró sus energías en la promoción de actividades culturales de muy diversa índole, esencialmente orientadas a defender su lengua materna, duramente castigada por las disposiciones del Gobierno. En palabras del Profesor Caries Riba, eminente helenista, Cambó buscó «influir en la lengua catalana por medio de los valores de la cultura clásica. Es decir, hacer aquello que en otros pueblos se llevó a cabo durante el Renacimiento». Promovió la edición de una esmerada versión catalana de las Sagradas Escrituras para la que creó la Fundació Bíblica Catalana, y siguió muy de cerca la traducción de la Biblia al catalán por parte de un excepcional equipo de expertos. En los años veinte, aparecieron los primeros volúmenes, y la edición -14 volúmenes- se completó en los años sucesivos. Años después, la Fundació Bíblica Catalana mejoró la versión de algunos de los libros y la editó en un solo volumen. Cambó, asimismo, colaboró con los monjes de la Abadía de Montserrat en la edición catalana de la llamada Biblia de Montserrat. Se interesó también por los clásicos griegos y latinos; la Fundació Bernat Metge fue promovida por Cambó en esos mismos años para la traducción de las principales obras de los clásicos al catalán, al cuidado de un grupo de filólogos de prestigio nacional y, en no pocos casos, internacional. Promovió la publicación, en fin, de unos excepcionales volúmenes sobre las diversas facetas del arte monumental en Cataluña -Monumento Cataloniae-. Es también en esa época cuando Cambó inicia su colección de cuadros, concebida para proporcionar a Cataluña pintura del Renacimiento, donde era escasa, y para salvar algunas de las lagunas del Museo del Prado, sobre todo de pintura italiana del Trecento y del Quattrocento.

Nuevamente diputado en la segunda legislatura de la República, el inicio de la Guerra Civil le encontró fuera de España. A pesar de sus profundos convencimientos democráticos -que no dejó de poner de manifiesto en artículos e intervenciones públicas, hasta días antes del alzamiento-, una vez iniciada la guerra decidió coordinar -desde varios países- diversos esfuerzos en favor de los militares sublevados. Su Dietario y abundante correspondencia de la época ayudan a entender la difícil decisión que tomó en aquellos momentos. En diciembre del 36, escribía en el Daily Telegraph: «El razonamiento apresurado y superficial, ciego a la existencia de los hechos objetivos, y la propaganda -más astuta que sincera-, han inducido a muchas personas que tienen la suerte de vivir en las democracias británica y escandinava, a adoptar -respecto de la guerra civil española- una actitud radicalmente opuesta a sus convicciones más íntimas». «Imaginan que la guerra de España es entre un gobierno legalmente elegido y una parte del ejército español que, reviviendo el vergonzoso período de los pronunciamientos militares, se ha rebelado (…) para satisfacer indignas ambiciones de clase y sed de poder». Tras una larga y detallada exposición que podría calificarse de clarividente, dado que solo habían transcurrido seis meses desde el alzamiento militar, y en la que se deja ver el papel que estaba desempeñando el marxismo internacional en la guerra española, termina preguntándose: «¿Acaso algún inglés o alguien que pertenezca a nuestra civilización cristiana occidental e individualista, podría llegar a dudar ante la perspectiva de estas dos alternativas?». A comienzos de los años cuarenta se traslada a Argentina; murió en Buenos Aires en 1947.

Después de este paréntesis, volvamos al asunto que me ocupaba: la magnanimidad de Cambó. Yo la descubro, por ejemplo, en no haber hecho nunca discriminación ideológica a la hora de seleccionar las personas que tenían que ser cabeza y motor de las instituciones culturales que él promovía. Como afirmaba el profesor Rovira y Virgili -que dejó la Lliga para entrar en otro partido, y desarrolló tendencias políticas manifiestamente contrarias a las de Cambó-, en un artículo necrológico publicado desde el exilio: «Los catalanes del mundo de la cultura que han contado con el mecenazgo de Cambó han podido mantener plenamente la dignidad profesional y la independencia política».

Veo también la magnanimidad de Cambó en su visión de largo alcance -parece que nunca piensa en pequeño-, tal como se deduce de sus escritos y del conjunto de su acción política. «No he intervenido nunca en política por afán de poder ni por ansia de notoriedad, sino por fiebre de creación, por deseo de eficacia». En el libro El pesimismo español -escrito en el año 12, cuando España todavía estaba bajo los efectos de la resaca del 98-, afirma que «la masa del pueblo español es fatalmente, tristemente pesimista. Y ese pesimismo… es interior, es subjetivo, es general… Los optimistas deberíamos tener razón, porque en España concurren todos los factores precisos para que esos optimismos se realicen… Yo hablo -continúa diciendo- de un optimismo activo, que tiene por base el propio esfuerzo…». El mismo espíritu se desprende de su discurso en Covadonga ante los Reyes, al hablar de la necesidad de «una nueva reconquista, no luchando contra los moros sino contra los defectos y vicios nacionales».

La magnanimidad de Cambó, siempre opuesto a la política del tot o res (o todo, o nada), aparece en toda su grandeza en el libro Por la concordia, elaborado en el año 23 -al inicio de la Dictadura-, y publicado en octubre del 27. «Yo había llegado -dice en el prefacio, refiriéndose a 1923- al convencimiento de que las resistencias y las prevende Madrid y las inquietudes e impaciencias de Barcelona, hacían ineficaz mi acción de muchos años encaminada a buscar una solución española, de efusiva concordia, al problema de Cataluña». De todos modos, se arma de valor y, presintiendo el final de la Dictadura, vuelve a la arena con la publicación de este libro, en el que, tras analizar la realidad catalana y la realidad hispánica, la política asimilista y la solución separatista, termina en dos capítulos; uno llama a la acción de los intelectuales para hacer posible la concordia, y otro razona sobre las ventajas de una verdadera conciliación. Son palabras que salen de lo más profundo de su corazón, palabras que no tienen nada de demagogia –la despreciaba-, y que van dirigidas a la intelectualidad, consciente de la responsabilidad insustituible que tienen en la ordenada construcción de España: «Me dirijo a los españoles no catalanes capaces de ver la realidad tanto si les es agradable como si les es molesta; a los que no sienten el deseo de que desaparezca el hecho diferencial catalán y a los que, sintiendo ese deseo, comprenden que es una labor imposible, un esfuerzo ineficaz todo lo que se haga para que ese deseo negativo se convierta en realidad. A éstos yo les digo que un deber de patriotismo les obliga a hacer armónicamente compatibles la realidad definitiva de una personalidad catalana con el ideal de una gran España, sentida por todos con igual efusión.

Hablo a los catalanes que subordinan la pasión a la reflexión y cuya visión del interés esencial de Cataluña tiene más fuerza que el recuerdo de los ultrajes y las heridas pasadas o presentes. A todos les digo que tienen el deber, cuando la posibilidad su hija de colaborar en una tentativa para encontrar una solución española del problema catalán».

La magnanimidad de Cambó aparece asimismo en la determinación con la que promovió tantas y tantas iniciativas, sin esperar recompensa alguna; le movía siempre el sentido del deber. Como recordó recientemente Jordi Pujol, cuando Cambó actuaba como mecenas estaba actuando como estadista, construyendo un país. De todos modos, no dejaba de ser humano, y esa combinación da lugar a una página de su Dietario, fechada en 1937, deliciosa y dramática al mismo tiempo. Se refiere a que le han ofrecido varios cuadros; ha manifestado interés, pero ha pedido 24 horas para tomar la decisión: «En este caso, la resolución era doblemente importante: lo era por la cifra, que dada la merma que había sufrido mi fortuna, me parecía enorme; lo era todavía más pensando en el juicio que se formaría de mí en España -que se estaba debatiendo en los sufrimientos de la guerra civil- si yo compraba unas obras de arte en las que la gente solo vería el dispendio de una fuerte suma y la adquisición de unas obras para darme placer. Nadie querría ver el hecho de que aquellas obras tenían que ir a parar a un museo en España y que habría sido obra altamente patriótica hacer inversiones para enriquecer, después, el patrimonio artístico de España. He de confesar que más que el precio, me decidió la cobardía ante el comentario injusto, pero seguro, que en España se habría hecho caso de seguir yo adelante en la adquisición proyectada. ¡Y pensar que por esta consideración ha perdido el Museo del Prado tres cuadros franceses de primerísima categoría del siglo XVIII, cuando no tiene ninguno que se les pueda comparar!».

Es cierto que afirmó: «Reconozco que mi repugnancia por la popularidad de orden personal se ha ido acentuando con los años, y he llegado a sentir el placer morboso de la impopularidad», pero no hay que pensar que eso le diese una fría indiferencia ante la vida; no, Cambó nunca fue así. Si Cambó no buscaba el agradecimiento ni la popularidad, era por su grandeza de ánimo.

Allá por el año 43, desde Alta Gracia (Argentina), y quizá con el Morí Cambó! que tan duramente había resonado por las calles de Barcelona en su memoria; después de haber visto el estado deplorable en el que habían quedado algunas de las obras de arte que había comprado para donar a museos españoles; viendo día a día la dureza del régimen de Franco con amigos y colaboradores suyos, a pesar de sus esfuerzos en favor de aquella causa durante la guerra, escribía en una carta a su hija Helena, a la sazón de 13 años, con exquisita delicadeza: «Desearía que no sufrieses por haberte encontrado por primera vez con la ingratitud; piensa que la encontrarás frecuentemente. Lo importante es que el pecado de la ingratitud tú no lo cometas nunca: es un pecado muy feo. El hecho de que sea un pecado muy corriente no solo no ha de debilitar tu deseo de hacer el bien a los demás, sino que lo ha de acrecentar. ¿No crees que el hacer el bien cuando no se espera ningún premio en este mundo, ni siquiera el agradecimiento, es algo mucho más noble? Debes hacer el bien por el gozo que da hacerlo y no por la retribución que en este mundo puedas obtener: ¡encontrarás tu paga en la otra vida!».

Termino ya. Magnanimidad, corazón grande, hombre capaz de tener y contagiar grandes ideales. Ese es el Cambó al que yo admiro desde hace tantos años.