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Los grandes libros nos cuentan nuestra propia historia. Su lectura nos sirve para encontrar la narración de nuestra propia vida. Jordi Llovet ha dirigido la obra La literatura admirable. Del Génesis a Lolita (Pasado & Presente, 2018) [1], en la que se analizan cincuenta y cuatro de esos grandes libros. Estamos ante una gran antología de clásicos en el sentido que el verso de Juan Ramón Jiménez daba al término: “Clasicos, es decir, actuales”. Esta obra invita a comprender la condición humana a través de la literatura.

¿Cuál es el papel de la literatura en la vida? Una acertada explicación es la que pone Fred Chappell en la mente de Jess, el niño que protagoniza Me voy con vosotros para siempre. En esta escena describe lo que ocurría cada vez que su tío Zeno se ponía a contar historias, es decir, a interpretar el papel de ‘libro viviente’.

«Esto me recuerda que…

Estas cuatro palabras monocordes serán pronunciadas el día del Juicio Final. Son las pausadas notas de los heraldos que anuncian que el tiempo se ha detenido y que se debe suspender toda actividad humana para que toda la atención se centre en descubrir las otras palabras pausadas que vienen a continuación. Tal es el poder que los comienzos de las narraciones ejercen sobre nosotros. Debemos adivinar lo que sigue, y no podemos desempeñar ni la más urgente de nuestras necesidades con un mínimo de satisfacción si antes no lo hemos averiguado. El que pronuncia estas palabras siempre ejerce su dominio sobre los demás»[2].

Sacar al lector (al oyente) del tiempo, sustraerle por un instante de su cotidianidad, ayudarle a vivir más vidas que la propia, regalarle mundo paralelos.

Pero esos mundos pueden tener calidades diversas. A veces por el valor en sí de la obra (¿quién va a negar la realidad de la ontología –no todo es lo mismo– cuando tiene que comparar un best–seller de autoayuda de Paulo Coelho con Crimen y castigo o Madame Bovary?).

A veces por las capacidades del lector, que carga con sus propios prejuicios y etiqueta la narración antes de encontrarse con la realidad de los personajes.

O porque quien lee es un ‘trabajador de la literatura’. «Pienso en los desdichados profesores de ciertas universidades extranjeras, que para conservar sus puestos deben publicar continuamente artículos donde digan, o aparenten decir, cosas nuevas sobre tal o cual obra literaria; o en los que deben escribir reseña tras reseña y tienen que pasar lo más rápido posible de una novela a otra, como escolares que hacen sus deberes»[3]. El afán de novedades hace así su aparición, en este caso en la academia: hay que publicar cosas nuevas aunque haya que renunciar a las buenas.

Hay otros tipos de lectores, llamémosles liberales. «El devoto de la cultura es una persona mucho más valiosa que el buscador de prestigio. Lee, como visita galerías de arte y salas de concierto, no para obtener mayor aceptación social, sino para superarse, para desarrollar sus potencialidades, para llegar a ser un hombre más pleno»[4]. Aquellos que se acercan a los grandes libros porque sí, porque desean crecer, porque entienden que es necesario alzarse sobre los hombros de esos hombres que fueron gigantes.

Otra posible razón para leer es la propuesta por Higinio Marín, que recuerda en cierto modo al papel desempeñado por el tío Zeno: al leer nos convertimos en un remedo de Ulises. «Siempre me ha parecido que el descenso a los infiernos de Ulises (Odisea, libro XI) era una metáfora penetrante de lo que ocurre en la lectura y el estudio. En los libros y en la tradición los personajes y las ideas son sombras sin vida que para recuperar su vitalidad necesitan que les demos de beber la sangre de nuestro sacrificio consistente, sobre todo, en apartarnos de la luz directa de la vida y en descender al lugar de los muertos –las bibliotecas, los laboratorios– donde los espectros se revitalizan solo si les damos de beber nuestro esfuerzo»[5]. Apartarse de la vida en directo, dice Marín; abandonar lo urgente por lo importante, propone Jess, el niño de Chappell. El lector, al leer, vive más, reviviendo al mismo tiempo a las ‘almas muertas’ y el genio del literato.

Estas son razones para leer bien, pero también para tratar de leer sobre todo buenos libros. Tal es el propósito del texto dirigido por Jordi Llovet, La literatura admirable. Del Génesis a Lolita. Tras ese título provocativo por la presencia de una novela (Lolita) en abierta contradicción con los tiempos del Me-too, y también por la defensa del valor literario y de significado de la Biblia, la obra más vendida de la historia que a la vez es un conjunto de libros evitado desde los postulados de la ‘corrección política’.

La tarea de Llovet es múltiple: introducir el volumen y cada una de sus diferentes partes (literaturas de la Época Clásica, de la Edad Media, de la Época Moderna y de la Época Contemporánea), a la vez que es autor de dos de los capítulos (es delicioso su tratamiento de ese libro también delicioso de Dickens, Los papeles póstumos del club Pickwick; y resulta acertado su acercamiento a las Ficciones de Borges y a su ceguera que le alza como prototipo del hombre de letras, en claro paralelismo con Homero). El nivel de los colaboradores es alto, y los textos publicados sirven de aperitivo de esos grandes libros que nos quedan por leer, o de reencuentro con viejos amigos a los que tal vez hace tiempo que no tratábamos (los volúmenes que hemos leído y que los capítulos de esta Literatura admirable nos facilita visitar de nuevo). Carlos García Gual, Isabel de Riquer, Francisco Rico, Fernando Savater, Rafael Argullol, Luis Alberto de Cuenca, Aránzazu Usandizaga o Ignacio Echevarría, son algunas de las 45 firmas que componen la obra.

Como en toda antología, seguro que el lector culto discreparía con la lista de obras tratadas: no están Antígona ni Edipo. Nos faltan también la prosa perfecta de Platón, o la serenidad de Séneca, aunque en este caso sería debido a esa decisión clasificatoria que solo acepta literatura (¿no son cumbres de las letras las Confesiones de San Agustín, los ensayos de Montainge, la abrumadora prosa de Chateaubriand, algunas de las invectivas de Nietzsche?). Nos faltan autores de las últimas épocas: la prosa de Thomas Mann, el agobio que genera Bernhard, la capacidad de análisis de Richard Ford, la pulcritud violenta de McCarthy. Y es curioso, en estos tiempos de reivindicación, que únicamente aparezcan tres mujeres en la lista: Madame de Lafayette, Charlotte Brontë y Virginia Woolf, cuando podría haberse dado paso a George Eliot, Edith Warthon, Willa Cather, Singrid Undset, Isak Dinesen, Flannery O’Conor, Carson McCullers, Nadine Godimer y tantas otras. Resulta curioso que se opte solo por Occidente, sin nombrar a representantes de otras culturas (Japón, China, India, África), y que ese Occidente olvide las literaturas del Norte (otra vez Undset y Dinesen). O la combinación de Homero y Cervantes con Italo Calvino y Josep Pla, autores que cierran el libro y realmente se encuentran a un nivel más bajo que el resto de sus acompañantes en este viaje editorial.

Pero nada de eso importa realmente. El libro es bueno, francamente bueno. Cuenta Llovet en la Introducción que no pretende ser un canon literario, como el propuesto por Bloom[6], o tantos otros que al final dependen del punto de vista del autor o de la cultura de aquel país. La literatura admirable no quiere ser una antología literaria, sino invitar a conocer unos cuantos esenciales y, creo que sobre todo, servir como ocasión para recordar a los grandes lectores que los libros también grandes siguen esperándoles para –¡ojalá!– una nueva lectura. ¿Por qué no volver a recorrer las aventuras del Quijote y su sabia visión del mundo? ¿Por qué no entablar nuevas conversaciones con la multitud de personajes de Guerra y Paz? ¿Por qué buscar fuentes de angustia distintas a El proceso de Kafka? ¿Cómo sustituir la grandeza de espíritu de La Odisea? ¿Dónde saborear el sabor de lo ancestral si no es en las narraciones históricas de La Biblia? Ahora que se habla tanto del descubrimiento del alma femenina, ¿por qué no abobarse con los monólogos de Al Faro? Y cuando los debates políticos han alcanzado su punto más bajo, su tono más pobre, el sabor más amargo de la corrupción, ¿por qué no encontrarse de nuevo con Los viajes de Gulliver y así dejar por fin de creer que es un cuento para niños?

«Todos los libros que se comentan en estas páginas son aconsejables y los artículos correspondientes son todos de enorme calidad. No son muchos, pero, en realidad, tampoco se leen tantos libros en una semana, ni en un año. Una vez leídos esos artículos, eso sí, el lector habrá tenido noticia muy cabal de qué es la buena literatura, sin que deba pararse a pensar si se trata de un canon exhaustivo y perfecto»[7].

Una ventaja de la esta Literatura admirable es la independencia de las distintas entradas: podemos empezarla por donde queramos, cerrarla durante semanas, volver para buscar una nueva recomendación o para certificar nuestros recuerdos sobre un libro leído tal vez hace más de veinte años. Otra, es que desde ella se pueden respaldar actividades de talleres de lectura, asignaturas que trabajen con grandes libros o método crítico, orientaciones para quienes sean conscientes de que el número de obras que nos quedan por leer antes de que llegue la Parca es muy limitado, y que por eso no podemos permitirnos el lujo de errar el tiro. Nunca.

También permite un acercamiento nostálgico, en el que el lector se decida por encarar aquellos capítulos que hablan de los libros que ya conoce, y los saboree así de nuevo, y pierda el miedo a ‘perder el tiempo’ leyéndolos otra vez, quizá solo un capítulo, tal vez todos, del mismo modo que se escuchan y escuchan las sinfonías de Beethoven, poniendo coto al continuo ‘afán de novedades’ que nos empuja a lo malo por conocer mientras desdeñamos lo bueno ya conocido.

Es Borges quien recoge en Ficciones la historia de «Pierre Menard, autor del Quijote». Ese hombre que, queriendo lo nuevo pero también lo perfecto, reescribe palabra por palabra la obra de Cervantes. No la copia, la repite. Esa es posiblemente la experiencia del verdadero lector. Él no necesita producir, él no tiene que ‘trabajar’ con (contra) la palabra. Y busca obras que ya tengan al menos treinta años, y de las que todavía se hable, en vez de recién llegados sin sustancia que pasarán como las flores de otoño. Y acumula volúmenes inmensos, a menudo difíciles (¿quién ha terminado a Faulkner, a Musil, a Joyce?), porque sabe que la espera en el vino y en la literatura es un valor seguro. Él tiene que traer al mundo de los vivos la palabra escrita, la anécdota acaecida, la miseria de la señora Bovary con la matemática lingüística de Flaubert, el tiempo recobrado desde la magdalena de Proust, el drama existencial del Príncipe de Dinamarca o la realidad doliente del Lazarillo: ¡ya hay tanto logrado!, ¡ya hay tanto escrito! ¿Por qué perderlo al grito de ‘ya lo he leído’ cuando de nuestra memoria se esfuman las brillantes imágenes, los matices delicados, los estallidos humorísticos, la demencial violencia?

En mi lectura he preferido volver sobre mis favoritos, reviviendo así algunos de los momentos más importantes de mis últimos treinta años de vida: los capítulos dedicados a La Odisea, Divina Comedia, Don Quijote de la Mancha, Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, Pickwick, Moby Dick, Madame Bovary, Guerra y Paz, Relatos de Chejov, Dublineses, En busca del tiempo perdido, Al faro, El hombre sin atributos, Ficciones, Nuestros antepasados o El cuaderno gris, son sin duda excelentes.

El lector lee lo que otros lectores escriben sobre lo que ha leído. En este libro se está ‘entre amigos’, se comparte la intimidad (mis sentimientos y sensaciones, con las del crítico, con las del autor, con las del personaje). El lector se encuentra retratado, no solo como arquetipo de lo humano (Ulises), sino también como individuo (Sonia, Raskólnikov), y le queda la duda de saber cuándo se encontró con ese escritor, que vino quizá desde un país lejano, que nació quizá siglos antes de él, y cómo fue ese autor capaz de escarbar en el arcano del corazón del que lee.

Podemos concluir con otra reflexión de un personaje de Chapelle: «–¿Estaba ciego Homero porque era poeta –preguntó mi padre al día siguiente– ¿O era poeta porque estaba ciego?»[8]. Los escritores trascienden el ahora, y por eso nos siguen llegando los clásicos, y nos rescatan de ese puro pasar que sería la vida sin las Letras.

Cervantes es el soldado que nos enseñó a hablar; y Tolstoi, y Shakespeare, y Petrarca o Chaucer. Leer este libro es un modo que tenemos para agradecer, y admirar, su esfuerzo.


[1] J. Llovet, dir., La literatura admirable. Del Génesis a Lolita, Ediciones de Pasado y Presente, Barcelona 2018, 714 pp.


[2] F. Chappell, Me voy con vosotros para siempre, Libros del Asteroide, Barcelona 2008, p. 128.

[3] C. S. Lewis, La experiencia de leer, cap. 2.

[4] Loc. cit.

[5] Higinio Marín, El hombre y sus alrededores, Ediciones Cristiandad, Madrid 2013, p. 240.

[6] H. Bloom, El canon occidental, Anagrama, Barcelona 2008.

[7] J. Llovet, o.c., p. 11.

[8] F. Chappelle, o.c., p. 134.

Doctor en Filosofía. Universidad Francisco de Vitoria. Madrid.