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El libro de Fusi es una síntesis inteligente y equilibrada, movida por un claro afán de culturización y de situar en una perspectiva histórica general un tema tan complejo y debatido como la cuestión nacional española, o más en concreto, la articulación de España como nación. El análisis fino y agudo de Cacho (en otro nuevo libro postumo suyo, que hay que agradecer al cuidado de Octavio Ruiz-Manjón) sobre el perfil público de Ortega en el periodo de entresiglos aporta claves novedosas para la comprensión no tanto del problema de España como del proyecto de España de una generación crucial. La obra de Burns explora la mirada del otro, la de los viajeros extranjeros y su fascinación por España a lo largo de los siglos XIX y XX —verdadera hispanomanía— en un ensayo distraído y no menos riguroso que los anteriores.

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 1850 y 1930 salieron de Europa más de 50 millones de emigrantes, que modificaron sustancialmente el poblamiento, la demografía y la economía de numerosos países de América y Oceanía. La crisis económica de los años treinta y sus efectos sobre el empleo dieron paso, en los países americanos, a políticas antiinmigratorias ampliamente generalizadas.

«NORMALIDAD» O  «EXCEPCIONALIDAD» DE  ESPAÑA

Al igual que en un libro anterior, y siguiendo los pasos del maestro Raymond Carr, Fusi manifiesta una preocupación por superar la imagen de «anormalidad» o «excepcionalidad» de la historia española. El mito del fracaso, con variadas manifestaciones en la historiografía, según las épocas, remite a una preocupación metafísica por el ser de España. Por ello, Fusi afirma que no hay naciones eternas, ni identidades esenciales. La nación es a la vez un concepto cultural y político, resultado de un proceso complejo y lento, abierto, cambiante y evolutivo: esto es, histórico. Toda visión esencialista de la nación es intelectualmente inepta e históricamente falsa, sostiene.

La fuerte identificación del franquismo con la España eterna y los valores del Siglo de Oro ha supuesto una clara dificultad para la comprensión de la historia de España, a cuya resolución no han contribuido, más bien lo contrario, los excesos de las Autonomías, afanadas desde los tiempos de la transición en la invención de su propio pasado y de sus símbolos. Se hace imprescindible entender España desde perspectivas nuevas, lo que supone, para Fusi, dilucidar dos grandes cuestiones: primera, la formación de España como nación; segunda, la construcción del Estado español contemporáneo (siglos XIX-XX) y la aparición en su interior de los nacionalismos. No se trata ya de preguntarse qué es España, sino más bien cuándo y cómo se construyó España; y quiénes y por qué se forjaron determinadas visiones del país y de su significación en la historia.

La interpretación del pasado no puede quedar atrapada en un conflicto de nacionalismos historiográficos. Tal vez por esa razón Fusi insiste en negar la existencia del nacionalismo español o reducirlo a los límites estrechos del franquismo y de la derecha antiliberal. Fusi maneja para ello el concepto de «nacionalismo de los nacionalistas», utilizado por Girardet: el nacionalismo de aquellos grupos o partidos que reivindican la etiqueta nacionalista. Pero Girardet no deja de reconocer la existencia de otro nacionalismo, igualmente pujante y movilizador (aunque no reivindique la etiqueta ni precipite en un partido), que se distingue del simple patriotismo. La idea y el sentimiento nacionalista no aparecen antes de finales del XVIII, como consigna el propio Fusi, pero a partir de entonces, con la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, el nacionalismo empezó a recorrer Europa, sin que los Pirineos lo detuvieran.

Fusi se encuentra a gusto viajando por los siglos de la historia donde no había nacionalismo, especialmente por el XVIII —cuna de un patriotismo culto y cosmopolita—, y una vez entrado en el XIX subraya la debilidad e ineficiencia del Estado español y el provincialismo de la vida española, estableciendo las diferencias con el entorno europeo próximo, lo que resulta paradójico dentro de su planteamiento de entender a España ante todo como una variable europea. No hay nacionalismo español. Del «fracaso» del liberalismo español (idea que los propios trabajos de Fusi han contribuido a revisar) a la ausencia de nacionalismo: la «excepcionalidad» española persiste.

LA ESPAÑA REMOTA

¿Cuándo puede hablarse de España como nación? Con todas las precauciones que exige el empleo de conceptos como «nación» y «nacionalidad », Fusi parte de que hubo naciones medievales (naciones que carecían de sentimiento de nacionalidad, pero no del sentimiento prenacional de pertenencia e identidad) y que España fue una de ellas. Al igual que Inglaterra y Francia, España fue germinando como nación entre los siglos XII y XVI, aunque será durante el dominio de la Casa de Austria (1516-1700) cuando realmente se configure como tal.

La identidad de España nació de una herencia mixta y plural que no se reduce —como veía Américo Castro— al entrecruce de cristianos, judíos y musulmanes (hecho muy poco relevante al norte del Ebro), y que incorpora, según épocas y territorios, diversas influencias europeas (francesas, flamencas, italianas), al tiempo que retiene, junto con la cultura común, elementos de identidades separadas (lenguas particulares, fueros). El verdadero punto de inflexión no lo establecen los Reyes Católicos (por más que creasen un tipo de Estado nuevo y con ellos España se asomase al mundo), sino Carlos V. España ejerció desde entonces la hegemonía militar y política de Europa hasta la segunda mitad del siglo XVII y se constituía como el primer imperio verdaderamente universal en la historia.

Vocablos como «leyenda negra» y «decadencia» han forjado la imagen de la España de los siglos XVI y XVII, aunque no fueran verdades históricas, al menos en su totalidad, y sí tuvieran mucho de guerra de propaganda contra la hegemonía española en Europa. Aunque la polémica pudo potenciar entonces los sentimientos de identidad de los españoles, aquellas imágenes poderosas lastraron la idea misma de una España europea. Con pocas excepciones, la España liberal, impregnada tras el 98 de un profundo pesimismo histórico, repudiará toda la España de los Austrias, recuerda Fusi, viendo en el pasado español sólo atrofias congénitas e insuficiencias constitutivas.

Fusi desmitifica, en cierto modo, la imagen de la Monarquía hispánica como Estado católico (subyacente tanto en la crítica ilustrada francesa a la religión como en la definición tradicionalista del régimen franquista). La España de los Austrias fue una España católica, pero la política imperial no fue el despliegue de un gran proyecto moral y religioso, unívoco y siempre idéntico, sino una sucesión de proyectos dinásticos y territoriales. Carlos V, en cuyo entorno se registró una clara influencia erasmista, no dudó en enfrentarse a una coalición de Estados católicos encabezada por el propio Papa y saquear Roma. Tras el Concilio de Trento, Felipe II puso la monarquía hispánica al servicio de la unidad y defensa del catolicismo, con una idea providencialista de sus responsabilidades (ante Dios y ante la historia), pero no fue un iluminado y ni siquiera un ultracatólico, de hecho sus relaciones con los Papas no fueron buenas. Lo mismo cabe decir del siglo XVII: la política europea española fue una política pragmática, escasamente ideologizada y carente, pese a cierta retórica oficial, de consideraciones religiosas: su único designio era defender la hegemonía española ante la amenaza de Francia —la Francia de Richelieu y Luis XIV—, una monarquía católica como la española y, al igual que ésta, una monarquía ya plenamente nacional. Contrarreforma y Barroco no fueron ni una simple reacción contra la reforma protestante ni un cierre del Renacimiento, observa Fusi. La monarquía de los Austrias fue una monarquía europea.

Westfalia abre la puerta a la Europa de las naciones y a la decadencia de España. La decadencia de España, si existió, fue la consecuencia de su agotamiento (como fruto del inmenso coste económico del Imperio y de la casi imposibilidad logística de mantenerlo unido); pero esa idea de decadencia, anota Fusi, confunde e impide valorar en su justa perspectiva la verdadera dimensión internacional de la monarquía española durante la segunda mitad del XVII, por evidente que fuera la pérdida de su reputación internacional. España no volvería a mandar en Europa.

El resurgir de España, según el proyecto político del Conde Duque de Olivares, debía fundamentarse en el fortalecimiento y renovación de la monarquía (afirmación de la autoridad real, reforma de la estructura administrativa, unificación de los reinos peninsulares). Sus propósitos de centralización y uniformización legal y fiscal provocaron en 1640 las rebeliones de Cataluña y Portugal, conflictos que no se resolverían hasta 1652 y 1668 respectivamente. Así, centralización y rebelión acompañan el declinar de España, y quedan asociados a la propia idea de decadencia. Fusi no contempla este aspecto, sobre el que reflexionó Azaña.

En cualquier caso, en épocas o situaciones de crisis se revelan con mayor fuerza los lazos de identidad común. La reflexión del siglo XVII sobre el ser de España, la obsesión arbitrista por la restauración de España, al calor mismo de la idea de decadencia, transparenta (al igual que siglos después la hipercrítica del 98) un profundo pesimismo sobre España, pero también un ardiente y sincero españolismo. La cultura del Siglo de Oro, consciente de su propia importancia, había sentado las bases de una cultura nacional.

La polémica intelectual a finales del siglo XVIII sobre la aportación histórica de España a Europa manifestó la realidad del sentimiento de nación: el reformismo ilustrado (cosmopolita y europeizante) articuló la nación española. No fue el sentimiento de nación lo que trajo el reformismo borbónico, sino al revés: fue el centralismo borbónico (haciendo efectivo el proyecto de Olivares) el que terminaría por crear el sentimiento de nación, subraya Fusi. Por los Decretos de Nueva Planta el reino de España se constituía ya como un régimen político-común, a excepción de Vascongadas y Navarra (que habían apoyado a Felipe V en la guerra de sucesión).

El acento en el siglo XVIII lleva a Fusi a prescindir del significado y proyección de la Guerra de la Independencia en la generalización del sentimiento de nación y el desarrollo de una conciencia colectiva entre los españoles, y no se oculta que buena parte de lo que Fusi califica como notable y, en ocasiones, extraordinario del XVIII, comienza realmente a adquirir cuerpo a partir de las décadas centrales del XIX. Según la visión de Fusi, el drama de España durante la crisis del Antiguo Régimen, entre 1808 y 1840, era el de una nación que se había quedado sin Estado. Eso hace que la construcción del nuevo Estado nacional se presente con tintes más problemáticos que los de otros países europeos, y que no se acabe de superar, por tanto, la imagen de una España diferente en el enfoque de los siglos XIX y XX.

LA ESPAÑA DIFERENTE

El mito de la España diferente es fruto principal de la mirada impertinente del otro: la de los viajeros europeos, particularmente anglosajones, que recorrieron España en los siglos XIX y XX con ánimo poseedor y quedaron fascinados por ella. El caso español no tiene parangón en toda la literatura escrita por extranjeros sobre ningún otro país, considera Tom Burns. Junto a observaciones inteligentes y originales, se encuentran no pocas generalizaciones nacidas del prejuicio y la ignorancia. A la leyenda negra sucedió el mito romántico de España (muy determinado en sus orígenes por el eco de la guerra carlista).

Una característica común de esos curiosos impertinentes es que eran unos inadaptados en sus países de origen. España era para ellos la gran escapada, en busca de una forma de vivir más pura, inexistente en sus propios países, y convertían fácilmente la comunidad de cualquier lugar remoto de la geografía española en la llave que podía abrir los secretos del país. La visión de España de los europeos del siglo XIX, continuada en el XX, producto típico de la febril imaginación romántica, alimentó la imagen de una España no europea, situada en la periferia de la industrialización, razón última del fracaso de la revolución liberal en el siglo XIX y de la democracia en el XX. Los estereotipos que crearon aquellos viajeros (algunos ciertamente impertinentes, como el orientalismo español) no han desaparecido aún del espejo en que se miran los españoles.

Ellos contribuyeron a la visión de España como problema. La apreciación tan repetida, casi un lema para los viajeros, de que en España se encontraba el mejor pueblo posible bajo el peor gobierno existente en Europa, pudo fomentar la dicotomía entre la «España real» y la «España oficial» omnipresente en la literatura crítica finisecular de la España del 98, y fue el soporte de quienes proclamaban la «excepcionalidad» de España para justificar, desde su visión catastrofista, soluciones excepcionales. Hubo un efecto bumerán. Esa es la tesis que desarrolla Burns en Hispanomanía. Vicente Cacho, por su parte, ha apuntado que la imagen de España creada por los intelectuales españoles de entresiglos fue modificando gradualmente (a medida que comenzó a conocerse fuera de España) los anteriores estereotipos sobre el modo de ser de los españoles. El efecto bumerán sería entonces doble, aunque Burns considera excesivamente optimista la tesis de Cacho. No es ese, sin embargo, el aspecto fundamental de las investigaciones de Cacho, que ahondan aún más, desde una perspectiva diferente a la de Burns, en las raíces europeas del mito de las dos Españas.

LAS IMÁGENES DE «LAS DOS ESPAÑAS»

La tesis de las dos Españas, como recuerda Fusi, fue formulada primero en 1932 por el hispanista portugués Figueiredo y acogida con entusiasmo singular por Menéndez Pidal, el historiador concienzudo y erudito que, envuelto en la preocupación metafísica de entre siglos, se afanó en definir la permanente identidad de los españoles, para así entender mejor las cimas y depresiones de la historia española. El dualismo trágico que Menéndez Pidal creyó ver a lo largo de toda ella se veía confirmado por la Guerra Civil de 1936-39. Poco más se necesitaba para sentar la idea de la «excepcionalidad» de España como nación (a no ser el régimen posterior de Franco, corroboración final de la «anormalidad» española). Esta imagen clásica de las dos Españas, asociada a una polarización de la sociedad española en dos bloques irreconciliables, e interpretada como un fruto castizo de nuestro cainismo, ha quedado replanteada en sus orígenes por las aportaciones de Vicente Cacho.

Cacho ha hecho ver cómo la imagen de una dicotomía nacional no es privativamente española, sino común a todo el Occidente europeo en proceso de cambio. Así, se ha hablado de «las dos naciones» en Inglaterra, o de «las dos Francias», «las dos Italias» y «las dos Alemanias» antes que de «las dos Españas». La imagen de «las dos naciones» (de raíz bíblica, utilizada sobre todo por Jeremías para lamentarse de la escisión entre Israel y Judá) se convirtió hacia la década de los 70 del siglo XIX en un lugar común del lenguaje culto europeo (no es una simple cuestión de viajeros) para referirse al momento conflictivo que atravesaban las respectivas comunidades históricas, sea por el proceso de industrialización, la unificación nacional o la conciencia generalizada de que el país empezaba a decaer: la identidad nacional en cuestión. Particularmente en Francia y en España, la teoría de la dualidad nacional se inserta en una larga meditación sobre la decadencia, más dilatada aún en el caso español. El mito de las dos naciones toma el relevo al mito de la decadencia.

El mérito de Joaquín Costa en la España de 1898 radica en haber lanzado a la calle la imagen de las dos Españas, hasta entonces patrimonio tan sólo de unos pocos, y hacer de ella punto de referencia inexcusable para futuros análisis de la realidad nacional. Pero no hay grandes aportaciones personales. Costa reproduce en términos casi idénticos el modelo francés de contraponer una nación sana (la nación de subsuelo, sin problemas ni fisuras, la nación del porvenir) y una minoría política dominante, corrupta e ineficiente (la nación en el poder), utilizado ya en los primeros análisis positivistas, y ni siquiera toma en consideración las versiones psicologizantes que había aportado por entonces la nueva generación emergente (Unamuno, Ganivet). La mayor originalidad de Costa fue, a la postre, la instrumentalización antiparlamentaria de la segunda España, siguiendo la estela del boulangisme francés. La decepción de Costa al comprobar con el paso del tiempo que de la derrota y dolor del 98 no nacía la nueva España, le hizo desconfiar de la existencia misma de esa segunda España, la España del porvenir tan de continuo invocada. Magnificando cada vez más el papel de su cirujano de hierro, Costa abogará finalmente por un régimen personal transitorio que realizase la revolución desde el poder.

De este modo, la influencia de Costa se hará notar tanto en la involución autoritaria del conservadurismo como en la generación de 1914, que transformará sus constataciones desilusionadas de la inexistencia de la segunda España, en un reto desde el cual proponer un proyecto de modernización para España. Cacho analiza de modo brillante el papel nuclear de Ortega —el liderazgo intergeneracional que ejerció en la España de su tiempo— y la distancia última que le separa de Costa o Unamuno.

Plenamente inmerso en el universo cultural francés —donde cobra cuerpo, en el cambio de siglo, la figura del intelectual comprometido existencialmente con los destinos de su país—, Ortega alimentó desde joven el deseo de que «los hombres capaces de saber hacer España saliesen de su generación». Para Ortega, la localización de la España vital no se halla en el nivel profundo de la inconsciencia colectiva, sino reducida a una mera posibilidad que ha de ser actuada por una minoría —por un resto en sentido bíblico— que introduzca y cultive en España la ciencia moderna. Ortega —buen discípulo intelectual de Renan— se erigía en el continuador esencial de Giner de los Ríos en su empeño por implantar la moral de la ciencia como fundamento de un nuevo patriotismo (un proyecto que, remontando las generaciones, presenta con Feijoo sus primeras formulaciones en el siglo XVIII). La modernización del país pasa por la creación de un denso clima científico, de ahí el rechazo de Ortega, por retardataria, de la Iglesia establecida, del catolicismo sociológico español, distinguiéndolo siempre de la religión, precisa Cacho. En este plano se sitúan las primeras referencias de Ortega al nacionalismo: expresan su empeño por dar carta de ciudadanía, de nacionalizar, haciéndola española, la moral científica, en contraste con la orientación irracionalista del nacionalismo español finisecular.

Gracias a la labor de la Junta para la Ampliación de Estudios, creada en 1907, un logro tardío de la Institución Libre de Enseñanza, la generación española de 1914 fue más que ninguna una generación europea. Lejos de pretender «cerrar con cerrojos, llaves y candados todas las puertas por donde el espíritu español se escapó de España», según manifestó Ganivet, o de contentarse con «abrir las ventanas al campo europeo para que se oree la patria», como contemplaba Unamuno, los dos empeñados en extraer el vino nuevo de la otra España de las madres del tonel nacional; la generación de 1914 (la de los primeros becarios de la Junta) fue la que, saliendo fuera de España, pudo adoptar, por formación y convicción, una perspectiva netamente europea. Esa generación salvó la continuidad misma de la tradición liberal, gravemente cuestionada en el bache del fin de siglo. Gracias a Ortega, subraya Cacho, la imagen de la segunda España adopta en adelante un aire decididamente liberal.

La retórica de Ortega infundió emoción estética y comunicativa al concepto de patria entendida como lo que se tiene que hacer. La España del porvenir —una España sólo existente de modo germinal en el seno de una minoría— fue una imagen que hizo fortuna. Frente al puro sentimiento romántico y la imagen pesimista de un país carente de voluntad política proporcionada por el 98, el nuevo patriotismo apelaba a un voluntarismo patriótico, que se abrió camino también entre los nacionalistas catalanes. El catalanismo necesitaba futurizarse, en el sentir de Gabriel Alomar, siguiendo la corriente progresiva y europeizante del modernismo, en una apuesta por una España plural identificada con la España futura.

La segunda España se afirma a través de una difundida conciencia crítica y tuvo siempre una intención primordialmente transformadora de la sociedad. Ortega, en Vieja y nueva política (1914), subrayó la presencia de «dos Españas incomunicantes e incompatibles», pero rechazó la equiparación de sus dos Españas con la antigua dicotomía voceada por Costa. La polémica que Ortega mantuvo con Salvador de Madariaga (1923), recuerda Cacho, revela hasta qué punto el filósofo atribuía carácter de mito a los términos de «España oficial» y «España vital» (simples imágenes útiles para mover a la acción), y cómo por sí mismos no le interesaban nada.

EL FRACASO DEL ESTADO CENTRALISTA

España en el 98 aparecía como un problema, como un fracaso histórico. Lo que en realidad fracasó fue el Estado centralista. La generación de 1914 contempló como espectador privilegiado ese fracaso y a ella le cupo efectivamente —según había columbrado y emplazado tempranamente Ortega— la tarea histórica de hacer la nueva España.

Para Fusi, la España del siglo XIX fue un país de centralismo oficial, pero de localismo real. El fortalecimiento del Estado, en España y Europa, se produce al filo de los cambios de todo tipo (desarrollo de mercados, transportes, ciudades, medios de comunicación social, educación, etc.) producidos por el nuevo impulso industrializador de 1870-1914. No obstante, Fusi resalta la «excepcionalidad» del caso español. El contraste de Madrid con otras capitales europeas como París o Londres sería un signo elocuente de la precariedad del Estado nacional español durante el XIX. Fusi reconoce, sin embargo, que el sistema provincial de 1833 funcionó bien, sirviendo a la consolidación de la estructura territorial del régimen liberal, y que sólo habría crisis en el cambio de siglo a raíz de la irrupción de los nacionalismos periféricos en la escena política, particularmente el catalán. El momento coincide con el desarrollo de un nacionalismo español (en el segundo sentido utilizado por Girardet) armado del pesimismo del 98. Tal vez haya que destacar más los aspectos ideológicos al hablar de la «debilidad» del Estado español. Era España como nación, antes que el Estado, quien aparecía débil en el cambio de siglo.

La hipercrítica del 98 minó la obra de Cánovas del Castillo, que había sabido resolver la crisis (ideológica) del Estado planteada después de la caída de Isabel II. Con Cánovas, el centralismo español adquirió una dimensión real. La abolición de los fueros vascongados fue todo un símbolo. El regionalismo acusó, en su misma carta de presentación (el Memorial de Agravios de Cataluña de 1885), el reforzamiento del Estado: la denuncia que hizo del centralismo unificador, se acompañaba de una solicitud de reorganización regional del Estado, con una evocación a la España plural de los Austrias. Desde los propios partidos del turno, y aún en vida de Cánovas, se plantearon proyectos de rectificación del centralismo unitarista, como el de Silvela-Sánchez de Toca, de grandes consecuencias de haberse materializado.

Hubo confluencia de vascos y catalanes durante la etapa regionalista (la abolición de 1876 no sólo movilizó a los vascos), pero pronto se harán notar las distancias entre los respectivos nacionalismos organizados. El nacionalismo catalán fue un elemento de integración política de la sociedad catalana. El vasco, por el contrario, subraya Fusi, rompiendo esencialmente con la tradición política vasca, fue, desde el principio, un elemento de división, de verdadera escisión de la conciencia colectiva y de la sociedad vasca. La proyección política de estos movimientos regionalistas y nacionalistas es limitada hasta los años de la I Guerra mundial. La creación de la Mancomunidad de Cataluña en 1914 no fue ajena a la iniciativa nacionalista, pero traducía también los proyectos de descentralización y reforma de la Administración local defendidos por Maura años antes. 1914 certificaba, en cualquier caso, el fracaso del Estado centralista.

Esa fecha significa también la irrupción en el escenario de una generación, la de Ortega, dispuesta a sentar las bases intelectuales y políticas de una nueva España, justo en el momento en que los nacionalismos van a adquirir nueva fuerza y audiencia. La emergencia de la segunda España de Ortega, una España plural, fraguará en el Estado «integral» de la Segunda República, presentado entonces como una alternativa tanto al Estado unitario como al Estado federal, por más que los planteamientos de Ortega y Azaña al respecto no coincidieran del todo. La filosofía del Estado autonómico de 1978 en parte intentó conjugarlos, aunque con el tiempo tienda a olvidarse.

LA ESPAÑA DEMOCRÁTICA

La generación de 1978 retomó, en cierta manera, el proyecto de la generación de 1914. La distancia permite algunas consideraciones actuales. Si Azaña, en los años 30, al enfrentarse a la labor de «refacción de España» —es suya la expresión—, estuvo más atento a Cataluña—«el primer problema español»— que a los vascos, hoy, sin duda, el País Vasco es el primer problema: la violencia terrorista sacude sin cesar a la democracia española. Por ello mismo se hace urgente superar la imagen «antiintelectualista» y volcada al pasado que introdujo y mantiene, en muy buena parte, el nacionalismo vasco desde Sabino Arana en su formulación del problema vasco, a diferencia del nacionalismo catalán, mucho más abierto a corrientes europeas y a fórmulas de nacionalismo proyectivo. La Euskadi futura debe fundamentarse en la moral colectiva de la ciencia y la fe en la palabra —el ideal de la generación de 1914—y no en la imposición violenta. Sería ingenuo, por otra parte, que la defensa del Estado y del mismo concepto de España reeditasen hoy campañas como la que dirigió Godoy contra los fundamentos históricos del régimen foral comprometiendo a la Real Academia de la Historia a finales del XVIll.

Los problemas o defectos del Estado autonómico español (no es un Estado estable, aunque haya integrado armónicamente la múltiple herencia histórica, observa Fusi) no son muy distintos a los que tiene planteados la Unión Europea. Más allá de la debilidad o solidez del pasado, en un país u otro, la crisis del modelo de Estado-nación conlleva en Europa pérdidas de soberanía, hacia arriba y hacia abajo. El nacionalismo vasco no puede quedar encallado en la cuestión de la soberanía, a no ser que quiera avanzar hacia atrás. El fin de la soberanía no admite ningún planteamiento exclusivo de la identidad. En ese sentido, la desnacionalización» de España a partir de 1975 (anotada por Fusi) debe valorarse a la vista del acendrado nacionalismo español del franquismo. Con sus defectos, la aceptación del Estado autonómico y el progreso de una conciencia de identidad múltiple es una realidad en España, también dentro del País Vasco.

El pesimismo acompaña a los finales de siglo, pero la historia cuenta necesariamente con el tiempo. España está construyendo, más con los hechos que desde la reflexión intelectual, una nueva imagen de nación plural, más cercana a los presupuestos históricos de Azaña que de Ortega. Este último, en el fondo, desde su llamada a hacer una España nueva (y una gran política nacional) «para las provincias y desde las provincias», era más jacobino que Azaña. Azaña creía en el Estado y, precisamente por ello, ante el fracaso histórico del Estado centralista español, ante el fracaso de la opción jacobina de un Estado nacional unitarista, tendía una mirada a los verdaderos orígenes del Estado, lo que llamaba «el gran Estado español del Renacimiento» a comienzos del XVI (la Monarquía plural de los Austrias), que no fue asimilista, aunque si despótica, lo que propició —añadía— la aparición de «una gran tradición liberal, de una gran tradición popular».

La democracia española está realizando desde la Transición lo que no pudo conseguir la generación del 14- La segunda España de los tiempos de Ortega se quedó prácticamente en el plano intelectual. Azaña, prototipo del político-intelectual (Ortega, como ha precisado Cacho, tuvo ante la política un sentimiento de atracción/repulsión, que le dominará toda su vida), establecía una máxima para llegar a la solución de los problemas, que ésa era la obligación del político: «la tradición corregida por la razón». No es una actitud nueva. Se detecta, en cierta forma, desde los inicios mismos de la construcción del Estado nacional español, como manifestación de la influencia del liberalismo romántico europeo: en la división de 1833 (respetuosa con los límites históricos de los territorios forales), en la llamada ley paccionada de Navarra de 1841, o en proyectos como el de Patricio de la Escosura en 1847 (mencionado por Fusi), proponiendo la creación de once gobiernos regionales. Son ejemplos que abonan las raíces de una España plural en el siglo XIX. No todo fue Cánovas en el liberalismo español, aunque, como ha recalcado Fusi, el origen y desarrollo de los nacionalismos catalán, vasco y también gallego haya sido, en el fondo, ajeno a la estructura del Estado. Esos nacionalismos, en cuanto a realidades históricas, son resultado de largos procesos de afirmación y vertebración de una identidad cultural diferenciada (con logros y costes diferentes).

No hay excepcionalidad española en eso. Sólo la persistencia de la violencia dentro de la España democrática podría alimentar hoy la idea de una España diferente. Ese es, sin duda, en la actualidad, el primer problema vasco y su solución, la primera necesidad de la España europea: una España plural dentro de la Europa plural. Ojalá constituya también la primera página del siglo XXI de una Historia europea de España.

Profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, Universidad Pública de Navarra