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Es media tarde cuando llego a Alcazarén, los dos palacios, el pueblo castellano en el que vive don José. Es tierra de mudéjar, de torres con arcos de ladrillos, de horizontes limpios en los que se ve el vuelo lento y pesado de la avutarda. Es tierra de pueblos que aún conservan viejos recuerdos de judíos, de moros, de cristianos conviviendo en los mercados de Olmedo, de Arévalo, de la no muy lejana Medina del Campo. Tierras que conocieron la infancia de aquel mudejarillo de Fontiveros y que aún hoy ven pasar por sus calles a ancianas vestidas con la almafada. Don José vive en Alcazarén como un eremita, como un morabito, en un oasis en el que las palmeras se hubieran metamorfoseado en libros.

Unos chopos desnudos nos señalan su casa en las afueras del pueblo. En la puerta un cave canem y enseguida la sonrisa del escritor que nos invita a pasar a su despacho. Pero antes recorremos el jardín, el hortus clausus en el que el escritor me va señalando los nombres de las plantas que vamos viendo en nuestro paseo. Tiene siempre un hortus mucho de femenino, de mano de mujer, de mirada escondida en la sombra y, como él mismo dice en su Guía espiritual de Castilla, tiene el jardín y el claustro con sombra y agua mucho de paraíso para el castellano que vive el estío ardiente de estas tierras. En la tapia un azulejo con un poema de Emily Dickinson:

Si no estuviera viva
Cuando los petirrojos vuelvan,
Al de la corbata roja,
Dadle una miga en recuerdo.

Los pájaros son una constante, como seres delicados, desvalidos ante la fuerza de la naturaleza, evangélicos testigos de la providencia divina, en la obra de nuestro escritor.

«Un ala de un gorrioncillo, rota, pone en cuestión a Dios», nos dice en Pájaros, su libro de poemas dedicado a las aves del cielo.
Junto al azulejo de la poetisa americana otro de Safo. Ambos están en la tapia vigilando las lluvias, los soles, las nieblas, poniendo hitos de poesía. La presencia del mundo clásico en la obra y en la vida del escritor abulense constituye la base de su ser más íntimo, de sus adentros. Lector apasionado de la literatura clásica, me confiesa su devoción por Horacio, de quien traduce unas odas, como «ejercicio literario» antes de ponerse a escribir.

Pero ya nos acercamos a la casa. En la puerta, la cortina típica de los pueblos castellanos; la cortina que defendía el interior del calor, de la luz, del polvo, de las miradas indiscretas. Por el pasillo, solado con baldosas rojas pintadas de almazarrón, llegamos hasta el despacho. Es el despacho austero de un castellano viejo en el que los libros son protagonistas absolutos: libros en los estantes de la biblioteca, libros sobre su mesa de trabajo compartiendo espacio con un rimero de periódicos franceses e ingleses, con la polifonía de Victoria o con las armonías de Sisask. Es un «Petit Port Royal» en tierras de Valladolid Me cuenta que nació en Langa, un pueblecito de La Moraña de horizontes muy parecidos a los que se ven desde donde estamos; que estudió Derecho y Filosofía y Letras y que tuvo desde edad muy temprana una gran afición por la lectura. Es ante todo, creo que incluso antes que escritor, un fabuloso lector que ha aprendido bien sus latines y ese gran conocimiento de la literatura universal trasuda en su obra. Hablamos de los filósofos que más le han influido, de sus gentlemen and friends, con los que charla, a quienes consulta, en quienes busca consuelo. Visión muy quevedesca de dialogar con los muertos. Me señala los estantes abarrotados de su biblioteca; en uno de ellos, las obras completas de Kierkegaard y Pascal. De esa obra completa del pensador francés, arranca el interés de don José por el jansenismo y de ese interés por el jansenismo, la que para mí es su mejor novela, Historia de un otoño.

Unos rayos de sol se cuelan por entre las nubes y llegan hasta el jardín invernal. Hay un gorrioncillo en el jardín, quizás aquel pájaro-maestro que posado en el muladar o en el tejado le enseñó a nuestro escritor la humildad de las aves del cielo.
Cuando leo a este hombre menudo, de ojos claros un tanto pícaros y burlones, dotado de una exquisita sensibilidad, creo que ante todo es un poeta. Tiene la sensibilidad de un poeta y la aplica luego con esmero y con sabiduría a los distintos géneros que toca. Me lleva fuera, a una casa aneja que ha dedicado para biblioteca. Allí me señala una buena colección de poetas ingleses: William Wordsworth, Tennyson, Lionel Johnson, Donne y tantos otros que le han ido acompañando a lo largo de su vida. Le comento que en su obra poética (es autor de varios libros de poemas: Tantas devastaciones, Un fulgor tan breve, El tiempo de Eurídice, Pájaros y Elegías menores) hay esa sensibilidad por la naturaleza que me parece propia del «haiku» japonés. Mientras le digo esto y veo por las ventanas los brotes en los lilos en el jardín, se me viene al recuerdo otro poemilla suyo:

Las destruidas lilas
por el hielo de abril.
Una hermosura menos
en el mundo.

Pero me refuta diciéndome que también aparece esta sensibilidad por la naturaleza en otros poetas y no sólo desde el romanticismo. Ya Virgilio se emocionaba y nos emociona con un atardecer en sus bucólicas: «Y ya los tejados de las cortijos a lo lejos humean / y cada vez mayores las sombras descienden de los altos montes».

«La sensibilidad no es patrimonio de ninguna cultura sino patrimonio del que se acerca a ella, del que la vive en su alma». Creo que tiene razón.

Seguimos este recorrido mágico que estamos haciendo por la biblioteca del autor y llegamos a la estantería en la que se guardan sus obras. Pasa en silencio ante ellas; no es hombre dado a la autocomplacencia sino más bien un luchador del lenguaje, un orfebre que trabaja su prosa y su verso, que la deja reposar y que al cabo del tiempo le aplica aquello de Pasternak que a él tanto le gusta y que me repite ante sus libros: «De lo que escribimos sólo debe perdurar aquello que al releerlo nos parece ajeno»

Pero en esta estantería están novelas espléndidas: Las sandalias de plata, con su Blas Civicos; Duelo en la casa grande, una novela sobre tiempos recios; Los lobeznos, con las luchas y las ambiciones de los políticos; Ronda de noche, Los compañeros o Un hombre en la raya. No puedo por menos que repetirle que mi novela favorita es Historia de un otoño, que la aventura de aquellas monjas frente al poder de Luis XIV me pareció apasionante cuando la leí una tarde de julio a la sombra de la puerta de San Sebastián en Rioseco.

También están aquí sus narraciones breves. Es buen escritor Jiménez Lozano en distancias cortas. Como cuentista encontramos un buen puñado de libros que nos revelan a uno de los grandes maestros del cuento en castellano en la última mitad del siglo veinte a la altura de Aldecoa, de Medardo Fraile o de Meliano Peraile. Cuentos con personajes vivos, con vidas que se nos quedan grabadas. Así, en El grano de maíz rojo o El cogedor de acianos. Siempre me ha parecido que aquí está lo mejor del autor, lo más atrayente, lo que más perdurará. Y junto a los cuentos esos libros difícilmente clasificables pero que para mí son también lo mejor del autor: Un dedo en los labios, en el que el autor penetra de una manera espléndida en la psicología femenina; Parábolas y circunloquios de Rabí Isaac Ben Yehuda (1325- 1402), un libro del que me cuenta que recibió la crítica airada de un profesor norteamericano que le reprochaba la falta de rigor histórico con un personaje de ficción, y El mudejarillo, el acercamiento más hermoso a otro de sus autores de referencia: San Juan de la Cruz.

Volvemos a su despacho. Aprovecho para preguntarle por su labor como periodista en El Norte de Castilla, en donde coincidió con otros dos premios Cervantes: Miguel Delibes y Francisco Umbral. Hablamos de mil cosas. Me recomienda lecturas como el que habla de viejos amigos. Le haré caso. En cada visita a su casa lleno mis alforjas de nuevas lecturas y nunca quedo defraudado. Escuchamos el Gloria Patri de Sisask casi con veneración, pero el tiempo, aun entre armonías divinas, pasa y es hora de marchar.
Salimos de nuevo al hortus. La tarde es hermosa en esta tierra de Alcazarén, un pueblo en donde aún es el gallo el que señala los amaneceres. El sol poniente juega en los arcos de ladrillo de la torre mudéjar. Un perro que había pasado la tarde al sol junto a unas tapias de adobe entra en el corral por un portalón de madera que ya está algo desvencijado, algo achacoso de tantas heladas y tantos estíos. Anochece cuando salimos del pueblo. A lo lejos la luna cuelga sobre las cotarras de Mojados como en un haiku de Kobayashi. Queda don José en su despacho leyendo, pensando en el próximo artículo para una tercera de ABC o para El Norte de Castilla; pensando en su mundo —que es un poco el mío— de ronqueras e inquisiciones, de petirrojos y mudejarillos, de lobeznos y granos de maíz rojo. Para alumbrarse —para alumbrarnos— ha dejado encendida la luz de una candela.