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Uno de los pilares del desarrollo social y económico es, sin lugar a dudas, la educación. Pero desgraciadamente constituye también un ámbito que siempre ha sido susceptible de manipulación ideológica. No es de extrañar que se hayan sucedido, en la mayoría de los países, cambios significativos en la enseñanza tras la llegada de un cambio político. Junto con la ideología política, que trata de adoctrinar, tal vez con el fin de cosechar votos futuros y ganar adeptos que consoliden al cabo del tiempo sus mayorías, se ha introducido también cierta ideología pedagógica, mucho más inicua que la anterior, ya que en ella los expertos han tratado de controlar el desarrollo psicológico del niño, determinando qué capacidades son importantes y cuáles no. Como ocurre con el cientificismo, el pedagogismo es una ideología más sutil porque se acompaña falazmente del argumento de autoridad de la ciencia.

En este sentido, el libro de Hirsch, catedrático emérito de la Universidad de Virginia, resulta políticamente incorrecto. Sin embargo, esto debe ser ya un motivo para leerlo, sin tener en cuenta que el autor cuenta con un largo historial de polémica en su país natal. Lo que Hirsch propone es determinar cuáles son las causas de este fracaso generalizado del modelo escolar que, si bien identifica con el norteamericano, puede ser exportado sin necesidad de muchas justificaciones a cualquier región. Cierto es que las consignas que dominan el escenario educativo en ocasiones parecen haberse impuesto por casualidades históricas, pero al mismo tiempo todos los «ismos» que, según el autor americano permean el espectro pedagógico, constituyen también, en menor o mayor medida, proyectos ideológicos.

Haciendo un poco de historia de las ideas, Hirsch cree que por un lado el excepcionalismo norteamericano, junto con el romanticismo y el separatismo profesional, que ha terminado con la idea de sabiduría como conjunto de conocimiento integral, han decidido el futuro de la educación, siendo perjudiciales para ella y conduciéndonos al declive. Y no porque en sí mismas estas concepciones no tuvieran su lado de verdad, sino precisamente en la medida en que se proponían como explicaciones completas y omniabarcadoras sobre el hombre y la sociedad. En resumen, explica el propio autor, «las ideas educativas han sido llevadas demasiado lejos».

Nada ha sido más perjudicial para la enseñanza como las ideas románticas, trasladadas en planos distintos e institucionalizadas a lo largo del siglo XX. Aprendizaje natural, primacía del sentimiento, libertad del niño…, consignas todas ellas que devalúan la importancia del contenido y la formación humana de las virtudes. Este discurso no es solo un testamento romántico, sino que, como intenta probar Hirsch, posee enorme actualidad y un gran impacto en el diseño pedagógico de nuestros sistemas. El problema es que en el campo pedagógico es peligroso hacer experimentos; mientras que en el ámbito de la ciencia natural, nuestras equivocaciones pueden tener pocas repercusiones, en el campo educativo las teorías fallidas construyen «mentes famélicas». Y esto tiene implicaciones de vasto alcance, como cualquier persona es capaz de vislumbrar.

En su libro, apoyado por datos científicos, encuestas, estudios y diagramas, también Hirsch aprovecha para explicar cómo la ideología romántica, que reivindicaba el puesto del yo por encima de los convencionalismos —y ¿qué es la educación sino también un convencionalismo?—, tuvo un influjo determinante en el nacimiento del movimiento pedagógico progresista en EEUU.

Ahora bien, si el ámbito educativo se encuentra tan identificado con las ideologías, ¿cómo salir de esta situación? Frente al reto que representa el saber de los expertos, tras la argumentación de Hirsch se encuentra esa sabiduría tradicional a la que los clásicos daban el nombre de prudencia. Como él mismo indica, la intención de su libro no es solo desentrañar el entramado ideológico y repetir insistentemente los fracasos de nuestras tentativas educativas; por el contrario, su idea es contribuir, en la medida de lo posible, a reinstaurar un debate serio sobre la enseñanza, en el que estén prohibidas las manipulaciones ideológicas. Por ello, no duda en afianzarse en una perspectiva pragmática: frente al discurso sobre lo que hay que hacer, conviene en el futuro estudiar y analizar lo que es útil, las medidas y las metodologías que han tenido un eficaz impacto en la mejora educativa, ya que el principal problema del romanticismo es que «no concuerda con la verdad de la educación».

Hirsch es cauto a la hora de proporcionar recetas y eso le honra. Pero ofrece algunas claves a lo largo de las casi quinientas páginas de este enjundioso ensayo. Recupera, por ejemplo, la importancia del trabajo exigente, sin que ello implique vulnerar los derechos de los niños. Reivindica la figura del profesor, asimismo, en la medida en que su función no es la del padre ni tampoco la del amigo. Restaura, de esa forma, su autoridad. Hay sin embargo un aspecto que me parece importante, sobre todo porque de él depende el éxito de la educación y la eficacia de las demás soluciones: otorgar de nuevo importancia a los contenidos.

Es frecuente que en las reformas educativas se postulen nuevos métodos de adquisición de competencias, métodos de evaluación más justos, formas de promoción o medidas que atienden a la diversidad. Ahora ya no se habla de materias, sino de competencias (un cambio lingüístico que trasluce transformaciones sociales más profundas y que, tras la implantación del Espacio Europeo de Educación Superior, ha terminado afectando también a los planes de estudios universitarios), lo que quiere decir es que la enseñanza ha puesto su acento sobre el proceso, pero ha dejado de prestar atención al contenido, es decir, a la materia del conocimiento. No es de extrañar, pues, que el nivel de conocimientos haya descendido con tanta rapidez.

Junto con la importancia de los conocimientos, hay que prestar atención también a las consecuencias sociales y políticas de los modelos educativos. Cierto es que lo que se ha dado en llamar progresismo educativo tenía también la intención de que los alumnos adquirieran conciencia de su papel de ciudadanos. Pero también lo es que estos modelos educativos, en lugar de restituir la responsabilidad al ciudadano, han modelado personas influenciables, consumistas y deudoras de planteamientos políticamente correctos. Lo que nos quiere indicar Hirsch es que transformando la educación podemos también formar individuos que piensen de forma libre y responsable. Solo en la medida en que se recupere el carácter sapiencial de la enseñanza, con todo lo que ello conlleva, estaremos reconstruyendo lo que movimientos ideológicos destruyeron.

Profesor de Filosofía del Derecho. (Universidad Complutense de Madrid).