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En el alba de los tiempos habita la epopeya. Los pueblos necesitan un cantor que recuerde las gestas de su estirpe, los hechos determinantes para la identidad, el desarrollo y la configuración de la tribu. Así surge la Épica. Cuando los antiguos bardos dan forma a sus cantos anónimos, evocadores siempre de un pasado prestigioso, lo hacen como representantes del pueblo al que pertenecen, como miembros de un grupo humano, de una comunidad que los ha elegido a ellos para preservar la memoria y cantar las hazañas de unos héroes que han forjado el carácter colectivo. La epopeya está en constante transformación, de la misma manera que los pueblos en cuyo seno nace están también en continua fermentación, pues la Épica se asocia con los pueblos jóvenes, no con los linajes en decadencia. Detrás de la Ilíada, de la Odisea, del Ramayana, del Beowulf, del Nibelungenlied, de la Chanson de Roland o del Poema del Cid está, pues, presidiéndolo todo, lo que los alemanes llaman Volksgeist, o sea, «espíritu popular». Los bardos plasmaban en sus versos ese Volksgeist con la técnica propia de un oficio que, heredado de padres a hijos, ocupaba un lugar bien definido dentro de la sociedad «heroica» de la que formaban parte. Cuando razas enteras se desplazan desde sus estepas heladas hacia una nueva patria con pastos generosos y tierras fértiles, no es fácil que los bardos que cabalgan en medio de la caravana disfruten de la suficiente tranquilidad como para acordarse de firmar al pie de sus poemas, criticar la epopeya del bardo de al lado o discutir de temas literarios ante un público de guerreros. La epopeya no es un género literario al uso, sino el género literario de la Humanidad en la acepción más noble del término. La auténtica Poesía (con mayúscula) trata de Hombres (también con mayúscula) y se identifica con lo que llamamos Épica, que descansa en el héroe como tema, motivo y protagonista al mismo tiempo. Si hay una Épica por antonomasia, ésa es la Épica con «espíritu popular», la Épica anónima.

Se puede decir que nuestra Épica, la que ya no es anónima, nació en Alejandría, en el siglo III antes de Cristo, con las Argonáuticas de Apolonio de Rodas. Ignoramos si Apolonio, bibliotecario en la ciudad del Faro, pensó que su poema era una reescritura de los poemas homéricos. Si lo hizo, se equivocaba de medio a medio. El lenguaje y los símiles sí son homéricos, pero reflejan una realidad conceptual muy diferente. Preciosismo, sentimentalismo, romanticismo, individualismo son algunos de los «ismos» aplicables al poema que narra el viaje de los Argonautas en pos del vellocino de oro. La epopeya de Apolonio se acerca en muchas ocasiones al idilio y a la elegía; no margina en ningún momento la erudición como factor estético; revela gran profundidad en los análisis psicológicos; describe ciertas escenas con la sensibilidad «gótica» de quien mezcla la fantasía más desbordante con el más estricto realismo. Es, en suma, un ejemplo perfecto de todo aquello a lo que aspira, en sus planteamientos de base, la Épica moderna. En la estela de Apolonio, Virgilio narraría la gesta de los supuestos ancestros de Roma en su Eneida, que participa de ambos poemas homéricos, repartiéndose sus doce libros entre la Ilíada (los seis últimos) y la Odisea (los seis primeros). La literatura latina también aportó otro tipo moderno de Épica, el que tiene como objeto cantar con verosimilitud hechos históricos cercanos en el tiempo. El ejemplo máximo de este género, que, por razones obvias, puede teñirse de intenciones políticas, es la Farsalia de Lucano. Secuelas virgilianas, con añadidos novelescos, serían los grandes poemas de la Épica culta compuestos en los siglos XV y XVI por autores como Luigi Pulci (Morgante), Matteo Maria Boiardo (Orlando Enamorado), Ludovico Ariosto (Orlando Furioso) y Torquato Tasso (Jerusalén Libertada), todos ellos naturales de un país, Italia, que no alumbró ninguna epopeya nacional durante la Edad Media. En la línea inaugurada por Lucano, desarrollando un argumento próximo al tiempo de sus autores, están Los Lusíadas, del portugués Luis de Camoens, y La Araucana, de nuestro Alonso de Ercilla, las dos epopeyas cultas ibéricas por excelencia. Otra variedad de la Épica moderna tiene su origen en la Divina Comedia de Dante Alighieri, primera epopeya «a lo divino» de las letras occidentales. Tras las huellas de Dante se sitúan Diego de Hojeda (La Cristíada), John Milton (El Paraíso Perdido) y Friedrich Klopstock (La Mesíada).

La Épica contemporánea carece del Volksgeist que legitimaba y proveía de sentido a la Épica anónima primitiva. Sin embargo, hay casos como el de Walt Whitman (Hojas de Hierba) en el que se da cauce a un cierto «espíritu popular» que ya no se presenta de forma aristocrática, como en los antiguos poemas épicos, sino teñido de sentimiento democrático. El Canto general, del chileno Pablo Neruda, sigue las pautas del poeta de Long Island, pero acentuando el carácter político e ideológico del mensaje. Saint-John Perse, por su parte, es ya un claro ejemplo de la Épica nueva. El autor de Anábasis se engolfa en el mundo, prefiere mirar las cosas que lo rodean y no hurgar en su propio interior. Pero esa aparente desatención de sí mismo no implica fusión con lo demás, sino autoafirmación en lo externo, invasión, conquista, reflejo. La Épica se ha vuelto individualista. No representa ya el sentir de ninguna comunidad. Si acaso, se convierte en un tema de la lírica, como en Borges, cuya poesía se adentra en los laberintos de la Épica universal, a la que rinde tributo de reconocimiento estético en sus versos. Pero la fuerza del discurso épico no ha perdido un ápice de su vitalidad y su grandeza. Buena prueba de ello es que incluso un personaje tan extremadamente egoísta como Fernando Pessoa (sus muchos heterónimos no son más que simples agentes expansionistas de su yo) pueda calificarse de poeta épico en algunas de sus encarnaciones, y no sólo cuando él mismo juega a ser el bardo anónimo de la epopeya antigua en Mensagem.

Poeta y escritor