Tiempo de lectura: 11 min.

«Os he descrito con la mayor veracidad que he podido su

Constitución (eius forma Reipublicae), que considero ciertamente

no solo la mejor, sino la única que por derecho propio puede reclamar

para sí tal nombre» (236/31-33, Utopía, ed. Yale 1974).

Utopía está en algún sitio. Lástima que, justo cuando Rafael Hythlodeo iba a revelar la situación geográfica del no lugar, un criado desobedeciera la orden de Moro de no interrumpirle y una tos inoportuna ensordeciera a su vez a Pedro Gil, el tercer contertulio, amigo de Erasmo que había promovido ese diálogo con el marino de prodigiosa memoria y facundia. Luego Pedro Gil no cumplió el encargo de averiguarlo para Moro. Y el inglés tuvo que mostrar el consecuente apuro por publicar su Discurso sobre la mejor constitución (De optimo Reipublicae statu) sin poder mencionar dónde estaba la isla. Los cartógrafos la han obviado después o la han debido de llamar de alguna otra manera. Ya nunca más podremos navegar hasta allí y saber que hemos llegado.

Nos consta no obstante que la latitud sur de Utopía era igual a cuanto las islas británicas se acercan al septentrión desde el ecuador (196/30); como si ese plano central de la tierra fuera un espejo que enfrentase ambos mundos. Y reflejase quizá una imagen de los problemas con forma de solución.

EL ACICATE DE LOS NUEVOS MUNDOS Y LA COMPAÑÍA DE ERASMO

El tal Hythlodeo era un personaje salido de junto a Alberico Vespucio1, el florentino naturalizado español, autor de las Navegaciones, al que Martin Waldseemüller decidió, en Saint Dié des Vosges, hacer epónimo del cuarto continente (como lo fue Utopos de Utopía). Lo hizo dando a América ese nombre de mujer en la edición de sus cartas que acompañaba a la Cosmographiae Introductio de Tolomeo. (La segunda edición, también de 1516 como la princeps de Utopía, intentaría rectificar devolviendo a Colón su gloria, pero tuvo un eco limitado. Que fue nulo en cambio por lo que tocaba a la denominación del meridiano de la isla de El Hierro. Había sido la base de la división gradual del planeta cuyo cálculo perfeccionó Vespucio; pero casi nadie lo identifica hoy como el nombre original del de Greenwich como hacía el Tolomeo de la Introductio. Tornando a las coordenadas de Utopía, en Greenwich nació Enrique VIII, y en febrero de 1516 María, su hija con Catalina de Aragón.)

La relación de Vespucio con Utopía no se limita a la ficción literaria y al gusto de Moro por abundar en lo geográfico. Sus Navegaciones, y otras obras contemporáneas como las Décadas sobre el Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería (también de 1516), describían (y fabulaban) la realidad nueva de sociedades y mundos hasta entonces de fantasía. Sacudieron de ese modo los parámetros de las reflexiones políticas europeas, sumándose al desgaste de los referentes medievales. Para los humanistas de manera especial, esas narraciones tenían la virtud de conectar con los relatos clásicos —sobre todo platónicos— de modelos sociales y de virtudes cívicas. Les sorprenden en cambio poco los elementos extraordinarios de las crónicas, «que están ya muy vistos» (52/30: ommissa interim inquisitionemonstrorum, quibus nihil est minus nouum). Pedro Gil escribe a Moro que es una gran virtud de Hythlodeo que viaje no como Palinuro, piloto de Eneas, sino de modo fantástico como Ulises, o aún mejor, como Platón. El verdadero objeto del viaje es cobrar distancia para mejor observarnos, dicho en utópico, a los ultraequinocciales.

Estos vientos soplaban en el ambiente que vio nacer Utopía, vertebrado por el Rin y por Erasmo. Aún no habían eclosionado las tormentas inacabadas por Lutero y Maquiavelo —Il Principe se imprimió ese año; las tesis de Wittemberg se publicaron el siguiente—. Utopía está escrita en una especie de diálogo vital con Erasmo, que colabora, comenta, introduce, difunde e inspira pasajes de la obra. Dice Hexter que el Moro de Utopía es el más cercano vital e ideológicamente a Erasmo. Se ha llegado a considerar —aunque es poco verosímil— a Rafael Hythlodeo un trasunto de Erasmo.

El pensamiento político de Moro debió de evolucionar en el curso de sus charlas sobre el De ciuitate Dei agustiniano que impartió entre 1499 y 1503, por la experiencia práctica del mundo jurídico y comercial y el cursus de cargos políticos de diverso género, y finalmente, en el periodo inmediato a Utopía, por las conversaciones con el entorno de Erasmo, nombrado consejero áulico, y en preparación de su De eruditione principis. Moro gozaba entonces de un momento de éxito profesional: 1516 es también el año en que Moro decide aceptar, al regreso de su embajada en Flandes, la propuesta de entrar en el Consejo del Rey. Pero contaba en su haber solo con dos obras previas de envergadura, insuficientes en realidad para el reconocimiento que Erasmo le profesaba, que estaba más basado probablemente en el trato personal. Utopía es la credencial de Moro para que Erasmo pueda situarle en el lugar que ocupa entre los demás humanistas europeos.

Para percibir de modo concreto algunas notas distintivas del humanismo de Utopía puede interesar mirar un instante a una reacción directa al estímulo americano aún cómoda en las costuras premodernas: el dictamen que Juan López de Palacios Rubios puso a disposición del rey Fernando y sirvió de base de las Leyes de Burgos de 1512, y que ha sido traducido recientemente por Eduardo Fernández con gran destreza. Este Libellus de insulis oceaniselabora una consideración sistemática de la situación tras el descubrimiento con una finalidad jurídico-política: fundamentar los títulos de la presencia española en América. El Libellus daba cuenta en reflexiones analíticas, basado en relatos de fiable credibilidad, de algunas características de los pueblos nativos americanos, como la ausencia de codicia o cierta propiedad común de los bienes, y se plantea temáticas como la igualdad, que encontramos también subrayadas en Utopía. Pero, pese a la novedad del objeto de estudio, poco se aparta en su estilo y método intelectual de las distinciones de decretistas y posglosadores. Sigue la dialéctica deductiva propia de la escolástica, basada en la reconducción a las auctoritates. Mucho se debe en Palacios Rubios al tipo y circunstancias del texto y algo puede llegar a rastrearse de esos modos en la segunda parte de Utopía. Pero salta a la vista que la forma estructurante de cada apartado de Moro no es dialéctica sino retórica. La acompaña un estilo de lengua vivo, clásico sin rigorismos puristas —se usan vocablos de toda la latinidad, muchos marcadamente agustinianos—; y en el fundamento de sus reflexiones, las citas —a menudo, ocultas— no son en Moro en apoyo apodíctico de un razonamiento, sino refrendo e ilustración de un diálogo sin estructura cerrada, sin un inevitable sicut erat demonstrandum, y con frecuente apertura al polifacetismo no necesariamente relativista de las suasoriae. (Cabría añadir que Moro está además en muchos momentos más cerca de los problemas de la Atlántida que de los ahora planteados desde el Atlántico.)

TRES TÍTULOS: GOBIERNO DE SÍ MISMO, DE SU CASA Y DEL ESTADO

Conviene dejar al margen la atribución imposible de quién defiende qué en Utopía. Al fin y al cabo, Moro no quiso rebatir cuanto le parecía absurdo en las palabras de Hythlodeo porque este había quedado exhausto (defessus) tras su discurso y temía además ser respondido con un exabrupto. En carta a Pedro Gil reconoce por otra parte que, como en los escritos de todos los filósofos, hay en Utopía cosas absurdas, que serán unánimemente criticadas.

Como dice Berglar, el tono de juego, muy propio de un traductor de Luciano, es el que se impone como principal razón de la falta de una claridad nunca pretendida. Un juego que los corresponsales de las cartas sobre la obra (Budé, Busleyden, el Beatus Rhenanus y, sobre todo, Pedro Gil y Erasmo) disfrutan alimentando. Y que lleva también a sonreír con Moro sin cavilaciones ante las soluciones espartanas con que se atajan en la isla algunos eternos problemas sociales. No creo, no obstante, que pueda excluirse entre los motivos que aconsejaron la forma literaria de Utopía uno análogo al que alguno de los mejores biógrafos de Moro apuntan para el abandono de su proyecto de Historia de Inglaterra: el temor a que el relato crítico de los vicios de los soberanos pudiera tener repercusiones personales.

Independientemente de a quién se atribuya, hay que decir que existe un marcado reformismo moderno en los planteamientos de Utopía, que supone una ruptura con los Specula Principum; no solo con los medievales, sino con el género mismo. No me refiero a teorías desestabilizantes o afirmaciones osadas como las que ya en el siglo XII había albergado el Policraticus del clasicista británico Juan de Salisbury —obra elocuentemente ignorada por Moro—. Es que Utopía cambia de temática. No es manual de gobierno, sino que ofrece voluntariamente o no un arsenal de opciones de cambio político y social en multitud de campos. Eso no resta para que Moro siga considerando que «del príncipe mana hacia todo el pueblo el torrente de todos los males y bienes, como de una fuente inagotable» (56, 15). Probablemente porque había visto que así era (por el canal de Wolsey). Aunque la centralidad de la integridad ética de los gobernantes es subrayada en varias ocasiones, el espejo sirve en Utopía para componer la mejor estructura social, no la figura del soberano.

La ruptura de Utopía con los espejos de príncipes no impide tampoco que abunden enseñanzas clasificables en la estructura que Egidio Romano acuñó, siguiendo a Aristóteles, en su De regimine principum: el buen gobierno se constituye en gobierno de sí mismo, gobierno de su casa y gobierno del Estado.

El gobierno de sí mismo se presenta en primer lugar por el brillo impactante de la hombría de bien del propio Tomás Moro, que logra atravesar el paño traslúcido de la diferencia de convenciones sociales entre su época y la nuestra. Varios contemporáneos muestran, en las epístolas que acompañan las ediciones, su admiración por Moro (agudo, divertido, avezado en asuntos de humanidad, […] ejemplo de vida bienaventurada, dice Budé); y reflejan su asombro por la acumulación de tareas públicas exigentes que pueblan las jornadas de Moro, y que conviven con una conocida dedicación intensa a su familia, a la piedad y las atenciones altruistas. Les parece imposible que una obra como Utopía haya cabido en esos horarios. Muy expresivamente humanista es la queja sin lamento de Moro: y (de tiempo) no dejo para mí, esto es para las letras, nada (relinquo mihi,hoc est litteris, nihil). Dispersos en la obra hay también elementos propios de las teorías educativas de Erasmo que cuadran bien con este apartado, como la invitación a que los jóvenes puedan expresarse libremente en las conversaciones (144/6ss.). Con el mismo espíritu laten otras afirmaciones como la de que los utopienses no prohíban ningún género de deleite que no cause daño (144/20ss.) o que no toleren que sus ciudadanos se acostumbren a despedazar animales, pues piensan que poco a poco perderían así la virtud de la clemencia (138/14ss.). Son solo ejemplos al azar.

En lo que Egidio Colonna catalogaría como «consejos para el gobierno de su casa» pueden incluirse innumerables descripciones de la vida doméstica de los utopienses, pero creo que merece comenzar de nuevo citando un pasaje completo de la carta que Moro dirige a Pedro Gil, y que precede inmediatamente al texto de Utopía. Transpira una fina ternura mal encubierta de ironía: «Pues vuelto a casa, hay que departir con la mujer, charlar con los hijos y hablar con los sirvientes, todo lo cual cuento entre las ocupaciones cuando es inevitable hacerlo (lo es, a no ser que quieras volverte extranjero en tu propia casa)». Y sigue: «Hay que esforzarse en ser lo más agradable posible con los que comparten tu vida […] con tal que con tu camaradería no los corrompas, o con tu llaneza no conviertas en señores a los sirvientes». Sabemos que Moro consideraba injusto despedir al servicio cuando enfermaba de modo crónico y que buscó empleo a los siervos que tuvo que despedir cuando su situación económica cambió.

El «gobierno del Estado» es abordado en un sinfín de argumentos cuya mención escaparía con mucho al alcance de esta lectura. En Utopía, el mandato del príncipe es vitalicio, salvo que ocasione tiranía (122/19). Hay un senado democrático, donde (124/9ss.) no pueden aprobarse normas en primera lectura, sino que se debaten en una sesión sucesiva a la de la proposición, para evitar que por haber espetado el senador en cuestión lo primero que le venía a la boca, deba después pensar más en cómo proteger lo que ha dicho que en lo mejor para el bien público. Los compromisarios juran votar a quien consideren más provechoso para la comunidad (122/14) y es imprescindible la experiencia para ejercer el gobierno (56/17).

Hay pocas leyes, pues consideran injusto que haya más de las que pueden leerse, y no hay abogados. Hay muy pocos litigios entre privados y la justicia es rápida (122/24ss.).

No hay paro en Utopía y hay una gran flexibilidad laboral (126). Se trabaja solo seis horas, con un horario a la española, con dos horas para comer (atque a prandio duaspomeridianas horas, quum interquieuerint, tres deinde rursuslabori datas…).

Con respecto a la inmigración: para evitar quizá el efecto llamada de su obra, Moro da a entender que está restringida y no hay muchos extranjeros en Utopía. El control demográfico es total, regulado por una especie de ver sacrum, por el que los sobrantes son enviados a nuevas colonias (136/7ss.). Es causa de guerra que un pueblo que tiene territorio desocupado no acepte nuevos asentamientos.

Una sola frase de Moro califica los centenares de páginas que ha generado su veleidad por el comunismo: «pues a quien no le apremia el cálculo de su propio arte y provecho lo vuelve indolente el confiar en el trabajo ajeno» (utpote quem neque sui quaestus urget ratio et alienae industriaefiducia reddit segnem).

Hay elementos de preocupaciones muy propias del inicio de la edad moderna como la salubridad pública; y de la actualidad inglesa y europea, con trascendencia social, como la abundancia de vagabundos y ladrones o los límites el derecho penal; o de derecho de gentes, como la reprobación de los mercenarios suizos, las reflexiones pacifistas o el interesante comentario, por realista, de que los utopienses no firman tratados internacionales, pues son conscientes de que no se cumplen y poco añaden las palabras a quien no se ve obligado por la naturaleza.

DE ASESORES Y CONSEJEROS

Moro había sido un firme freno al abuso del poder cuando se opuso como parlamentario a las exacciones extraordinarias reclamadas por Enrique VII (en aquella época, aunque parezca utópico, los Parlamentos eran un límite a impuestos y gastos públicos, en vez de incentivarlos). Y había de servir al mismo propósito también más tarde, en posición más delicada como Speaker frente a Enrique VIII. No en vano pueden encontrarse varias críticas a los tributos desperdigadas en Utopía. Desde 1516, Moro aparece en nómina como consejero real vitalicio. Era ya en ese momento perfectamente consciente de las reglas que gobiernan el éxito y fracaso en esos menesteres: entre los consejeros de los poderosos, es de naturaleza que «al cuervo agrade su pollito y al mono su cría», escribe. También Hythlodeo se despacha a gusto con el ambiente de las Cortes.

Pero parece que Moro supo, en lo que estuvo de su parte, encontrar bien su lugar. Uno de los biógrafos de Moro que más se centra en su actividad política refiere que Wolsey, antecesor de Moro en el cargo de lord canciller, pidió a Enrique VIII que aumentase su retribución, por la ausencia de búsqueda del interés personal que demostraba en el desempeño de su cargo. Como recuerda Javier Burguillo en este número, Fernando de Herrera se valió de Moro en su biografía latina de 1592 para abundar en la necesidad de buenos consejeros que alejen al soberano de la tentación despótica. Igual que Moro había intimado a Hythlodeo que merece la pena aceptar las pequeñas incomodidades que para su vida personal puede tener dedicar su inteligencia y esfuerzo a los asuntos públicos (cum aliquo privatim incommodo ingenium tuum atque industriam,publicis rebus accommodes), porque de ese modo podrá sacar partido a sus conocimientos y perspicacia; aunque no se le escapen precisamente a Moro las ventajas del vivo como quiero ciceroniano.

NO BASTA EL CONSENSO DONDE FUE NECESARIO LA CONCORDIA

En una encendida peroración (236ss.), preceptivamente anterior de inmediato a la conclusión de la obra, Rafael resume las bondades de Utopía. Él querría extenderlas a todos los Estados. En Utopía nadie tiene miedo del futuro.

Fuera de Utopía, los derechos del dinero han acabado por convertirse en ley. En la isla del buen gobierno, al haber eliminado el afán de riqueza que todo lo corrompe se han arrancado de raíz otros muchos males. Y es que la soberbia —sigue Hythlodeo—, que es el principal progenitor de todas las pestes, mide su prosperidad por la diferencia con la miseria ajena, y no toleraría ser hecha diosa si no quedaran miserables para contrastar con el brillo de su bienestar. Utopía es la única verdadera comunidad política, porque la igualdad hace que cada ciudadano se reconozca en una sociedad sin facciones. Hasta aquí Rafael.

La concordia que surge de haber superado las facciones había sido vista por Cicerón, y antes que él por Sócrates o Polibio, como la única base duradera para la constitución política de las sociedades, según han estudiado J. Hellegouarc’h y H. Strasbourger (por cierto que fuera de Roma la diosa Concordia recibió culto sobre todo en Hispania). Parece que Cicerón se apoyó en el matiz que distingue el consenso, de la concordia a que él aspiraba. El consensus omnium bonorum fue el esfuerzo positivo que necesitó para realizar en Roma las reformas indispensables. Pero era la concordia la que podía asentar fundaciones perennes. La Constitución de la Concordia es, en la tradición clásica de Moro, la constitución mejor.

Esto al menos hasta que encontremos el lugar exacto de Utopía.

NOTA

1 Hythlodeo es identificado como uno de los veinticuatro compañeros que son mencionados en la Cuarta Navegación a a los que Vespucio dejó en el fuerte con municiones para seis meses.

Doctor en Filología por la Universidad Complutense de Madrid.