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La Reforma de Juárez inició la verdadera independencia de México y su acceso a la Modernidad. Nos dotó de nuevas estructuras, nos recimentó, nos dio fuerza nacional y respeto internacional. La Reforma ayudó a centrarnos, nos legó lucidez política y calidez social. Pero tuvo un precio, el de confundir las ideas con las piedras. Y su piqueta se aplicó activamente a la demolición de un pasado que nos pesaba como un fardo, como así lo imaginarían nuestros liberales decimonónicos.

A mediados del siglo XIX, el pasado indígena era admitido solamente por la ciencia y el novohispano -por una minoría de románticos-. Lo popular, que logró sobrevivir al embate de la modernidad desde los tiempos de la Ilustración, era visto por la academia con cierto desdén. La clase dirigente era afrancesada o norteamericanizante. Sustituimos el trono y el altar, -España y Roma-, por Francia y Estados Unidos -dos países que nos invadieron en dos ocasiones cada uno-. Mientras tanto, los viajeros extranjeros descubrían las ruinas y el paisaje.

En cuanto al arte del Virreinato, tan despreciado entonces, hay que señalar dos excepciones: José Bernardo Couto y Joaquín Pesado. Conservadores de arte ambos, directivos de la Academia de San Carlos, escribieron una historia de la pintura colonial y salvaron las pinturas de los conventos suprimidos,para las que crearon una Pinacoteca Nacional.

En tiempos de Porfirio Díaz se impuso paulatinamente un cambio. De la negación del pasado, a cuenta de la necesidad de Díaz de proponerse a sí mismo como el portador de un futuro redentor, empezó a aflorar un indigenismo de vitrina y un colonialismo de chismes y leyendas. En esos tiempos, por ejemplo, se levanta el monumento a Cuauhtémoc en Paseo de la Reforma, ejemplo de neoaztequismo; y se instalan en decenas de vitrinas de eso que entonces se denominaban «antigüedades mexicanas» y que correspondían a las remotas expresiones artísticas del indio muerto (el indio vivo era objeto de explotación). También en época de Díaz, se demolían edificios coloniales para edificar otros «neocoloniales»; ejemplo de ello es la demolición del antiguo edificio de la universidad y la construcción de las ampliaciones del antiguo colegio de san Ildefonso, entonces escuela preparatoria, ordenadas ambas por Justo Sierra, ministro de Instrucción Pública hacia 1910.

La revolución produjo un nuevo cambio de mentalidad. Los Ateneístas, encabezados por José Vasconcelos, Alfonso Cravioto y otros, contaban con Manuel Toussaint, Federico Mariscal y Jesús T. Acevedo. Ellos, con sus conferencias entusiastas, encenderían el amor por el «alma nueva de las cosas viejas». A partir de entonces, lo «colonial» se convirtió en patrimonio valorado. Venustiano Carranza le consiguió una beca a su paisano don Artemio de Valle Arizpe, y hasta dinero para adquirir obras pictóricas con que enriquecer las colecciones del Museo Nacional.

Desde los años veinte hasta los sesenta, se produjo una conciencia nacional capaz de integrar esferas temporales tan opuestas como son las que forman nuestra historia: el pasado indígena, el Virreinato y la Modernidad. Figuras como Alfonso Caso, Genaro Estrada y Enrique Fernández Ledesma, por ejemplo, publicaron textos destinados a exhumar valores que motivarían la conservación de un patrimonio común.

Nacionalismo, socialismo y cultura se conjugaron para lograr una fórmula de creación y afirmación de un espíritu propio. Era la atmósfera de la época. En Italia, el Gobierno de Mussolini hacía grandes excavaciones en Roma y otros lugares; en Alemania, el Nacionalsocialismo reivindicaba el pueblo germano evocando las hazañas de los Nibelungos y lanzándose a la búsqueda del Santo Grial. El totalitarismo buscaría soporte en justificaciones históricas y proyectos megalómanos, orientados a lo que ellos entendían por «interés común»: el control de la sociedad con el pretexto de aplicar valores tradicionales aportados por el alma colectiva.

El Estado mexicano, desde tiempos de Obregón y Calles, consolidó su interés en conservar el patrimonio federal y apoyó la acción de los particulares a ese fin. En los treinta, se crearon los Institutos Nacionales de Bellas Artes y Antropología e Historia. Desde entonces, ambas instituciones han llevado a cabo una labor insigne, gracias a la visión del general Lázaro Cárdenas, en cuyo Gobierno fueron creados. En los sesenta, con la presencia de Jaime Torres Bodet en la Secretaría de Educación Pública, la proyección de este espíritu alcanzaría grandes realizaciones, como los museos nacionales de Antropología y Etnografía, del Virreinato y de Arte Moderno.

Sin embargo, desde los veinte hasta los sesenta, los daños al patrimonio cultural fueron constantes. El saqueo arqueológico era incontrolable; sucedía hasta en los propios museos, como en el caso de la donación de la colección del pintor Miguel Covarrubias, cuyas piezas, ya propiedad de la nación, fueron vendidas en el extranjero. La ciudad de México presenció destrucciones inverosímiles, que se hacían con el pretexto de ampliar calles (San Juan de Letrán y 20 de Noviembre). El caso extremo llegaría con la propuesta de la ampliación de la calle de Tacuba, por disposición de Ernesto P. Uruchurtu, que un numeroso grupo de ciudadanos responsables logró evitar in extremis. En cuanto al arte virreinal, existen, por ejemplo, decenas de artículos periodísticos de Francisco de la Maza denunciando demoliciones, saqueos y actos de estulticia de toda índole. Por mostrar uno de ellos: en Puebla, la famosa Casa del Deán, con murales del siglo XVI, únicos por tratarse de un edificio civil, iba a ser demolida, como ya ocurriera con el famoso palacio de la familia Romano de Altamirano, obra de principios del XVII, a pesar de las denuncias del gran defensor del patrimonio novohispano que fue Efraín Castro. La gota que derramó el vaso fue el incendio del altar del Perdón, en la catedral de México, pues puso al descubierto la pésima condición de la instalación eléctrica del magno edificio, causa del siniestro. Esto encendería una polémica, apoyada por don Julio Scherer, desde Excelsior y otros medios, que tuvo efectos muy positivos, pues la sociedad civil comenzó a interesarse por el tema. De ese modo surgieron verdaderos paladines de la conservación del patrimonio y de la exigencia de una ley de protección del patrimonio. Zacatecas, la ciudad mejor conservada de la República, le debe mucho a don Federico Sescosse, uno de ellos.

En los años finales del sexenio de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, al calor de los crímenes del 68, el Gobierno, endurecido y necesitado de expropiar la memoria colectiva para no ser cuestionado, propuso una ley en 1970 y otra en 1972. La primera sería de corte «nacionalsocialista» y consideraba convertir todo el pasado en propiedad del Gobierno; evidentemente, fue abortada. Desde entonces existe la confusión entre «patrimonio de la nación» y «propiedad del Gobierno» (no todo lo antiguo es propiedad pública, sino responsabilidad colectiva su conservación, pues la sociedad detenta bienes inmuebles y muebles legítimamente heredados o adquiridos). La de 1972, sostenida por mejores criterios y discutida por expertos, más administrativa que regulatoria, ha sido la de mayor provecho hasta la fecha para la defensa de nuestra herencia patrimonial. Su aplicación es, no obstante, problemática, por la ausencia de derecho de audiencia (garantías individuales) y de reglamentos que precisen su uso; pero ha resultado eficaz y, aunque a veces se han cometido abusos, sigue siendo un buen instrumento jurídico para lograr la protección de la herencia arqueológica, histórica y artística de México.

En los últimos años del siglo XX, la conciencia colectiva acerca de la conservación del patrimonio cultural se ha desarrollado quizá demasiado, pues hasta se ha puesto de moda (patrimonialitis). Es probable que esta actitud presagie la que, en el siglo XXI, se hará más fuerte en la defensa del medio y del patrimonio.

No estamos en el mejor momento para abordar una nueva legislación relativa al patrimonio cultural. Por eso, es recomendable aplicar la ley de 1972 (acaso reformarla) y no intentar crear polémicas y conflictos innecesarios. Nos movemos entre el nerviosismo y la banalidad (reflejo de los talibanes y Walt Disney). Hemos asistido al fin de la verticalidad del poder en México y es necesario construir una transversalidad (horizontalidad) que permita crear puentes y vínculos entre actitudes opuestas.

De ello, intentan dar ejemplo quienes han propuesto el rescate del centro histórico de la capital: miembros de la sociedad civil, el presidente Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador, jefe de Gobierno del Distrito Federal. Los tres se han asociado para intentar algo que nos une a todos los mexicanos, gracias a una visión valorativa que esperamos se imponga por encima de intereses de cualquier índole. Lo notable de la reunión de estos agentes sociales y políticos es que están anteponiendo sus intereses partidistas y personales en beneficio de un interés común: los valores que representa este conjunto monumental. De esa experiencia, puede y debe surgir la nueva manera de comprender el problema que estamos hablando, y participar activamente en el espectro temporal que se inicia en este siglo XXI.

Frente a los estertores y la agonía del siglo XX, tan obsesionado por lo novedoso y lo moderno, vemos surgir una actitud más integradora de pasado y futuro, que pueda dar lugar a un presente más plural y simultáneo. La herencia del patrimonio cultural nos ofrece puntos de orientación permanente, para hallar el mejor derrotero en cada momento. Resarcir los estragos heredados de la Modernidad será una tarea de la etapa que viene, una tarea para la que se hace necesario reflexionar de cuando en cuando.