Tiempo de lectura: 6 min.

Kierkegaard nunca pudo, desgraciadamente, liberarse de ese pesimismo luterano que le transmitió su padre y que ensombreció su existencia. Y cierto es que también en algunas de sus obras hay palpitaciones desesperadas, raptos de tinieblas y desilusiones. Tampoco pudo superar su amor por Regina Olsen, a la que siguió rindiendo fidelidad absoluta a pesar de haber decidido romper con ella. Sea por motivos personales o no, Kierkegaard hizo de la desesperación una categoría existencial importante, consciente de que saberse desesperado es la primera condición para dar el salto y traspasar el umbral de lo mundano.

Se debería proscribir, en este segundo centenario de su nacimiento, la apropiación académica de la filosofía kierkegaardiana. Porque más que intérpretes, se puede aludir a multitud de lectores de Kierkegaard, desde Unamuno a Steiner, desde Adorno a Dreyer, como pone de manifiesto un libro colectivo de próxima aparición en la colección electrónica de Neoxofía, El libro de Kierkegaard.

Se ha dicho de él que fue el primer existencialista, pero con seguridad el pensador danés habría eludido dicha etiqueta —en honor a la verdad, habría que decir que habría evitado tanto esa como cualquier otra—. Porque Kierkegaard nunca habría podido fundar una corriente filosófica, en la medida en que esa denominación hace referencia a una forma de pensar coetánea, implicada en un determinado contexto, y por ello mismo remisa a permanecer como verdad.

El existencialismo posterior nació como moda y por fuerza con fecha de caducidad, aunque algunos de sus temas e intuiciones se mantengan vigentes. Como hemos indicado, el pensador danés tendría reparos para autodenominarse existencialista en el sentido que otorga al término Sartre en la famosa conferencia que Heidegger replicó. Y no solo, como aparentemente se pudiera pensar, por las implicaciones ateas de su postura filosófica, sino más bien por una de las afirmaciones con que abre su explicación: «El existencialismo es una doctrina…» y justamente contra este tipo de especulación se dirigió Kierkegaard. Una doctrina es algo que se encuentra fijado, un catálogo pétreo de enunciados que, con mayor o menor rigor, se encuentran dispuestos ordenada y sistemáticamente. ¿Qué queda de la existencia, cabalmente del hombre, tras este ejercicio de abstracción?

UNA FILOSOFÍA COMPROMETIDA CON LA EXISTENCIA

La filosofía de Kierkegaard no expresa una nueva verdad, ni desconfía propiamente del hombre. Por el contrario, dio forma contemporánea al problema de la relevancia existencial del pensamiento, sin que ello implique incurrir, como ha ocurrido en ocasiones, en un reduccionismo ético. No es de extrañar su predilección por Sócrates ni su pasión por Jesús; ambos son pensadores en los que el espíritu se hace vida, que viven como piensan, sin retroceder ni comerciar con su verdad, sin rebajar su compromiso, sin sucumbir a la tentación de pensar cómo se vive. Pero ¿seguía siendo posible esto en las circunstancias del mundo moderno?

Hay aspectos sobre la filosofía de Kierkegaard que aún hoy no permanecen claros. Y no lo están porque, como se sabe, el pensador danés empleó la comunicación indirecta y utilizó una importante cantidad de pseudónimos para la publicación de sus obras. Sería no entender a Kierkegaard lamentarse de ello; es más, esta dificultad que el lector experimenta al enfrentarse a sus textos es lo que les aporta gran parte de su valor, incluso para el lector de hoy. Es, por decirlo así, la grandeza de su obra, lo que le convierte en un clásico.

Es sintomático que Kierkegaard utilizara su nombre, sin mediaciones, sin recurrir al brillante juego de pseudónimos, solo en sus discursos edificantes. No sería un atrevimiento admitir, pues, que llamarle predicador —predicador de un cristianismo auténtico— no hubiera supuesto para él ninguna deshonra, sobre todo si se tiene en cuenta que depuso la dogmática protestante, aliada a su juicio en un contubernio problemático y falaz con el idealismo. Predicador, pues, el jorobado de Copenhague, a veces ridículo y a veces sombrío, rescató la vida en su hondura no tanto filosófica como teológica.

¿UN NUEVO SÓCRATES?

Si tuviéramos que hacer, sometidos al rigor académico, un elenco de los temas más importantes de su obra, podría decirse que son los siguientes. Por un lado, la polémica entre modernos y antimodernos, entendiendo que el ataque al hegelianismo es mucho más que una animadversión al autor de la Fenomenología del espíritu; es, si se entiende bien, una forma de enmendar totalmente los presupuestos de la filosofía moderna, esa forma estéril de pensar, empeñada en la abstracción fría, en universalizaciones que dan la espalda al hombre. Una teoría independiente de la práctica cotidiana del ser humano, una filosofía ciertamente inhumana.

En ese contexto de idealismo y de pensar dialéctico, Kierkegaard irrumpe con la fuerza de un Sócrates contemporáneo, como un tábano obstinado en la perforación de nuestras seguridades más íntimas, las que plantean el sentido más sublime de la existencia. Advertir de que la vida es inconmensurable al pensamiento es recordar el estribillo filosófico que una modernidad demasiado egocéntrica había postergado. No significa que la verdad no exista, sino que aprehenderla exige su realización. Lo que el exceso dogmático del racionalismo había separado inexorablemente, vuelve ahora a ensamblarse en el esfuerzo existencial del individuo.

De otro lado, Kierkegaard puso de manifiesto la contradicción interna del pensar filosófico, una contradicción que ningún tipo idealista de razón puede superar a no ser que se arriesgue a subir cumbres cada vez más sofisticadas, pero al mismo tiempo menos verdaderas. Justamente es esto lo que, a juicio de Kierkegaard, empobrece el pensamiento hegeliano de la totalidad absoluta: su denodada obcecación por interrumpir la contradicción y paradoja de lo existente. La debilidad del hegelianismo, en toda su amplitud, tanto en sus repliegues como en sus anticipaciones, es su forma antifilosófica: prescinde de lo que hace atractivo el pensamiento en busca de la explicación total, de la posibilidad del escándalo, la irreductibilidad de lo paradójico. Kierkegaard mismo nos lo advierte: «La paradoja es la pasión del pensamiento y el pensador sin paradoja es como el amante sin pasión: un mediocre modelo».

LAS ESTAPAS EN EL CAMINO DE LA VIDA

La biografía de Kierkegaard no deja apenas lugar para la duda: su desarrollo vital conoció las diversas etapas que debe atravesar el individuo en su camino existencial. La distinción entre un estadio estético, otro ético y, por último, el religioso es uno de los aspectos más conocidos de su obra. Y la importancia de esta contribución excede el campo de lo personal, ya que se interpone como método: los pseudónimos, en los que nos habla Kierkegaard, sí, pero también los otros que contraen los diversos roles, caracterizan la individualidad cercada por el placer, en su caso, por el bien o dilatada en virtud de la fe. A la vez, estas exposiciones de las diversas fases de la trayectoria del hombre encuentran en sí mismas su propia negación o imposibilidad, su frustración.

Frente a la razón absoluta, cuya mirada propende a estigmatizar lo inconmensurable, a Kierkegaard le basta con la decisión, un impulso que obliga a remover nuestro apoltronamiento existencial. De ahí que el don Juan, que busca la satisfacción inmediata y que, por ello mismo, ha de abandonar el placer incluso antes de la satisfacción para buscar el siguiente, se decide a dar el salto e irrumpir en la universalidad del bien moral ético. El estadio ético de esa forma se convierte en un modo de perpetuarse en la generalidad de un yo anónimo que, como los demás, cumple con su deber de un modo kantiano y racional, institucionalizado. Pero no es, no puede ser, la última etapa vital del individuo; resta aquella en la que se rescata la altura ontológica de nuestra propia individualidad.

LA DISTANCIA ABSOLUTA O LA FE CRISTIANA

Hay expresiones de Kierkegaard que están llamadas a recordarse juntas: decisión, por ejemplo, tendría que conllevar «instante», en el sentido en que este es el punto de intersección entre historia y trascendencia; la fe debería comportar la alusión implícita a la paradoja absoluta, absoluta en la medida en que restaura la diferencia abisal entre criatura y Creador; la salvación está intrínsecamente relacionada con la desesperación consciente, que actúa como condición; la libertad existencial abre al individuo un infinito angustioso de posibilidades; hombre, al fin, significa también espíritu.

La fe kierkegaardiana no se arraiga en el intelecto, pero no por motivos antiescolásticos. No lo hace porque la paradoja del cristianismo es absoluta y, por tanto, no puede crecer en el campo racional abonado por el hegelianismo. Razón hegeliana y creencia cristiana se contraponen, ya que si Dios es lo «absolutamente diferente», se pregunta, «¿cómo podrá entenderlo la razón?». En este sentido, la relevancia del cristianismo es propiamente inimaginable. Permítaseme recordar un texto de Kierkegaard: «Es verdad que el hombre podía imaginarse en igualdad con Dios o en igualdad de Dios consigo mismo, pero podía concebir que Dios se imaginara en igualdad con el hombre». Es lo inconcebible de que lo Absoluto haya penetrado en la historia.

Por último, una de las contribuciones más importantes de Kierkegaard, a mi juicio, es aquella que subyace a su distinción entre el cristianismo y cristiandad. El cristianismo es, en esencia, el mensaje original; la cristiandad constituye casi una categoría sociológica, una extendida mentalidad que se ha acostumbrado al mensaje, lo ha burocratizado y que ha terminado comprometiéndose con él de una forma externa, mecánica. La cristiandad ha perdido su contacto con el escándalo que representa el cristianismo; se ha hecho tan cristiana, pero de una forma superficial, que no ha tenido más remedio que renunciar a la posibilidad de asombrarse y de aventurarse en la radicalidad que implica el seguimiento de Cristo.

Esa es, junto con la noción de existencia, la clave de bóveda de su pensamiento. Porque es el cristianismo lo que permite en Kierkegaard la recuperación del «uno mismo», una categoría adocenada en el tumulto secularizador de la sociedad burguesa; por eso, la salvación, que nos redime de la desesperación, posee también una elemento distorsionador, pues enfrenta al yo ante la permanente tarea de decidirse a sí mismo. Y hay que hacerlo en el instante, que compele al hombre a comprometerse con la fe o a eludirla, o a la una o a lo otro, sin medias tintas ni transacciones interesadas. Estos motivos son suficientes para mostrar la actualidad de Kierkegaard y la necesidad de leer y releer de nuevo su obra.


Foto: El boceto del filósofo realizado alrededor de 1840 por Neils Christian Kierkegaard se encuentra en la Royal Library of Denmark. El archivo, de Wikimedia Commons, se ha transformado con canva.

Profesor de Filosofía del Derecho. (Universidad Complutense de Madrid).