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No será éste un artículo informativo (ni tampoco formativo, claro). N o voy a citar nombres de escritores ni títulos de novelas (al menos por ahora, o mientras pueda). Voy a hablar de literatura escrita (otros, con malicia, dirían redactada o tecleada) por algunos jóvenes novelistas jóvenes. Antes, y sobre todo, voy a hablar de un color muy preciado (aunque no apreciable como los colores visibles): el local, que Jorge Luis Borges definió así: «El color local es el nombre que damos a la mínima diferencia que separa a una región o a una época de otra». Uno añadiría que también separa a unos escritos de otros. Y no mínimamente.

Entremos en materia, ayudados por un par de ejemplos no buscados al azar. Por el color local distinguimos un poblacho de la América profunda de un villorrio de la España negra. Y un café del Madrid de la bohemia, de una discoteca del Madrid de la movida. Sigo con colores, y con pintores. Digo pintores como podría decir escritores, y porque me conviene para ilustrar mejor esta tesis: como las épocas, los sitios y aun los hombres se definen por sus respectivos colores —los locales y los universales—, para novelar se necesita pintar adecuadamente. Dicho esto, no me queda más (remedio) que explicarlo.

Se puede pintar adecuadamente con pinceladas… o a brochazos. Un novelista, pues, puede escribir «casi» de cualquier manera: con total libertad, aunque, eso sí, con todas las limitaciones que a cada uno le imponen su talento y su cultura, y con todos los límites que cada uno se impone para describir adecuadamente unas épocas, unos sitios y unos hombres.

Quedémonos aquí y ahora. En unos años, estos noventa, en los que abundan los jóvenes escritores jóvenes (es decir, jóvenes de verdad, veinteañeros o recién treintañeros). En unos años en los que escasea el talento y la cultura, como siempre, eso sí, y en los que algunos se lanzan a novelar otras épocas, otros sitios y otros hombres. Algunos, pero no todos, porque muchos describen este lugar c o m o si fuese otro, y porque otros, los menos, ¿los buenos?, novelan esta época y este sitio.

LOS CHICOS MALOS

Bueno, vayamos por partes. Empecemos por los chicos malos, los malos de la película, justo los más cinéfilos y teleadictos —al menos en apariencia—: los más denostados y desprestigiados, pero también los más afamados. (O casi, porque algunos otros —no más de un par— apuntan tan alto que cosechan críticas elogiosas y además —¡encima!- venden.) Son tan famosos, estos malos, y tan malísimos, que se han convertido en unos mártires. Quienes padecen leyéndolos creen que tal suplicio libra de cualquier pecado, y se apresuran a lanzarles las primeras piedras. Y quienes se entretienen leyéndolos, lógico y normal, no les encuentran tan malos, y ven injusto que sean lapidados un día sí y otro también en los medios de comunicación y en los ambientes culturales, o «culturetas».

Estos chicos malos se asemejan a los daltónicos, pues confunden a menudo los colores locales de aquí con los de allende los mares. Y no, no han probado del » boom sudaca» más que unos cuantos sorbos ilustres, o en caso contrario tampoco se les han subido a la cabeza; es que se han bebido mucho cine, mucha tele, mucha música y mucha literatura yanqui. Y después, sumidos en una resaca quizá eterna, han enchufado el ordenador y se han tirado de la moto: han tecleado y tecleado, hasta quedar exhaustos (pero no han pasado de las doscientas páginas). Han escrito sus comeduras de tarro, se han mostrado tal y como son (y como muchos otros jóvenes se han reconocido): se han visto en la carretera, conduciendo (o viviendo) hacia ninguna parte y acompañados por muy poca cosa: algún colega, alguna canción, alguna botella… Y así, tan ligeros de equipaje, no han pretendido alumbrar historias complejas; no, no aspiran a parir la gran novela que explique este fin de siglo y parte del siguiente. Pero con sus escasas alforjas tienen más que de sobra para contar lo que les interesa. Para contar, en un par de páginas, una sensación, y en otro par, un recuerdo, y en otro, para darle vueltas a una idea, y así, poquito a poco, llegar al final del libro. Para hablar de amores, perplejidades y desventuras con tanta hondura (poca) y tanta soltura (mucha) como si encarasen a una muchedumbre con una guitarra y un micrófono. Así de líricos. Y para, página a página, a menudo buscando frases redondas, brillantes, armar un puzzle, un libro que algunos tacharán de inconsistente o intrascendente, pero que muchos —otros jóvenes, sus lectores- encontrarán más cercano y más vivo que la mayor parte de los «tochos» que han leído antes. Sin querer insultarlos ni menospreciarlos: intuyo que muchos de estos lectores pasan de la literatura desde los no tan lejanos tiempos en los que aprendieron a detestarla en las aulas y se han reconciliado con la literatura gracias a gente como Ray Loriga o Benjamín Prado. Han «conectado» con ellos. Al principio, atraídos quizá por el look de sus novelas (en la portada de Héroes, Loriga parece una estrella del rock, y en la portada de Raro aparece una estrella del rock: Kurt Cobain, el suicida de Nirvana). Luego, atrapados en unos mundos muy semejantes a los suyos, unos mundos que no saben de fronteras, donde queda tan lejos Puerto Hurraco como Waco, donde no encajan adjetivos como garbancero o carpetovetónico, donde otros colores apenas dejan ver el color local, porque está difuso.

LOS DESCRIPTORES

Y es que a esos chicos malos el color local les trae sin cuidado. Algo respetable. En cambio, a otros chicos (¿también malos? Según bastantes críticos, muy malos, malísimos), a otros jóvenes escritores jóvenes les importa bastante. Más que casi todo. Son descriptores. Escriben describiendo, describen escribiendo. Y son jóvenes, sí, y como tales escriben y describen, por eso se asemejan a los anteriores y hay quien los confunde. Es decir, hay quien mete en el mismo saco a Loriga y a Mañas (casi siempre para apedrearlos). Y no. José Ángel Mañas, y también Pedro Maestre, por citar a dos narradores amparados por el Nadal, quieren pintar la España de hoy con los colores que ellos ven. Colores nocturnos, sí, como los de la muy célebre Historias del Kronen, pero también diurnos, aunque nunca, o casi nunca, brillantes. Tampoco líricos. Colores más bien sombríos, toscos. Estos cuentan historias, con su argumento, con principio y final. Escriben novelas, saben que no son los primeros ni serán los últimos en hacerlas, y se someten al género. No innovan. Cuentan. Y si pueden ahorrar adjetivos, verbos, palabras, frases, páginas, capítulos, pues se los ahorran. Éstos tampoco suelen pasar de las doscientas páginas. Quieren ser precisos, concisos, directos, locales. Pero, como ya he dicho, se les confunde con los otros chicos malos, los líricos, los rockeros, los de colores difusos. ¿Por qué? Generalizar no cuesta. Yo mismo no hago más que generalizar.

LÚCIDOS Y LUCIDOS

Más. Otros. ¿Los chicos buenos? ¿Los que no van de jóvenes? Los estilistas. Los barrocos. Los que a menudo pasan de las doscientas páginas. Los que abominan de la brocha gorda. Los que saben Historia, además de muchas otras cosas, y encaran el pasado sin titubeos y se atreven a recrearlo. Son los menos, pero cada vez hay más. Juan Manuel de Prada es, para el gran público, el único. N o pretendía valerme de los nombres propios, pero para no dejar solo al autor de Las máscaras del héroe, voy a citar a Antonio Orejudo y Luis María Carrero, no por casualidad autores de la editorial Lengua de Trapo. En fin. Les he llamado barrocos, aunque quizá no lo sean (igual solo manejan más palabras). Les he dicho estilistas, cuando ¿quién no lo es? En fin, repito, estos jóvenes escritores jóvenes podrían no serlo. Sus libros no tienen edad, no parecen de jóvenes (los de los chicos malos, sí, a lo cual no hay nada que objetar). Sus libros tampoco parecen escritos solo para jóvenes, sino también para cualquier letraherido aficionado a las novelas bien escritas y bien armadas. Sus colores —algo añejos pero lucidos, y lúcidos— son ricos en matices, para nada planos. Éstos saben pintar. Y en cantidad y con calidad, creo, aunque aún no hayan mostrado todas sus dotes, aunque apenas retraten el presente (en algún relato o con algún guiño, sí). Tarde o temprano estos escritores novelarán el hoy, y no el ayer – s e diría que es inevitable-. Entonces, ¿con qué nos sorprenderán? N o sé. ¿Es que nos van a sorprender? Intuyo que sí, y para bien. Ojalá.

Predicciones aparte, entre ellos hay menos semejanzas que diferencias. Pero como habría que compararlos uno a uno para hallarlas, y esa tarea se me antoja inútil e e interminable, voy a decir que estos escritores comparten algún padre y alguna madre, alguna pincelada, cierto amor por las palabras, aunque en ningún caso mantengan relaciones fraternales. Lo mismo ocurre, debo reconocer, entre el resto de los jóvenes escritores jóvenes y, por supuesto, entre los escritores en general (aparte de los Goytisolo, las Bronté y cuatro más): el parentesco entre ellos es casual. La actitud y la aptitud de cualquier creador siempre es irrepetible, y también sus circunstancias. Hoy, ahora que las obras culturales de cualquier época, sitio y hombre son tan accesibles, el concepto de generación solo sirve para agrupar en torno a una edad, no a unos presupuestos éticos o estéticos.

ALÉRGICOS A LAS ETIQUETAS

Y ya puestos a reconocer, reconozco que me hubiese gustado proclamar: estamos ante una nueva generación del 98. Pero no. Estamos ante escritores, ante muchos escritores de edad similar pero de muy diversa condición. Inclasificables, alérgicos a las etiquetas. Como Belén Gopegui, Pedro Ugarte y Blanca Riestra, no por casualidad escritores que han publicado en la editorial Anagrama, que se hallan distantes de las tres tendencias que he apuntado (y cuyos muy personales colores bien merecen una lectura). Como Antonio Alamo, que tan naturalmente han narrado las sorprendentes rutinas de joven español en Londres (y que es uno de los pocos que cultiva el teatro). Como Juan Bonilla, quizá el que apunta más alto (con permiso de Juan Manuel de Prada), quizá el que dispone de la paleta más rica en colores y más moderna (o sea, más adecuada para pintar los tiempos que vienen). Digo y repito quizá porque concluyo reconociendo que no he leído a todos los jóvenes escritores jóvenes. Son muchos. Demasiados?