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Las listas de libros más vendidos de medio mundo están situando en estos días La Infancia de Jesús en el número uno. Decenas y decenas de miles de ejemplares se están vendiendo en todos los formatos e idiomas, aún antes de que Joseph Ratzinger anunciara la inusitada decisión de renunciar al pontificado para convertirse en papa emérito, lo que añade tal vez un plus de atractiva novedad para comprar la obra, aunque la verdad es que los otros dos tomos de la vida de Jesús, publicados precedentemente, también habían conocido récords de ventas.

Sea como sea, quiero llamar la atención sobre el hecho de que, concluidos los tres tomos de este Jesús de Nazaret, nos encontramos ante una obra excepcional, por su autor, por sus lectores, por su texto.

EL AUTOR

En cuanto al autor, hay dos en uno: aparece con doble denominación, la del teólogo y la del papa. No es necesario recordar que los papas, al acceder a la silla de Pedro, tradicionalmente se abstenían de sustentar posiciones teológicas todavía en discusión y se autoimponían anunciar solamente la doctrina dogmática o, al menos, la común. Ratzinger, antes de ser elegido papa, había concebido escribir esta obra, llena de cuestiones opinables, tal vez en la placidez de un retiro como jubilado que nunca le llegó y como corolario imprescindible de toda una vida dedicada a la investigación teológica. ¿Cómo no concurrir con su voz a la serie de obras fascinantes que presentaban a Jesús de Nazaret a partir de los evangelios y que fueron ya lecturas de su infancia? Y, en efecto, concurre, señalando expresamente que, aunque el autor sea en ese momento el papa Benedicto XVI, la responsabilidad de lo escrito es exclusivamente del particular Joseph Ratzinger: «por eso, cualquiera es libre de contradecirme» (I, p. 20).

Y así emprende un objetivo en el que tiene sumo interés: componer un acercamiento propio a Jesús que parta de lo que quisieron decir quienes escribieron los textos que hablan de él, pero sin descuidar el vínculo que guardan esas palabras con su interpretación en el marco de la Fe. Quienes alejan el Cristo histórico hasta una nebulosa, cuya relación con la lectura que nos propone el Cristo de la fe es cuando menos inconcreta, dejan verdaderamente sin sustento al Cristo de la fe (convertido casi en un fantasma). Hay autores que, partiendo de que todo lo milagroso es imposible, tienen que aducir complicadísimas e inverosímiles explicaciones para textos que acaso simplemente cuentan, con la sencillez propia del testigo, un hecho excepcional. En este punto aparece Ratzinger, agradecido a los adelantos que nos ofrecen hoy la crítica histórica, el conocimiento de los géneros y la historia de las formas, pero sin los prejuicios que en ciertos autores vuelven incompatibles con el conocimiento de la fe hallazgos que son en sí mismos plausibles.

El autor es un apasionado de la verdad y esa condición le aleja de todo integrismo y de toda veleidad. Al iniciar el segundo volumen leemos que «es para mí un motivo de alegría que el libro haya ganado en este tiempo (…) un hermano ecuménico en la voluminosa obra Jesus (2008) del teólogo protestante Joachim Ringleben en el que [con todas las lógicas diferencias] se observa la profunda unidad en la comprensión esencial de la persona de Jesús y de su mensaje» (II, p. 5).

Uno no puede menos que recordar con una sonrisa la experiencia adolescente de la complicada burocracia, no exenta de sentido, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo, a la que había que acudir en la capellanía universitaria para que se te permitiera leer sin pecado un autor protestante. Y, desde luego, resultan hilarantes, muchos años después (¿2005?), sensu contrario, las furibundas diatribas de un Vargas Llosa en el diario La Nación de Buenos Aires con las que combatía contra el Ratzinger fabricado por toda laya de plumíferos semiilustrados que hablaban de oídas acerca del Presidente del Santo Oficio (antigua Inquisición). (Por cierto, que últimamente he visto con agrado cómo el premio Nobel ha leído algo de Ratzinger y ha manifestado en la prensa opiniones acordes con su reconocida sensatez y con la realidad de los hechos).

Un libro excepcional, pues, por su autor, un hombre apasionado por la verdad y un hombre de fe. Porque es un hombre apasionado por la verdad no se envisca en temores de posibles falsas interpretaciones (Veritas liberabitvos, Jn. VIII, 32): atiende a lo que dicen los demás y afirma las razones de su propia posición. Porque es un hombre de fe, no teme que de la ciencia le venga ninguna confusión (qui autem timet non est perfectus in charitate.I Jn. IV, 18).

LOS LECTORES

Tratándose de la semblanza del fundador del cristianismo no sería de extrañar que cientos de miles de personas compren en todo el mundo este Jesús de Nazaret de Ratzinger. Pero ¿tiene Ratzinger tantos miles de lectores? ¿Tantos pueden saborear la aproximación sencilla y sabia a una semblanza de Jesús en este mundo que algunos señalan como enfermo de superficialidad?

Una anécdota ocurrida a propósito de La infancia de Jesús, el folleto (como lo denomina su autor) que se añadea los otros dos volúmenes y ha aparecido el último, puedearrojar luz.

Cualquiera que haya leído los Evangelios sabe lo que dice el evangelio de la infancia, que relata S. Lucas: «Y sucedió que mientras ellos estaban allí [en Belén], se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc. II, 6-7). Ratzinger constata que, aunque el lugar es un comedero de animales, el texto no habla en este caso de animales concretos. ¿Para qué quieres más? Son innumerables los «informadores» (creyentes, incrédulos y a medio camino) que han comentado por todos los medios de información esta «escandalosa» novedad. Quienes tienen como todo saber adquirido la iconografía infantil que han visto repetidas en los belenes, christmas y puestos de figuritas no pueden dar crédito a la afirmación contra la que muchos (yo los he oído) se rebelaron sin hacer el «ciclópeo» esfuerzo de leer la línea que le confirmaría que las cosas son así. Menos mal que la sabiduría del autor al que increpan viene en su auxilio, reflexionando sobre cómo se ha podido llegar a esa iconografía. «La meditación, guiada por la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí […] se ha remitido a IsaíasI, 3: “El buey conoce su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende” […] aparecen por tanto los dos animales como una representación de la humanidad, de por sí desprovista de entendimiento, pero que ante el Niño, ante la humilde aparición de Dios en el establo, llega al conocimiento y, en la pobreza de este nacimiento, recibe la epifanía, que ahora enseña a todos a ver. La iconografía cristiana ha captado ya muy pronto este motivo. Ninguna representación del nacimiento renunciará al buey y al asno» (III, pp. 76-77).

La obra de Ratzinger reclama un lector ilustrado, pero tengo para mí que entre los compradores de esta obra de éxito editorial de difícil parangón se suman grupos heterogéneos. En los no ilustrados, están ciertos grupos de católicos piadosos divididos en dos: los que no entienden la obra, aunque no saben que no la entienden (en todo caso, sabe que les anima a ser buenos), grupo que es legión, y los que no entienden la obra y abandonan su lectura, dando gracias a Dios por tener un papa sabio. Muchos otros no ilustrados, más o menos cercanos a la cultura católica, se acercan a la novedad y comentan, como hemos recordado, su discrepancia a propósito de la falta de ciertas figuritas folclóricas.

Un mínimo de ilustración permite, en cambio, seguir de la mano de Ratzinger, asintiendo o disintiendo, la semblanza de Jesús de Nazaret que presenta, detalle a detalle, con solvencia y maestría, el gran creyente católico que es. Algún filósofo ha dicho que sin él los ateos se quedarían sin interlocutor.

LA OBRA

La reflexión que se nos presenta acompaña la vida de Jesús durante todo el arco de su vida pública: desde el Bautismo a la Transfiguración (tomo I) y desde la entrada a Jerusalén hasta la Resurrección (tomo II). Se complementa con un tomo más breve dedicado a los relatos de infancia.

Es cierto que el lector prevenido puede intentar colaborar, matizando este o aquel punto. Un ejemplo. «En el saludo del ángel llama la atención el que no dirija a María el acostumbrado saludo judío, shalom —la paz esté contigo—; sino que usa la fórmula griega chaíre […],pero en este punto conviene comprender el verdadero significado de la palabra chaíre:¡Alégrate! Con este saludo del ángel —podríamos decir— comienza el sentido propio del Nuevo Testamento. La misma palabra reaparece en la noche Santa en labios del ángel (…)». No estoy seguro de que esto sea así. Las fórmulas de saludo son modismos que se construyen con los mimbres de la cultura de un momento, pero luego se desgastan hasta dejar de significar, reducidos tan solo a la función fática de mantener un contacto solidario con los interlocutores. No sé cómo ha llegado chaíre al texto de Lucas, pero sí cómo lo ha hecho Dios tesalve, María a la versión en español de la oración mariana por antonomasia. En una cierta cultura cristiana de los siglos XVI y XVII se mantenía la cercanía con el saludo de tenor sobrenatural Dios te salve por más que quien lo profería decía poco más de hola. Pasada esa costumbre cristiana, ha quedado como reliquia en el Ave Maria y, como ya no suena a saludo, el fiel medio repite algo que no sabe muy bien qué significa, pues desea que Dios salve a la salvada por antonomasia, la Inmaculada Concepción, in caelum assumpta. Mejor lo han hecho los francófonos que traducen Je vous salue Marie. En fin, nada malo pasará mientras los castellanoparlantes lleguemos hasta Hola, María, llena de gracia… que nos aclare lo que estamos diciendo a la par que lo decimos. Como sigue teniendo toda la razón Ratzinger al afirmar que muchos de los elementos del anuncio del nacimiento del Hijo de Dios están transidos de un sentimiento de alegría, incluso si chaíreno tiene nada que ver en la cuestión.

Jesús de Nazaret presenta como pocas obras de su género la figura de un ser histórico bien identificado, nacido en tiempos de César Augusto, siendo gobernador de Siria Cirino, y ajusticiado con sentencia de cruz, siendo gobernador Poncio Pilatos. Un hombre en quien el que se acerca puede descubrir la plenitud de Dios corporalmente (Col. II, 9) y, así, siendo verdadero hombre y verdadero Dios, recibir de él garantías sobre la existencia del Creador de todo lo visible y lo invisible, de que los seres humanos estamos llamados a una misteriosa vida más allá de la muerte, de que los Mandamientos de la Ley de Dios y el Espíritu de las Bienaventuranzas son los senderos de la felicidad, de que la comunidad de los creyente (Iglesia) es, a pesar de los pesares, el hogar donde tales consuelos pueden ser alcanzados y difundidos.

Terminada ya la obra, será bueno integrarla en un solo tomo (serían más de quinientas páginas apretadas) que se uniría a los otros dos libros de Ratzinger que completan, para mí, un imprescindible vademécum de la pretensión cristiana en los orígenes de siglo XXI. Se trata de Introducciónal Cristianismo (1968) y Dios y el mundo (2000). Una trilogía obligada a partir de aquí.

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Universidad y Profesor de Investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid).