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controlfuturo_img_0.jpgEntre ese «especialista en generalidades» que con cierta guasa decía Ferrater Mora de sí mismo y de los filósofos, y el artesano de extrema especialización y corto enfoque, hay una cierta distancia que muchos intentan salvar constituyéndose en puente. Jaron Lanier puede que sea desconocido para muchos, pero resulta ser uno de los tecnogurús de mayor graduación del mundo, inventor de la mitad de los programas y las aplicaciones que todos manejamos en la actualidad, así como de la expresión «realidad virtual» (que ya quisieran muchos haber inventado). Es decir, un súper artesano de su arte, un «tecnólogo», como dice de él mismo. Y también quiere ser ese puente. Lo cual es muy loable, porque propone un encuentro que los del otro extremo casi siempre desdeñan, satisfechos con sus tizas y los ácaros de los legajos. ¿Pero qué sería de la filosofía de la mente si no hubiera leído una primera vez aquel artículo de neurociencia? ¿O de la teoría del conocimiento? Igualmente podemos (y probablemente debemos) preguntarnos: ¿qué será de la filosofía política si se limita a los Maquiavelo, Tocqueville o Constant de siempre, o a los equivalentes que el gusto personal aconseje? ¿Qué podrá decirnos acerca de nuestra sociedad si ignora casi todo desde Sartori para aquí, y no incorpora como mínimo una mirada a realidades tan desconcertantes como insoslayables, como son la hiperconectividad, las decisiones en red, la instantaneidad informativa… y, por ejemplo, el hecho de que ya no son los terratenientes acaudalados de Nueva Jersey los que controlan las decisiones colectivas, sino, probablemente, las compañías telefónicas con sus monstruosos servidores casi clandestinos, por los que pasa toda esa información económica, política y personal?

El título del libro sugiere prospectiva, evidentemente; y sugiere también política, quizá eso que antes se llamaba filosofía social, y hasta puede que algo de intriga tecnocientífica. Probablemente tiene un poco de cada cosa (de prospectiva, menos). Pero el que busque los comienzos de una nueva filosofía política que incorpora los nuevos usos e instrumentos de operatividad mostrada, por ejemplo, en la Primavera Árabe, se verá defraudado. El mejor tecnoartesano vuela hacia la teoría pero al poco de despegar, en cada ocasión, descubrimos que tiene una pata atada a su ordenador, y con una cadena más bien corta. Echamos de menos a cada párrafo la continuación de la idea de cascadas de información de Sartori, y su pérdida de gradiente, y la conversión de informado en informador, y… no. A cada paso, Lanier parece que por fin va a llegar a ese territorio, o a cualquier otro similar, pero siempre, sin excepción, se queda posado en su teclado.

No habría problema con ello, naturalmente, si no fuera porque él afirma que habita en las estratosferas de la teoría. Una sospecha se abre paso muy pronto en la lectura, en cuanto ha mencionado por tercera o cuarta vez una cosa que llama «Europa» o «los europeos», y que recuerda a aquellos antiguos debates universitarios norteamericanos en los que una de las conclusiones inevitables era que esa cosa llamada «los europeos» eran liantes simplemente dados a la sofistería: el autor sabe de lo suyo probablemente el que más, pero no sabe de mucho más. Por ser más precisos: puede que el libro sea perfectamente válido para gentes de Empresariales o incluso de banca, porque Lanier reduce todo al dinero, a la ganancia, a las oportunidades de beneficios, al pago, al cobro y a la libre empresa. La tesis central de la obra es, ni más ni menos, la siguiente: Internet, y todas las empresas que viven en su órbita (es decir: casi todas las empresas del mundo) están obteniendo permanentemente información acerca de nosotros, y obtienen beneficios de esa información; y eso está mal tal como se hace hasta ahora, porque no nos pagan por esa información, cuando habría mil modos de organizar ese pago, de modo que el espionaje de nuestros emails, o simplemente de qué periódicos leemos, ahora pueda convertirse en santo porque se haga a cambio de un dinero (ínfimo, claro, pero ¡dinero!)

Hay que hacer un esfuerzo para comprender cómo Lanier, probablemente una de las personas más informadas del mundo, cree que el resto del mundo está organizado igual que Estados Unidos. Por lo menos en Europa, de momento, no tenemos que negociar el seguro dental cuando aspiramos a un trabajo, ni tenemos que reducir la venta de armas; ni estudiar en la universidad, por lo menos de momento, te deja endeudado de por vida. No celebramos el thanksgiving ni se nos abren las carnes por tener un dni: la observación no es banal, porque el autor basa en esto y en cosas parecidas sus vaticinios acerca del futuro del mundo en general. Si se salvan estos tropiezos, la lectura puede ser de interés para quien se ha fabricado el proyecto de prosperar a costa de leer nuestros correos o de interrumpirnos la lectura de un diario en Internet con publicidad de camisetas. Sí, un cierto aroma a trivialidad recorre las páginas del libro, quizá de esquematismo muy de pragmáticos antisofisterías, y desde luego viene a la mente aquella palabra tan académica: reduccionismo. Hasta la genética es, para el autor, nada más que una rama de la informática (página 148). ¿Cree el artesano que todo es su artesanía? Frecuentemente. ¿Es tan apolítico como continuamente afirma que es? Evidentemente, no.

Rafael Rodríguez Tapia