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A pesar de no tratarse de un libro fácil, la lectura de esta obra escrita conjuntamente por Dreyfus y Taylor no debería dejar indiferente. Trata de una cuestión que se encuentra en el núcleo de problemáticas actuales de gran calado y, con independencia de la abstracción a la que se eleva el discurso de estos autores, lo cierto es que revisar la teoría del conocimiento y —no dar por supuesto el abandono de la verdad que, por el flanco posmoderno, parece apremiarnos— debe ser apuntado como mérito en el abultado haber de ambos. Taylor es conocido; su defensa del comunitarismo y su lectura de la génesis del yo moderno han tenido y siguen teniendo una indudable repercusión. Menos conocido —y, tal vez por esa misma razón, más interesante— se presenta Dreyfus: este experto en Heidegger ha intentado elaborar una fenomenología del ser humano encarnado y, con bastante antelación, advirtió de los efectos de las nuevas tecnologías.

Ambos autores deciden embarcarse en la crítica del concepto representacionalista de conocimiento partiendo, justamente, de su enorme difusión y aceptación. Así, a su juicio, el marco inaugurado por la filosofía moderna no determinó tanto la apertura de nuestra mente como la reentrada en una nueva caverna: las corrientes modernas pueden de este modo ser interpretadas como respuestas a los inconvenientes y aporías a las que conduce la idea de que nuestro conocimiento es una copia, más o menos fiable, del entorno que nos llega gracias a los sentidos.

No es descabellado afirmar que hay, en efecto, un cierto dualismo en la filosofía moderna y también contemporánea, pues con frecuencia se orilla la imbricación entre lo corporal y lo anímico. Por otro lado, tanto las explicaciones cartesianas como empiristas no consiguen dar cuenta de todo lo que está implicado en el proceso cognitivo, ni de que para recibir el influjo del medio uno ya ha de estar, con anterioridad, situado en él. La expresión «afrontamiento absorbido», que hace referencia a esa interacción entre el individuo y el entorno que no está mediada conceptualmente, serviría a juicio de los autores para reivindicar cierta connaturalidad entre el trato del hombre con el mundo y la constitución de sentido.

Estos dos filósofos tienen la intención de rebatir con firmeza todos los planteamientos que, de algún modo, simplifican el conocimiento. Es esta tendencia a la simplificación lo que, según ellos, procede de Descartes y mantiene en cautividad al pensamiento filosófico. El mediacionalismo —la tesis según la cual el conocimiento representa la realidad a través de nuestras ideas— está presente tanto explícita como implícitamente en muchas propuestas filosóficas e incluso en aquellas que se perciben a sí mismas como superadoras de la misma. Al proponer una perspectiva holística, que no circunscribe el proceso cognitivo a una mera función mental o cerebral, pueden llegar a hablar de «comprensión encarnada» para referirse a la situación en la que hombre y mundo interseccionan. En el debate sobre las neurociencias es interesante la perspectiva que aportan estos autores, ya que permite denunciar como reduccionistas los intentos por explicar el cerebro como una mera operación neurofísica.

Pero ¿cómo recuperar, al fin y al cabo, una gnoseología realista? Estos autores no están empeñados en reivindicar una escuela de pensamiento concreta, sino en defender que, de alguna u otra manera, no puede soslayarse ni restar importancia al hecho de que el hombre tiene la capacidad corporalizada de acceder a lo real y que el mundo se aprehende como una realidad independiente de nuestro conocimiento. Sus principales interlocutores son tanto el naturalismo cientificista, que mantiene una concepción aún mediacionalista y que abstrae la condición corporalizada del ser humano, alimentando esos fugaces sueños nacidos de la inteligencia artificial, y, de otro lado, el relativismo de Rorty, que culturaliza en demasía el saber y elimina la correspondencia de saber y realidad. Es el realismo encarnado de Dreyfus y Taylor el que permite entender que el acceso del hombre a lo real se realiza en multitud de planos diferentes y que existe una combinación de reciprocidad y espontaneidad irreductible en el proceso de conocimiento.

El realismo así descrito aparece como la posibilidad filosófica más coherente con la existencia de la ciencia, pues en realidad para que la investigación racional del hombre sobre el universo tenga sentido es menester suponer que nuestro saber menta intencionalmente una realidad que es independiente de nosotros. De otro modo, estaríamos condenados a un mundo subjetivo y el hombre no tendría medio alguno de enlazar con esa realidad que, antes de captarla intelectualmente, ya está como donada a su corporalidad.

A pesar de ser un libro de exquisita filosofía, gracias a los ejemplos y la facilidad argumentativa de los autores puede seguirse cómodamente el transcurso de las discusiones especializadas que plantean. Tanto Dreyfus como Taylor amplían antropológicamente la teoría del conocimiento, ya que en lugar de plantear sus críticas y aportaciones como especificaciones de una determinada gnoseología, parten de la situación del «ser en el mundo», de su enraizamiento corporalizado, como instancia originaria. Siguiendo a otros autores, sostienen que, antes incluso de que se pueda llevar a cabo un proceso de objetivación, el ser humano pre-comprende su ubicación. Surge en esos encuentros encarnados entre hombre y mundo un trasfondo que acompaña, dando sentido, a todas las posteriores formas de saber.

Ahora bien, ¿implica la aceptación del realismo, es decir, la afirmación de que hay una realidad independiente al sujeto, con el que este está en contacto, suscribir un punto de vista dogmático? A juicio de Dreyfus y Taylor, no, en absoluto. Por eso, insisten en calificar su realismo de «pluralista», pues es justamente a partir de la complejidad en que se produce el encuentro del hombre con lo real —lo que rebate el esquema simplista adoptado por el mediacionalismo— lo que posibilita también la comunicación con otras culturas y otros puntos de vista. La enseñanza que se puede extraer de ello es que la capacidad de comprensión del hombre es mucho más rica y profunda de lo que la gnoseología moderna y contemporánea ha supuesto. Partiendo de la pluralidad de perspectivas, y de la imposibilidad de esa óptica de tercera persona que exige el saber imparcial, reconocen en última instancia un camino para cierta unificación, pero sin ser demasiado optimistas al respecto.

En definitiva, podemos decir que se trata de un ensayo profundo pero útil para el lector que quiera hacerse una idea de los caminos que ha tomado la filosofía en los últimos decenios. La introducción, a cargo del propio traductor, ilustra muy bien la importancia de este ensayo escrito a cuatro manos. El libro prueba que muchos de los problemas sociales y políticos a los que hoy nos enfrentamos exigen una reflexión filosófica: la integración del diferente, la posibilidad de entender y comprender a quien no comparte nuestra propia cultura, son temas de discusión filosófica que un libro como este está llamado a esclarecer en alguna medida.

Alberto Crespo

Profesor de Filosofía