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Al comienzo de Mantícora, la segunda parte de la extraordinaria Trilogía de Deptford de Robertson Davies, la doctora Von Haller, fiel seguidora de Carl Jung, cita al dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen: «Vivir es batallar con los trasgos en las criptas del corazón y el cerebro. Escribir es, en cambio, sentarse y juzgarse a uno mismo».

Por su parte nuestro barroco Baltasar Gracián nos instaba a aprender a ser diligentes e inteligentes, glosando así su aserto: «El hombre inteligente ejecuta con rapidez lo que pensó con calma. La prisa es pasión de necios, pues, como no saben dedicar tiempo a pensar antes, obran sin reparo y yerran. Los sabios, al contrario, suelen pecar de ser lentos, que del mucho cuidado nace la observación descubridora de detalles. Tampoco has de ser demasiado lento, porque una decisión puede perder eficacia debido a haberla tomado demasiado tarde. La acción a tiempo es madre de la dicha».

A lo largo de toda su obra Gracián buscó dotar al lector de las habilidades y los recursos necesarios que le permitieran desenvolverse con éxito en la vida. Al escribir sus trescientos aforismos su objetivo no fue otro que ofrecer un conjunto de normas para triunfar en una sociedad compleja y en crisis como era la del Barroco.

Tanto la cita de Ibsen como el aforismo de Gracián podrían ser suscritos hoy por José Antonio Marina (La inteligencia ejecutiva, Ariel, 2012), Chris Anderson (Makers, Crown Business, 2012) e incluso por la Unión Europea (Estrategia Europa 2020). En su último libro, Marina ha tratado precisamente de esbozar una teoría de la inteligencia ejecutiva como aquella que batalla continuamente con nuestro corazón y con nuestro cerebro, dirigiendo bien el comportamiento, eligiendo las metas, aprovechando la información y regulando las emociones. Una inteligencia encargada, según Marina, de coordinar tanto la inteligencia cognitiva de Jean Piaget como la emocional de Daniel Goleman, de dirigir bien nuestro comportamiento y de orientar nuestras acciones. Una inteligencia de la creación, del emprendimiento y de la producción. Una inteligencia orientada a la resolución de problemas y a convertirnos, en definitiva, en diligentes y oportunos «hacedores», tal como nos aconsejaba Gracián. Tal como pronostica Chris Anderson. Tal como necesita la Unión Europea.

Desde esta perspectiva, la función principal de la inteligencia no sería conocer sino dirigir bien la acción. Y en consecuencia, la educación no debería estar enfocada solo a la adquisición de conocimientos sino, sobre todo, a potenciar nuestras habilidades ejecutivas y a reforzar nuestra autonomía (John Dewey). No vivimos, por tanto, para conocer (a pesar de su innegable atractivo) sino que aprendemos para vivir de la mejor manera posible. Algo que en las últimas décadas viene sonando con insistencia en los ámbitos formales e informales de la educación (Drucker, Hutchins y Husén). La complejidad del mundo en el que vivimos, su velocidad de cambio, la incertidumbre sistémica que se ha instalado y que experimentamos, hace más necesario que nunca poner el acento más en los procesos, en el desarrollo de capacidades y en la adquisición de competencias y menos en qué se aprende. O dicho de otra manera, no es tanto una cuestión de aprender para saber como de aprender a aprender o, mejor, de aprender a vivir (Fauré, Unesco, 1972). Y de hacerlo en un escenario incierto y cambiante. De aprender en la incertidumbre y de aprender a vivir en la incertidumbre.

La tarea que tenemos entre manos no es solo la de educar la inteligencia cognitiva, ni siquiera la de ocuparse de la inteligencia emocional, sino la de ocuparnos y educar correctamente nuestra inteligencia ejecutiva. No atender a esta última aumenta nuestra vulnerabilidad y disminuye nuestra capacidad de tomar decisiones y de mantener el esfuerzo. Si nuestro objetivo, como sociedad y como individuos, es potenciar nuestra capacidad para resolver problemas, aprovechando la información y aprendiendo de la experiencia, entonces lo que tenemos que hacer, afirma Marina, es cultivar esta inteligencia ejecutiva. La receta parece fácil (excesivamente fácil dirán algunos) y para lograrlo nos propone un esquema sencillo en el que la inteligencia estaría organizada en dos niveles. En el primero, el de la inteligencia generadora o computacional, encontraríamos las ideas, los sentimientos, los deseos y los impulsos; en el segundo, el de la inteligencia ejecutiva, estarían los mecanismos que se ocupan de controlar, dirigir, corregir, iniciar o apagar todas esas operaciones del primer nivel.

Es nuestra capacidad de interacción social, la acción compartida con otros y sobre todo el lenguaje (Alexander Luria y Lev Vygotski) lo que nos permitió en su momento internalizar conductas externas para controlar nuestra propia conducta y hacernos dueños de nosotros mismos. Este es, según Marina, el mecanismo clave que nos habilita para fomentar la inteligencia y ser capaces de elegir bien y de realizar nuestras metas. Es el mecanismo que nos permite convertir las posibilidades (o sea, ideas) en realidades.

De cómo convertir ideas en realidades se ha ocupado en su último libro Chris Anderson, editor jefe de la revista Wiredy padre de uno de los conceptos más populares de la nueva economía digital: The long tail o la larga cola (la suma de muchas pequeñas ventas de muchos productos puede igualar al mercado de masas). En Makers, Anderson pronostica la aparición de un nuevo movimiento económico y social, de una nueva cultura y de una nueva tribu, la de los makers, que traerá consigo «el surgimiento de un reino de poder íntimo y personal», «del poder del individuo para dirigir su educación, encontrar su inspiración, moldear su entorno, y compartir su aventura con quien sea que esté interesado» (Stewart Brand, The Whole Earth Catalog). La tesis de Anderson, como el sistema de Marina, es de aparente sencillez. Su maestría (igual que la de Marina) para narrar convierte lo que podría ser un difícil camino de obstáculos en una suave autovía. Leer a Anderson como leer a Marina requiere que activemos nuestro espíritu más crítico. Si los últimos diez años, sostiene Anderson, han sido los de la irrupción y la democratización de nuevas formas de innovación, creación, producción, comunicación y trabajo colectivo provocados por la red y por lo digital, los próximos diez serán los de su aplicación al mundo real, al mundo de los átomos. Argumenta que en los próximos años veremos cómo el movimiento maker apoyado en la cultura digital y en tecnologías como el diseño digital, la impresión 3D y los nuevos sistemas de microfinanciación como el crowdfunding, transformará nuestra manera de producir y manufacturar objetos, desafiando la producción en masa y jugando un papel protagonista en la economía del futuro. La gran transformación a la que nos enfrentamos no será tanto la de la forma de hacer las cosas, matiza Anderson, sino la de quién las hace. La revolución que nos anticipa no es una cuestión de herramientas, ni siquiera de tecnología. Es la de la democratización y la accesibilidad a una nueva tecnología. Es el encuentro entre tecnología, fabricación, comunidades y necesidades. Es la unión entre oferta y demanda atendiendo no a las lógicas del mercado de masas sino a las necesidades de pequeñas comunidades. Estamos, afirma con el optimismo digital que le caracteriza, en disposición de invertir el proceso de desindustrialización que se ha apoderado de los países occidentales en las últimas décadas. No con una vuelta a las grandes fábricas decimonónicas pobladas de ejércitos de trabajadores, sino creando una nueva economía de la manufactura, del pequeño taller, de la industria artesanal. Una forma de hacer cosas imbuida de cultura digital: de abajo-arriba, distribuida y emprendedora. Una cultura basada en el DIY (Do It Yourself) y en el Aprender haciendo (learning by doing) que el filósofo Dewey forjó como lema para su modelo de Escuela. Un futuro no dominado por la estandarización y las economías de escala sino por la personalización y las pequeñas tiradas. Un futuro en el que podamos manufacturar localmente y distribuir globalmente.

Si hay algo que parece preocupar por igual a ciudadanos, gobiernos, empresas y agentes sociales son las cifras alarmantes de paro juvenil. Si algo tienen en común Marina, Anderson y la estrategia política de la Unión Europea es la preocupación por nuestra capacidad para dirigir y producir. Numerosos informes recientes parecen coincidir en señalar como paradójica la situación que estamos viviendo. Un escenario de altísimas tasas de desempleo juvenil por un lado y de escasez de trabajadores con las cualificaciones demandadas por otro. Tan relevante es el tema que la Unión Europea dentro de su plan estratégico (Europa 2020) ha establecido como prioritarias las acciones encaminadas a habilitar a las personas mediante la adquisición de nuevas cualificaciones (New Skills for New Jobs). Su objetivo, asegurar su sostenibilidad y un crecimiento inteligente, sostenible e integrador. Habilidades que nos permitan adaptarnos a las condiciones cambiantes del entorno y nos aseguren las competencias necesarias para un aprendizaje permanente.

Marina, Anderson y la Unión Europea apelan a nuestra capacidad de resolver problemas como nuestro principal elemento diferenciador. El primero señalando nuestra responsabilidad colectiva a la hora de fortalecer esta capacidad que, en contra de nuestra intuición, no es innata sino que tenemos que desarrollar y conducir fortaleciendo nuestra inteligencia ejecutiva. El segundo, apelando a una reconquista como individuos y como sociedad de los medios de producción y esbozando el surgimiento de una nueva ciudadanía autónoma y emprendedora. La tercera, estableciendo los marcos institucionales que nos permitan alinear oferta y demanda y asegurar la posibilidad de adquirir y desarrollar permanentemente nuevas cualificaciones, competencias y habilidades.

A diferencia de otros momentos, hoy vivimos inmersos en la que quizá sea la transformación más profunda experimentada en los últimos siglos. Hoy han cobrado una importancia creciente conceptos como el «aprender haciendo» (learning by doing) y el aprendizaje basado en la experiencia (experiential learning) de Dewey y Piaget. Los empleos del futuro tendrán que ver sobre todo con la producción, la distribución y la transformación de conocimiento (y para Anderson, también con el diseño y producción de bienes tangibles). No se trata por tanto de poseer una formación para desempeñar una actividad específica como de ser capaces de atender las necesidades constantes de reciclaje.

Si aceptamos que el aprendizaje ya no es una cuestión solo de accesibilidad al conocimiento, ni una cuestión exclusiva de asimilación de contenidos, entonces de lo que se trata es de ser capaces de asimilar valores y procesos, de adquirir habilidades y competencias como el trabajo colaborativo y en equipo, la gestión del tiempo, la capacidad de buscar, filtrar y priorizar información.

El éxito académico en la era digital, señala Lynn Meltzer en La inteligencia ejecutiva, «está cada vez más ligado con el dominio de procesos tales como el planteamiento de metas, la planificación, la organización, la flexibilidad, la gestión de la información y la autosupervisión. Es decir, en los procesos ejecutivos». De nosotros depende, afirman Marina y Anderson (e implícitamente la Unión Europea), que seamos capaces de enfrentar con éxito el futuro que llega. De reclamar nuestra especificidad como especie que hace y resuelve (homo faber). Bienvenidos a la edad de la inteligencia ejecutiva. Bienvenidos a un nuevo orden basado en nuestra capacidad individual para hacer y en la necesidad de vivir en comunidad y trabajar en red. Bienvenidos a la economía de la «larga cola de las cosas». Bienvenidos al futuro. Pero, ojo, no olviden nunca su espíritu crítico.

Universidad Internacional de la Rioja ( UNIR)