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La polémica acerca de si la esencia precede o no a la existencia y viceversa —que pelotea entre las figuras de Heidegger y Sartre, y sus añadidas significaciones políticas—, resulta insufrible, por no decir estúpida, además de inútil, entre poetas: en su raíz se sitúa la riña tabernaria de los últimos años entre adeptos a la esencia o la experiencia, al conocimiento o la literalidad anecdótica. Si el poeta es «el que mira» (Gide, Le traite du Narcisse, 1893) y el que nombra, aquél que «intenta reintegrar el tiempo humano en el tiempo sin tiempo» (Jacobo Muñoz, ponencia en El Escorial, julio de 1999), ese poeta aquí y ahora es Jaime Siles (Valencia, 1951) quien con sus Himnos tardíos, tiene la valentía de cerrar su fin de siglo poético, dando vida a esa conclusión.

Alegra que ese poeta sea uno de los protagonistas — Nueve Novísimos (Castellet, Barral, 1970) — de una de las sanísimas reacciones juveniles —al menos la más aireada—, frente a los vicios generados por la utilización de la poesía como arma de combate, por las diversas sectas literarias nacidas del enfrentamiento del año 36. Y alegra especialmente que sea uno de ellos quien realice ahora mismo esa tarea imprescindible y clarificadora, en un momento en que todo invita a hacer resúmenes y listas al rescoldo de reavivadas sectas, y muy poco a sacar conclusiones útiles para seguir caminando más allá del siglo que se apaga: quiero creer que ésta es una de las circunstancias que ha movido a los jurados del Premio Generación del 27, a otorgarlo a Himnos tardíos en su primera edición, zanjando de paso la falsa polémica entre poetas al coronar al homo viator (G. Marcel) que se hace usando el verbo —la esencia—, al caminar cantando —conociendo, en suma— su experiencia vital.

El recorrido intelectual (catedrático de Latín en la Universidad de Valencia y de Letras Hispánicas en la de Saint-Gall, Suiza) y poético, a través de los libros escritos y los premios obtenidos con ellos por Jaime Siles, puede servir de interesante soporte al lector que quiera comprobar por sí mismo lo manifestado en estas líneas. Su libro Canón, que recibió el premio «Ocnos» en 1973, representa la preocupación primordial por conocer e interpretar la Génesis de la Luz (1969), cuyo conocimiento utilizará más adelante para tratar de situarla en el mejor ángulo posible, estableciendo el punto de fuga necesario para calibrar los ritmos donde se ilumina y fragua la creación literaria:

La luz es un ave que se quema,
que se inflama encendida, que se
nace
del carcaj de la noche, saeta en la
distancia
traspasando los anquilosados
nervios de lo oscuro.

    Después de transitar «por la poesía pura—informa el diario El País citando a la agencia Efe (28.6.99, pag. 39) al dar noticia del libro—, intelectual, minimalista como en Música del agua (Premio de la Crítica 1983) y posmoderna como en Semáforos, semáforos (Premio Loewe 1989), Siles siente que tiene que desnudar la palabra y en Himnos tardíos, desconfía del lenguaje y afirma que no está el poema en la oscuridad del lenguaje, sino en la de la vida».

    En la misma información citada, el propio poeta justifica también el título elegido del siguiente modo: «responde al aspecto más descarnado del recorrido vital que he querido contar y para ello he utilizado la elegía de verso libre como soporte. Pero no la elegía como nosotros la entendemos, sino la que está a medio camino entre la germánica y la latina, que para mí sería el himno, que no es precisamente la canción, sino una especie de desolación de la quimera, para expresarme en términos de Cernuda».

    Nos adentramos en Himnos tardíos, no sin advertir que la necesaria sobriedad de la información periodística antes leída puede hacernos caer en una trampa. Cuando el poeta afirma —por cierto, en algunos de los mejores versos del libro— que «no está el poema en las oscuridades del lenguaje, sino en las de la vida», acierta al denunciar la práctica de algunos clérigos del mester, que emplean un lenguaje voluntariamente oscuro queriendo pasar por hondos.

    Siles habla de «desnudar» el lenguaje, no de «oscurecerlo», pues su hondura la encuentra el poeta en la investigación de todos los significados que aun el más humilde significante encierra. Será colocándolos —una vez más— bajo la mejor luz, para mejor ver con claridad, donde el buen juglar alcanzará la naturalidad expresiva de la lengua para hallar el poema entre las «oscuridades de la vida». Y en este sentido daría lo mismo que el poeta invocara épicamente la proximidad de un taxi para correr hacia la amada, que el fulgor del rayo para fundirse en la llama amorosa.

    Al margen de las tendencias, la última poesía de Siles, apartada voluntariamente de los temas y la forma habituales del autor, pero no amputada de su tradición, sorprende sobre todo por lo inhabitual del tono elegiaco —asociado voluntariamente al dolor cernudiano, gemido formalmente en La Desolación de la Quimera—, en nuestra literatura última, excepción hecha quizás del gran poeta malagueño José Infante.

    Pero Jaime Siles no se halla en una selva oscura – aunque El grito de Edward Munch presida la cubierta del libro—, sino que ve muy nítidamente el hasta ahora presentido resplandor del claro del bosque, al hallarse «nel mezzo del cammín». De otro modo, sorprendería que pidiera perdón al «lector, por lo que escribo, por lo que he escrito y lo que escribiré», sabiendo así mismo a través de su voz que:

    Otoño es el lenguaje del yo hacia
    su pérdida,
    donde no caen las hojas sino el
    ser del pensar.
    Ya no quedan conceptos sino
    cosas.
    Ya no queda sino el desnudo sol
    y este tosco vivir a la intemperie,
    mientras por el espejo de la
    mente pasan
    imágenes de uno cada vez más
    borrosas
    y una idea de todo cada vez más
    fugaz.

      En esta misma claridad mental estriba el interés y la valentía que yo he sentido filtrarse tras la emoción con que están escritos los Himnos tardíos. El poeta se enfrenta a todas las dudas formales y existenciales que aquejan a todo escritor sincero que quiere poner en claro quién es él entre otros hombres, qué es el en el tiempo, qué cosa pueda ser su propio arte como razón válida para aproximarse a conocer algo de todo ello y cómo se construye y comunica la metáfora de la vida, que permanecerá ignorada hasta que él la ponga en claro sobre el papel, bien diferenciada de las siempre inertes cosas.

      Quiero recordar en este momento una inteligente reseña del último Steiner, escrita en estas mismas páginas (Nueva Revista, nº61, Febrero, 1999) por Enrique Andrés Ruiz, en la que el crítico nos comunica que ningún verdadero judío debe aceptar un territorio propio, un genius loci, una figuración del tiempo, del espacio de Dios, y su misión es la de vagar eternamente, la de errar, la de convertir su vida en una inacabable errata. Su Templo destruido se ha convertido en Libro. Su Dios no se ha encarnado en un hombre, sino en un Libro: «Es en este sentido, nos dice Andrés Ruiz, en el que Steiner no puede ser un humanista, un literati». El Siles cristiano, cuyo Dios sí se ha encarnado en un hombre a través de la palabra, puede clamar por el significado, por la afirmación de la vida, por la humanidad: la zarza no es tautología. La poesía se halla en un tertium quid, territorio intermedio, iluminado por el fulgor que viaja hacia el sentido, y en el que sólo parecemos extraviados: y escribimos, por ello, libros, continuamente, intentando conocer, nombrando, nombrando.

      Pero el Siles filólogo salvará de nuevo al Siles poeta, cuando la diritta vía parezca, sólo parezca, smarrita, ya perdida: «Lo que debo al latín son muchas cosas. / Para empezar, mi sensación de lengua,/ tan diferente a la ilusión del habla, / y la idea que todo lenguaje es —y es sólo— un acto de pensar/…/ que construye, sobre sonidos puros, / la arquitectura de una identidad». En pocos versos podría darse una aproximación más exacta a lo que es —o debería ser para algunos de nosotros— la poesía: quizá añadir ese «total olvido de sí cuando se escucha lo que ni tan siquiera se sabía estar aguardando», como diría Zambrano y podría firmar Teresa de Jesús.

      Porque tras darnos cuenta de su recorrido, Siles que conoce bien los versos de Brodsky en Gorbunov y Gorchakov: «De ahora en adelante, / y como siempre después de una vida sucede, / comienza la eternidad», sabe que la eternidad, el tiempo sin tiempo, empieza siempre en el presente: allí donde se halla la libertad del poeta, que no es solamente quien concibe y escribe materialmente la poesía, y quien hace contingente el tiempo, y además medido, y habitable, sino también quien la lee y la recibe:

      En esa nada pura
      donde vive el poema
      estar como de tránsito,
      de viaje, de fiesta, de visita.
      Estar como de paso
      como se está en el yo.
      Vivir en el poema
      el otro lado del poema.
      Vivir la vida del poema
      en el continuo tránsito del yo.

        El poeta ha llegado ya al lugar que presentía: detrás de la luz aparente —del otro lado—, está la verdadera iniciación, y a ella se llega como al Grial, o la Flor Azul que evocaba magistralmente Novalis o nuestro Luis Alberto de Cuenca en Por fuertes y fronteras, matando primero a varios dragones, volando o caminando sobre las aguas. Pero, ¿en qué? ¿En taxi, barco, a caballo, en tren AVE o patinete? ¿Acodados a la barra de un pub, en la habitación de hotel de sábanas húmedas y olorosas a luna recién resuelta? ¿En las enloquecidas carreras de moto cruzándose a ruleta rusa, repletas las seseras de polvo blanco? ¿En el también blanco escritorio monacal inundado de luz, o en la discoteca rapera, atronada de dramas, ojeras y pobreza?

        Todos corren la carrera, conscientes o alienados: los poetas, desde que existen —siempre— han probado todas las vías, desde el peyote a la oración. Solamente llegan quienes, empuñando el signo, tienen los ojos claros, el corazón sincero, y no les asusta volar ni caminar sobre ascuas. Y viven para contarlo.

        MIGUEL VEYRAT

        Poeta y periodista