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Los seguidores de Miguel d’Ors siempre esperamos impacientes cada nueva entrega de su producción poética. Desde La imagen de su cara (1994) nos íbamos encontrando poemas inéditos, que formarían parte del nuevo libro (todavía Hacia otra voz más pura) en revistas y antologías. Conocí la última de estas píldoras, concretamente la «Oda a la tarde del 31 de diciembre », en las páginas de la revista Gulnara que dirige, y muy bien, José Manuel Abad Liñán. «No sé, / pero algo tienes tú que ver conmigo, / tarde del 31 de diciembre, / retal del año que le sobra a todo el mundo». Aquello fue como quedarse con la miel en los labios, ¿cuándo llegaría el atracón, los otros 30, 40, 50 poemas que acompañarían a aquella oda, frugal aperitivo que, lejos de matarme el gusanillo, me había despertado un hambre feroz de buenos versos?

La espera no fue larga. Hacia otra luz más pura llegaba a mis manos —y también a mis ojos, a mi corazón y mi cerebro- un par de semanas más tarde. Ahí estaba el Miguel d’Ors de siempre, el que nos asombra con su maestría técnica, nos estremece con su desencanto, nos atrapa con sus hallazgos y nos cautiva con su visión del mundo. Y debemos rendirnos, desde luego, ante esa visión del mundo que entreteje de forma admirable la grandeza del Naranco o el Mulhacén con la miseria de las albas ciudadanas o los domingos lluviosos. Este poeta es como esas plantas del interior y exterior (una cosa que siempre me ha parecido curiosísima),lo mismo puede escribir a lomos de una bicicleta, echando el bote por empinados caminos, que confortable y decimonónicamente sentado en su estudio, rodeado de libros y fetiches familiares. Y qué maravillosos poemas construye en cualquier hábitat, esos poemas que les parecen fáciles a quienes no han intentado hacerlos, esos poemas que esconden toda la dificultad de la sencillez y que, como ya apuntó José Luis García Martín, «son fáciles de leer, pero no de escribir>.

Hay que congratularse de que se pueda ser un excelente poeta siendo cosas tan poco extravagantes como gallego, funcionario, padre de familia numerosa, habitante de una ciudad de provincias, amante de la naturaleza católico. Debemos alegrarnos de encontrar entre las páginas de Hacia otra luz más pura a la mujer y los hijos de d’Ors, a sus amigos, sus maestros, sus alumnas (no sabemos qué pasa con los alumnos) ya Dios. Y además, si el lector, que no lo creo, se cansara de tanta normalidad, de tanta actualidad y de tanta cotidianeidad, no tiene más que leer poemas como «Mis aventuras de Jeremiah Johnson (o de la doble vida de los dos d’Ors)» con un admirable parlamento que para sí habría querido el mismo John Ford: « […] y usted, doctor, olvide la botella/ y meta la cabeza en un cubo de agua:/ va a trabajar muy duro esta mañana [ … ] ¿le han herido?, / nada, sólo un rasguño, señorita,/ mientras la vista se te nubla./ Y caes desfallecido en su regazo».

El tiempo que huye, la improbable –y, sin embargo –  real- existencia de la felicidad, la multitud de posibilidades que mueren ante cada elección, el yo y el otro y los otros, los objetos que acaban siendo nuestra vida> la infancia> el amor, los libros y hasta las facturas vertebran este libro, nos salen al paso como viejos conocidos, nos hacen esbozar una sonrisa o nos ponen un nudo en la garganta. Nos guían, en fin, a través de los versos y las páginas como por una de esas «carreteritas campesinas flanqueadas por a lineaciones de grandes árboles con faja cuyas ramas se abrazan por el aire, formando un grandísimo túnel de frescura y pájaros», tomando una cita de la Nota del Autor que cierra el volumen.

Compartiendo rasgos esenciales, como el humor, el desencanto o los finales sorprendentes con algunos compañeros de generación (pensemos en Víctor Botas, Jon Juaristi o Javier Salvago), y con ese sello de artesano personalísimo e inconfundible, Miguel d’Ors es uno de los nombres imprescindibles de la poesía de este último tercio de siglo. Con fichajes como éste, la Poesía está de enhorabuena.

Licenciada en Ciencias de la Información