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En el Ateneo de Madrid acaba de crearse la cátedra Jorge Santayana «para reivindicar la figura de un filósofo de origen español, nacido en Madrid en 1863, que fue profesor en Harvard y cuyo nombre y obra permanecen entre nosotros en el olvido» (ABC, 14 de febrero de 1996, página 55). Este hecho se inscribe en un movimiento generalizado de alcance mucho mayor, por el que la filosofía pragmatista norteamericana está volviendo a ocupar el centro de la escena en la discusión contemporánea. En la última década, quizá como una consecuencia más del fracaso del cientismo reduccionista del Círculo de Viena y del desvanecimiento de la utopía marxista, asistimos a un llamativo resurgimiento del pragmatismo en los más diversos estratos de nuestra cultura. Hoy día, como ha señalado vigorosamente Richard Bernstein, se descubre no sin cierta sorpresa que muchos de los problemas que afligen más gravemente a nuestra cultura fueron afrontados, hace casi un siglo, con singular penetración y en muchos casos con notable acierto por los pragmatistas clásicos norteamericanos. Sus figuras claves son seis: Charles S. Peirce (1839-1914), William James (1842-1910), Josiah Royce (1855-1916), George Santayana (1863-1952), John Dewey (1859- 1952) y George Herbert Mead (1863-1931).

El cuarto representante de esta ilustre serie había nacido en Madrid el 16 de diciembre de 1863, hijo de Agustín Ruiz de Santayana, antiguo funcionario colonial en Filipinas, y de Josefina Sturgis, de familia bostoniana. George se crió en Madrid y en Ávila hasta los ocho años, pero en 1872 su padre decidió enviarlo a Boston para que se educara allí con su madre, pues Josefina había regresado a finales de 1869 a los Estados Unidos con los tres hijos de su primer matrimonio.

Santayana estudiaría en Harvard, donde sería alumno – y posteriormente colega- de James y Royce. Durante veintitrés años se dedicó en Harvard a la enseñanza de filosofía. En 1912, poco después de morir su madre, solicitó su retiro anticipado de la docencia para dedicarse a viajar y a escribir en Europa. Fija primero su residencia en Londres y luego se traslada a Oxford. Durante los veranos suele visitar Ávila, donde viven su hermana Susana y la familia de su padre. En 1920 se instala a vivir en Roma. Allí vive solo, en un aislamiento casi completo, interrumpido solamente por alguna conferencia o colaboración ocasional a la que no podía negarse. Durante años se aloja en el Hotel Bristol. En 1939, a causa de un ataque repentino, es ingresado en la Clinica della Piccola Compagna di María, que se encuentra en la Via de Santo Stefano in Rotondo, cerca de San Juan de Letrán. Santayana tenía entonces 77 años. Quizá se dio cuenta en aquella circunstancia de la necesidad de un lugar afectuoso en el que se le cuidara y pidió quedarse allí de modo estable. Las Blue Nuns, las «monjas azules» norteamericanas que atendían el hospital, accedieron a su petición, habilitaron una habitación con un pequeño estudio, algo separada de las dependencias hospitalarias, y asignaron su cuidado a una de ellas. En esta habitación, Santayana -como ha descrito Izuzquiza- mantendrá una intensa correspondencia y una disciplinada vida de trabajo, mientras revisa algunas de sus obras más importantes. Allí transcurrirán los últimos trece años de su vida, hasta su muerte a la edad de ochenta y nueve, el 25 de septiembre de 1952.

Es en este lugar donde, el 18 de noviembre de 1946, recibe la visita de Eugenio d’Ors, que había acudido a Roma al Congreso Internacional de Filosofía, que se celebraba por primera vez después de la Guerra Mundial. Eugenio d’Ors, con su peculiar estilo literario, lleno de detalles preciosos, refleja con emoción en sus glosas de prensa la profunda sintonía que ha creído advertir en su visita. Se trata, en efecto, de una singular fraternidad entre los dos filósofos, enraizada tanto en la innegable estirpe pragmatista de sus ideas, como en su íntima independencia y en su personal marginación de las formas académicas de la filosofía. Ya en 1917 d’Ors había escrito admirativamente sobre Santayana en su Glosario, pero no es hasta esta ocasión, treinta años después, cuando los dos pensadores se encuentran personalmente. Sin duda hay muchos rasgos que los separan, pero la permanente atención de ambos a la expresión estética en sus múltiples formas y a la religión católica como fuente vital de cultura, y quizá sobre todo su común expatriación intelectual, dan cabal razón de aquella notable afinidad.

La publicación de las glosas que siguen ha sido posible gracias a la gentileza de los herederos de Eugenio d’Ors, y son un anticipo del volumen en preparación que reunirá las glosas de sus últimos años, hasta ahora dispersas en los archivos de los periódicos y las revistas que originalmente las publicaron.

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Filósofos y profesores
6 de diciembre de 1946

No fui yo el primero en advertirlo. Alguien, cuando un intermedio y en los corredores, me hizo atinar.

—Fíjese Ud. en la catadura profesional que va tomando la filosofía contemporánea, tal como la muestran sus más visibles representaciones en el Congreso. ¿Quién, aunque la edad y otras circunstancias den razón a su ausencia, ostentaría hoy con más autoridad el primado en la filosofía de Italia, que Benedetto Croce? Su magisterio perdura; su influencia lo llena todo; está su nombre en boca de todos… Pues, Benedetto Croce no es un profesor de filosofía. Y, ¿a quién destacó, entre los franceses, la fama universal, como conductores de un pensamiento, quién, a tal título, está brillando aquí? Gabriel Mareei, con las audacias del joven existencialismo. Julien Benda, con las resistencias del viejo racionalismo: ni uno ni otro lanza su doctrina ex cathedra. También se encuentra entre nosotros en espíritu Maurice Blondel, cuya actividad filosófica ha tenido, en el curso de una larga vida, sólo dos momentos: uno, antes de ser catedrático; otro, cuando ya no lo es. ¿No significa algo, por otra parte, el hecho de que, desde el pasado, hayan venido a acaparar buena parte de nuestras tareas Leibniz, un no-profesor, Marx, otro no-profesor? En cuanto a Santayana…

A Santayana, le había visitado yo la víspera, en su hospital. La referencia a esta visita merece capítulo aparte. Hoy sólo traeré un extremo de la conversación, que toca al asunto de la profesionalidad filosófica.

—En la actualidad vivo contento, me declaró el glorioso anciano. Hace veinte años, que vivo contento. Antes, no lo estaba. Me veía obligado a arrastrar conmigo un papel, que era una ficción, que me pesaba, como si me hiciesen violencia. Quiero decir, el papel de profesor de filosofía. Pero, yo no soy profesor de filosofía, yo soy filósofo. Por necesidad de ganarme la vida, enseñaba en las Universidades de América. Contrataba con ellas mi trabajo, por un número de años de enseñanza. Al fin, pude liberarme de todo esto. Ahora vivo en paz con mi sentir…

Yo pensé en un Sócrates, que se hubiese visto obligado a ejercer de sofista, durante años y años.

—La confusión entre el filósofo y el profesor de filosofía, le dije a Santayana, nos viene del pedantismo romántico alemán, que, durante mucho tiempo, hasta a los pintores o a los cómicos ha querido titular de doctores y profesores… Pero, de Alemania también, nos viene la autorización al discernimiento. Nadie con más rigor, y hasta con más acritud que Schopenhauer, ha insistido en que no era igual ser profesor de filosofía que filósofo. En la asimetría de su relieve, pero en el resplandor de su vivacidad, los ojos del filósofo norteamericano se encendieron aquí. Como de malicia y como de sorpresa.

—Le confesaré que Schopenhauer ha sido el maestro que más ha influido en mí… Hará unos veinte años que no le leo, pero sigo pensando en él a cada instante.

Hará unos seis meses, un agente de policía portugués, al examinar, en el tren, los pasaportes, aprovechó el momento de mi identificación para decirme que él también tenía afición a la filosofía y que su maestro era Schopenhauer.

Otro a quien, en los manuales de mi tiempo, se discutía la calidad de filósofo, por no ser profesor de filosofía. Y porque «Parerga y Paralipómena» tiene mucha gracia.

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Santayana
7 de diciembre de 1946

Un hospital, que aquí diríamos clínica, a orillas del Tíber y entre cipreses y pinares. Aquí, a los ochenta y seis años de nacido en Avila, me habla de su muerte con serenidad el hombre más solo del mundo, un hombre que es un filósofo, Jorge Santayana.

Curioso paralelo. Este, a quien cabría llamar, por varias razones -entre otras, la de su oficial ciudadanía-, el decano de los filósofos españoles, es, como generación, el contemporáneo de Unamuno, que, por un tiempo, usufructuó su antonomasia. No he conocido a nadie tan teatral como Unamuno. No he conocido a nadie tan secreto como Santayana

Más curioso aún. La espectacularidad de uno de esos proceres se vertía precisamente en monólogos. La eventual confidencia del otro se repliega entre las espiras de un estilo coloquial, de un estilo de diálogo… Cuadra a lo primero la denominación de cinismo. Cabría proponer para lo segundo, la de angelismo. Si un can se exhibe, hasta para engendrar, un Angel se oculta, hasta para acompañarnos.

Durante muchos, muchos años de su vida, Santayana ha estado viniendo a España casi anualmente, sin que le viera nadie, sin que le conociera nadie. Se iba a visitar en Avila a su hermana, vivía con ella y jamás de él llegó a nosotros palabra ni imagen, texto literario ni gacetilla. Cuando, tras de mucho tiempo de esperarlo, nos fue dable al fin echarnos a los ojos algún retrato suyo, pareció que éstos no concordaban. Ahora, en el Congreso de Filosofía de Roma, esperábamos su encuentro con impaciente curiosidad. Mandó su comunicación y no vino. De no impedírselo la enfermedad, hubiese venido sin duda: su angélica reserva es simplicidad, no cálculo. Porque esta angelicidad no la trae un artificio. «Qui veut faire l’ange, fait la bete», decía Pascal. Pero Santayana no es que quiera hacer el Angel. Se lo encuentra hecho.

Yo a él le encontré, en lo físico, un parecido muy grande con mi querido compañero de Academia D. Félix de Llanos Torriglia. Después de toda una vida de producción filosófica y literaria en lengua inglesa, el español de Santayana es perfecto. Más bien ahora, tras de veinte años de residencia en Italia, se corre el español de sus conversaciones más al italiano que al inglés.

—Mi pasaporte, me dice, está siempre expedido por el Consulado de España en Roma.

Y añade:

—Siempre he tenido mucho empeño en conservar esta calidad de español. Ya que, por razones de tan fatal fuerza no me ha sido posible dar mi obra a España, quiero darle mi persona.

Sin nota alguna pintoresca, por otra parte. Sin relentes de etnografía ni de casticidad. Como el Falla de las últimas obras, y no como el Falla de alguna de las primeras.

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Seguimos con Santayana
8 de diciembre de 1946

El inconveniente, en filosofía, de los no-profesores… Pero, antes, déjeseme aludir, aunque parezca ajeno al asunto, a un detalle gracioso de la organización de la Academia de Bellas Artes de San Fernando; en la cual, según precepto que el tránsito entre el Setecientos y el Novecientos ha convertido en paradoja, se da el nombre de «profesores» a los académicos que practican profesionalmente la pintura, la arquitectura, la escultura o la música; de «no-profesores» a los otros, que son cabalmente aquellos a quien universidades y escuelas llaman hoy profesores. Con lo cual suele ocurrir que en las sesiones hablen, sobre todo, estos últimos; mientras que los profesores, a pesar de su profesorado, se callan.

En filosofía, también, según hemos visto, los más habituales en el uso de la palabra y más sonados, parecen ser ahora los no-profesores. Pero tienen, según íbamos a decir, una desventaja. Que su lección, para entendida, debe entresacarse… Todos sabíamos, en Roma, que Gabriel Mareei era un campeón del existencialismo; pero, a la vez, todos esperábamos – y necesitábamos-, que esta su doctrina, él, de auténtica fuente, nos la resumiera. Análogamente, con el pensamiento de Julien Benda: con la diferencia de que éste, no sólo no llegó a resumirlo, sino que exacerbó su ultranza.»En esa fidelidad al viejo racionalismo, le dije, podría Vd., Benda, repetir el verso famoso de la tragedia: «Et, s’il n’en reste qu’un, je serai celui-là». «Ya estamos en esto, convino él. Ya no queda más que un racionalista, y soy yo…»

Por lo que toca a Santayana, él ni se resume ni se corrige. Hace poco tiempo, alguien se acercó a su hospital para una conversación sobre temas religiosos.

—»Hace veinte años, zanjó Santayana, ya dije, sobre religión, cuanto tenía que decir»… ¿Y sobre lo demás? Sobre lo demás, va añadiendo, de cuando en cuando, pequeños toques a una obra, que, en apariencia, no es sistemática. El tema, ahora, de predilección, se cifra en lo autobiográfico. Santayana termina por donde los existencialistas, como antes los socráticos, empiezan: por el conocimiento -casi mejor, por el postulado- del yo. Los primeros, demasiado impacientemente, inclusive, del «Cogito, ergo sum», se saltan a la torera el «cogito». Santayana, en cambio, sólo empieza a trazar su propia figura en el aire, cuando ha trazado ya muchas figuras. Desde la del Dante, hasta -frente a frente-, la de los puritanos.

Con voto del autor a favor del Dante y contra los puritanos. Como yo, en mi Valle de Josafat -donde también he intentado el dibujar cien figuras, antes de pararme en la mía-, votaba por La Fontaine contra Víctor Hugo. Y los dos lo hacemos bajo la misma inspiración. La del espíritu figurativo. La del espíritu que no sopla donde quiere; sino, cabal, en los aptos cañones de una flauta.

La de un alma naturalmente católica, que también las hay -según Aranguren demostrará pronto-. Un español, que, en un hospital de la Villa Eterna, y tras de una vida gloriosa de filósofo americano, de escritor inglés, habla serenamente de la propia muerte, goza de un alma así. Y por esto me dijo: «todo el mal nos viene de la Reforma. Si el Renacimiento no hubiese tropezado con ella y hubiese podido seguir sus propios cauces, ahora estaríamos bien«.

Cuando, en tempestuosa noche romana, yo subía a San Stefano in Rotando, uníanse a mi emoción mil temores. A la vuelta, la que a la de respeto acompañaba, era, -¿cómo decirlo?-, de fraternidad.

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Son gustos
20 de abril de 1947

A cierto nivel de mi lectura de las memorias del filósofo George Santayana, encuentro la confesión que sigue:

«Yo tenía un resentimiento contra el tío James. En primer lugar no me gustaba; el mundo se divide claramente para mí en personas que me gustan y personas que no me gustan. La filosofía y la caridad me moverían a corregir ese capricho. Teóricamente, no me baso en él. Subsiste, sin embargo, en mis sentimientos íntimos. Y no es del todo arbitrario. Las personas que no me gustan deben de disgustarme por alguna razón: ofenden a algún ideal genuino que llevo dentro. Porque a mí no me gustan o me disgustan las personas interesadamente; sino de una manera totalmente desinteresada, artística, erótica; el que armonicen o no, con mi impulso psíquico, tiene por lo tanto importancia. Al fin y al cabo, hombre soy. Probablemente y en lo fundamental, lo que me gusta o me disgusta es, en principio, lo que gustaría o disgustara a cualquier hombre honrado y juicioso».

Muy bien. Ahora, en mi caso, lo que me interesaba averiguar es si, en Roma, cuando la velada del lunes, 18 del último noviembre, festividad de la Dedicación de la Basílica de San Pedro, yo le gusté o no le gusté a George Santayana.

A mí, él, por su parte, me gustó muchísimo. Sus ochenta y dos años debieron oscuramente de parecerme muy adecuados a mi propia medida; así como su manera de ser tranquilo en la independencia y mimado en la austeridad. Porque me figuro que los dos aborrecemos lo mismo tanto a la libertad salvaje como a la servidumbre mecanizada. Y que nos molesta igualmente, a un cabo, la indiscreción y, al cabo opuesto, el abandono.

Por lo menos, en la distinción, también contenida en las citadas memorias entre lo cordial y lo amable, no cabe estar más conforme. Enseña Santayana que la cordialidad consiste en ser amable por principio y sin ningún motivo especial; mientras que la verdadera amabilidad presupone discernimiento, tacto, sensibilidad para lo que otros sienten y desean realmente. «Ser cordial es como alborotarle el pelo a un hombre para alegrarle o como besar a un niño que no pide que lo besen».

Tampoco, ni por pienso, me ha pedido Santayana esta glosa. Espero, con todo, que él, si llega a conocerla, juzgue su intención amable; y en manera alguna, cordial.

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En la muerte de Santayana
5 de octubre de 1952

—¿Y usted me cuenta como católico?, me preguntó aquella noche Jorge Santayana. (Me había recibido a las nueve postmeridie, cual si estuviéramos en Madrid; cosa inusitada en el convento).

—Sí, le contesté. Lo mismo que a Miguel Ángel.

Momentos después era yo quien le interrogaba.

—¿Y usted se siente español?

—Sí, fue su respuesta. Lo mismo que Cristóbal Colón.

(…) De Cristóbal Colón, evocado por Santayana, si ha acabado por saberse cuya fue la patria, empezó por no saberse cuya fue la tierra. Hay quien ha opinado -yo, para no ir más lejos- que ésta su tierra fue el mar. Igual importa que se tratara de Génova, que de Mallorca, que de Tortosa. Y, hasta, si me apuran, que de Galicia. No tenía Colón necesidad de ser español por algo, al objeto de ser español para algo.

Tampoco en el caso de nuestro amado extinto en Santo Stefano in Rotondo tiene ningún interés el sacar a relucir la calle Ancha de San Bernardo. En la calle Ancha de San Bernardo pudo mecerse la cuna de Jorge Santayana; pero también estar, tal vez entre un buey y un asno (sin referirse para nada a Don Nicolás Salmerón) el Portal de Belén del Krausismo. Una cosa compensa la otra. Y estaba de Dios, por ventura, el que esta resurrección del pensamiento figurativo, en virtud de la cual ha podido enlazarse la filosofía con el culto a las imágenes, se madurase un día en Boston, jardín del puritanismo sabio, que ningún helenismo pudo contagiar.

Y ésta sí que era una empresa universal, digna de España, con raíces en la vida popular de España y, a la vez, en su alta especulación. Ningún obstáculo hubiera impedido que los libros de Santayana hubieran estado ilustrados con esquemas, como los de Raimundo Lulio. Ni que el católico de Harvard hubiese marchado, a compás de procesión, en la Semana Santa de Sevilla. «Mírale, por dónde viene…» Acaso España tarde en volver de su asombro, cuando vea por dónde le viene la restauración de un pensar por imágenes. De las ideas, en la concreción de sus formas. Aquello que se traduce en la creencia y podría también traducirse en la ciencia. La filosofía del artista, que era correligionario de Miguel Ángel.

Y, para decirlo todo, escultor. Y, para precisar más todavía, autor de un «paso»… Mírale por dónde viene otra vez. Viene por el aire, azul tierno, de Andalucía, que es como el aire, azul tierno, de su maestra, Roma. El aire que más le sienta a las imágenes, como el que menos le sienta es el del enemigo, natural de Roma y de Andalucía, el Islam. Mírale por dónde viene. Este «paso», es un libro. Ha sido el más vigorosamente sincero del autor. Se llama La idea de Cristo en los Evangelios.

Profesor de Filosofía en la UNAV. Director del Grupo de Estudios Peirceranos