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La publicación de España invertebrada sobreviene cuando, doblado ya el cabo del annus horribilis de 1917, el sistema político de la Restauración, organizado por la Constitución de 1876, da sus últimas boqueadas. Ese año detonan sobre una España exangüe la huelga general convocada por los partidos y sindicatos de clase, la abierta rebeldía frente al gobierno de las Juntas de Defensa del Arma de Infantería y la convocatoria de una asamblea de parlamentarios de las circunscripciones catalanas para reclamar autonomía regional y cortes constituyentes. Escribe Ortega en «Bajo el arco en ruina», famoso artículo y présago de funestos acontecimientos: «la clave española se ha estremecido y el arco periclita». Lejos de mejorar, la salud del enfermo empeora por momentos. Así, en 1922 pesa sobre España «una desapacible atmósfera de hospital». Con la esperanza de disiparla hace Ortega anatomía. Dos son, según su diagnóstico, los morbos nacionales: el particularismo de las regiones y las clases sociales, incluso del ejército, y la inexistencia de minorías egregias capaces, con su ejemplo o auctoritas, de atraer al pueblo y dar con él cima a una gran empresa. A estas dos severas afirmaciones dedica respectivamente la primera y la segunda parte de España invertebrada.

LA EXACERBACIÓN DEL PARTICULARISMO

Toda nación, dice Ortega, es la expresión de un gran proceso de incorporación. Según Mommsen, en eso consiste la historia de Roma y, a juicio de Ortega, también la de Castilla. Sin embargo, la historia de una nación no es tan solo la de su periodo ascendente o de totalización, el tiempo de las incorporaciones; debe comprender también la historia de su decadencia o de su dispersión, el tiempo de la desintegración. El quid divinum contenido en el poder nacionalizador de algunos pueblos se manifiesta en la proposición a los demás de un proyecto atractivo de vida en común. El porqué del separatismo étnico y territorial, característico de la vida española desde finales del siglo XIX, lo encuentra Ortega en la exacerbación del particularismo de las regiones de España, para las que algunos han imaginado una fantástica tradición quebrada por Castilla. En realidad, «si Cataluña o Vasconia hubiesen sido las razas formidables que ahora se imaginan ser, habrían dado un terrible tirón de Castilla cuando esta comenzó a hacerse particularista». A fortiori, viene a decir Ortega, el nacionalismo catalán y vasco son fenómenos entrañadamente españoles en la medida en que constituyen un agravamiento del genuino particularismo peninsular.

Lo cierto es que de todos los reinos y condados hispánicos solo Castilla ha sabido mandar. Inventa, por así decirlo, España, cuya «unión se hace para lanzar la energía española a los cuatro vientos». Suya es la primera Weltpolitik de la historia. En el año 1580 se encuentra la gran divisoria de aguas del destino hispano. Se inicia entonces un proceso inexorable de dispersión. Cada región empieza a vivir por sí misma y para sí, desentendiéndose del resto. Ninguna voz las convoca; ninguna orden las pone en forma. Y la primera región que enferma de la voluntad y se abandona, tornándose «suspicaz, angosta, sórdida, agria», es precisamente Castilla: «cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista es precisamente el poder central»; entonces lanza Ortega uno de sus dardos: «Castilla ha hecho a España, y Castilla la ha deshecho».

LA FALTA DE UNA MINORÍA

A la invertebración histórica, consecuencia de la trayectoria autista de las clases y las regiones españolas, suma Ortega en la segunda parte de su libro la desarticulación de la jerarquía social constitutiva: una minoría que deja de actuar como guía de la masa y una masa que no se deja mandar ni conducir. La falta de ejemplaridad de aquella se combina con la indocilidad de esta. Figura de un paisaje desolador. Padece España el «fenómeno mortal de insubordinación espiritual de las masas contra toda minoría eminente», la aristofobia. Ortega ha anticipado precisamente en las páginas de España invertebrada los folletones que comienza a escribir en octubre de 1929, dedicados a la rebelión de las masas. Localizado el morbo en el plano político, lo social epidérmico, bastaría con un cambio de gobierno, con una reforma administrativa o con una novación constitucional. Pues «cuando lo que está mal en un país es la política, nada está muy mal». La enfermedad, sin embargo, está más honda, pues es prepolítica, lo que a juicio de Ortega da la verdadera medida de su gravedad. El mal radical y más recóndito es que no hay sociedad porque no hay egregios. España, en última instancia, no tiene una enfermedad, sino que es una enfermedad.

A diferencia de otras naciones, así Francia o Inglaterra, en el hecho español está omnipresente la «anómala ausencia de una minoría suficiente», clave que «explica toda nuestra historia, inclusive aquellos momentos de fugaz plenitud». Ortega, sabedor de lo heterodoxo de sus pensamientos, teme incoar una historia de España vuelta del revés. Pero no ceja en su empeño y consigue levantar una tolvanera de adhesiones y críticas. Es lo menos que se puede decir del efecto de algunos de sus corolarios sumamente problemáticos, en lo sustancial injustos y formulados como a la buena de Dios. Primer corolario: España es la historia de una decadencia. Segundo corolario: España carece del vital injerto germánico. Tercer corolario: España es hechura de Castilla.

HISTORIA ESPIRITUAL DE ESPAÑA

Lógica y patetismo se abrazan y combaten en la historia espiritual de España. Sin embargo, ciegos para el matiz, muchos intelectuales califican lo hispánico con los acentos de la leyenda negra: la Inquisición, la hidalguía orgullosa, el honor exacerbado, el ascetismo con pujos místicos que desprecia trabajos y sufrimientos, el escaso sentido utilitario de la vida, valle de lágrimas, etcétera. Incluso después de la guerra civil, interpretaciones divergentes de su pensamiento atizan nuevamente el debate sobre el ser de España. Y el rescoldo no se apaga. Hay siempre entre los españoles una cauta inseguridad sobre su pasado, lo cual, indiscutiblemente, exasperaba a Ortega: «el verdadero patriotismo me exige acabar con ese ridículo espectáculo de un pueblo que dedica su existencia a demostrar científicamente que existe». Opinión ruda a más de incoherente con otras del filósofo, a quien, todo sumado, lo que de veras le indispone el ánimo es la tradición española. Esta consiste, a su juicio, «en el aniquilamiento de la posibilidad de España». La España tradicional es para él como una Antiespaña y su remedio una Sobreespaña que fomente la vitalidad y nacionalice el poder público.

El elemento corruptor de la realidad tradicional española hay que buscarlo, según Ortega, en los siglos medios, no en la época moderna. En 1914 ya se pregunta Ortega por qué razón el español ha olvidado su herencia germánica. Es un vagido que le sale del alma. La moda intelectual de lo blondo se reactualiza durante los años cuarenta y vuelve siempre a España, por cierto, en épocas de tribulación como la actual. Ese «nuevo Lourdes del aldeanismo hispánico», como lo llama Giménez Caballero, tiene vapores sociológicos muy sugestivos desde principios del siglo pasado: permean unos la alta cultura (impregnación de un cierto estilo intelectual, imitación de instituciones, estudio de la lengua alemana) y otros los asuntos menudos de la cultura popular (tipografía, consumo de cerveza, paganismo navideño). Fenómeno poco estudiado, se diría que esta actitud, casi inconsciente, responde al deseo de un desquite espiritual por la prolongada influencia francesa sobre España, en casi todos los órdenes, a lo largo del siglo XIX.

En el sexto capítulo de España invertebrada aplica Ortega su sociología in nuce de la articulación entre masa y egregios a la historia de España. Repara en primer lugar en «la anómala ausencia de una minoría suficiente». En ese vacío nunca colmado, encuentra motivo y razón su afirmación: «en España no ha habido apenas feudalismo [lo cual], lejos de ser una virtud, fue nuestra primera gran desgracia y la causa de todas las demás». Es cierto que la investigación posterior lo desmiente; en España ha habido feudalismo, pero entonces la opinión que lo niega está bastante extendida. Ortega apunta en seguida hacia otra diana. ¿Por qué razón España es en este punto diferente a Francia, Inglaterra o Italia? De los tres elementos fundamentales que operan en los grandes pueblos europeos: una raza autóctona, el poso de las instituciones y el derecho romano y la invasión germánica, los dos primeros vienen a tener en todos ellos un peso aproximadamente igual. La nota diferencial se encuentra en el sustrato bárbaro y este resulta ser «el ingrediente decisivo» para apurar diferencias. Así pues, la disparidad entre Francia o España no es la que va del galo al ibero, sino la que va «del franco al visigodo». En contraposición al franco, pueblo indómito y vital, dice Ortega, este último arribó a la península ebrio de civilización romana, enfermo de romanidad. Por eso, en el 711 «un soplo de aire africano […] barre de la península» al valetudinario visigodo.

Aventura Ortega la tesis de una continuidad corruptora entre visigodos, castellanos y españoles y sale a la palestra Menéndez Pidal argumentando a contrario una continuidad perfectiva. Américo Castro, por su parte, niega cualquier eficacia visigótica en la generación de España… Sin embargo, a principios del siglo xix, conviene recordarlo, alienta todavía la polémica sobre el origen visigodo (goticismo) de la monarquía española y no se diga en el siglo xvi, cuando el diplomático y escritor político Diego Saavedra Fajardo escribe Corona gótica, castellana y austriaca. ¿Acaso no remontan los españoles hasta los godos las fuentes de su nobleza? No le presta este pueblo a España el nombre Gotia —lo que sí hacen los francos con Francia—, mas «lograron crear en el ánimo de los españoles la superbia gothica». Menéndez Pidal considera falsa la «extrema debilidad» y la «ingénita inferioridad» de los visigodos. La terrible derrota que a estos les infligen los moros en la batalla de Guadalete, en el 711, aumenta tal vez la grandeza de la victoria de Carlos Martel en suelo francés. Sin embargo, conviene recordar que cuando los muslimes remontan los Pirineos y llegan a Francia lo hacen en un estado de agotamiento general. Por otro lado, los francos han superado a tiempo el trance de la anarquía, mal que en el momento supremo de la invasión enerva, en cambio, el reino visigótico.

Cuando Ortega exclama que Castilla ha hecho y deshecho a España, quizá sin pretenderlo, excita la retórica de lo castellano. España es hasta tal punto hechura de Castilla que según Ortega solo en mentes castellanas existen «órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral». Reniega el historiador Menéndez Pidal de la simplificadora afirmación orteguiana. La hazaña unificadora de Castilla es palmaria, pero nadie tiene derecho a ignorar que «antes había hecho a España León, y antes Toledo». Notorio es, del mismo modo, que la hegemonía peninsular bascula hacia Extremadura y Andalucía a partir del siglo xv, irradiando también esas regiones, «Castillas novísimas», las empresas europeas y americanas. Para más inri, el separatismo catalán, sin otro contenido afirmativo que una negación voluntarista de lo español, ni siquiera es original en su rebeldía, mera supervivencia de viejas discordias hispánicas. «Recuerdo pálido» comparado con la rivalidad mortal entre el condado de Castilla y el reino de León durante la alta Edad Media. Sánchez Albornoz, por su parte, acepta a regañadientes la fórmula orteguiana, pero con una corrección sustancial: Castilla, que no fuerza la asimilación de los demás pueblos ibéricos, hace a España. Un buen ejemplo de la espontánea incorporación peninsular a la empresa castellana es, a su juicio, la difusión del idioma de Gonzalo de Berceo, Jorge Manrique y Cervantes, expresión del enorme desnivel espiritual entre Castilla y el resto. Hasta aquí su conformidad. Pero después de la unificación territorial es Castilla la que resulta deshecha por España. ¿Cuándo hubo una Castilla monopolista del poder y refractaria a la hispanidad aragonesa y catalana, a la hispanidad gallega, a la hispanidad meridional, excluyente, en suma, de las múltiples Españas? ¿Quién pudo pensar que un reino de corte trashumante y sin sede fija, fuera alguna vez, ni siquiera en el siglo de su apogeo, un arquetipo del centralismo político? El filósofo Julián Marías, fiel discípulo de Ortega, pretende sofocar la polémica con otra fórmula que tiene también su parte de verdad: Castilla se hizo España.

LA VERTEBRACIÓN, HOY

A la luz de España invertebrada, libro capital en la literatura política española del siglo XX, se observa hoy que los grandes problemas nacionales, lejos de estar resueltos, pululan otra vez aumentados. Con el régimen estabilizador de Franco, una dictadura constituyente y desarrollista según Rodrigo Fernández Carvajal, sale España del siglo xix, etapa que comienza con la invasión de Napoleón y termina con la derrota en la guerra hispanonorteamericana. Una vertebración efectiva del país resume el balance organizador de las décadas de Franco: autonomía diplomática frente a la política mundial bipolar; crecimiento económico; generación de una clase media; fundación del sistema nacional de la seguridad social; universalización de la educación básica y erradicación del analfabetismo; construcción a escala nacional de infraestructuras materiales integradoras: carreteras y ferrocarriles, grandes obras hidráulicas; colonización interior y polos de desarrollo industrial; austeridad en el gasto público. Mas una vez aprobada la Constitución vigente en 1978, una gran parte de la clase política reniega de todo lo anterior, tal vez como título de legitimación. Reacción inexorable en los interregnos políticos. Así, instituye un «Estado autonómico» de naturaleza criptofederal, contrario por tanto al centralismo administrativo franquista, y extiende la autonomía a todas las regiones, generalizando en ellas sin excepción un modelo reivindicativo de tendencia disgregadora, propiciando incluso el irredentismo regional y los secesionismos locales. León contra Castilla; Andalucía oriental (Granada) contra Andalucía occidental (Sevilla). Las regiones, que son partes, se imponen a la nación, al todo.

Ortega y Gasset había propuesto ya en 1931 la creación en España de nueve o diez «grandes comarcas», verdaderas «potencias de hispanidad». Se dice que Ortega es un anticipador del actual sistema constitucional, basado en la descentralización política, jurídica y administrativa, y en cierto modo así es. Sin embargo, España invertebrada, libro sumamente crítico contra el particularismo nacionalista, parece más bien la negación de toda forma de autonomía regional. Ortega y Gasset, partidario de la regionalización política de España como remedio para sus males históricos, propugna a la vez la erección de un Estado fuerte que fomente la vitalidad de España. El gran remedio contra el nacionalismo es, nos confía Ortega, «crear un gran Estado». Puede decirse que el «orteguismo político» se mueve en una permanente contradicción: la que opone al Estado unitario, cuyo motto o divisa política era «Una [patria], Grande y Libre», con el Estado pluralista, para muchos no más que la forma jurídica externa de una «Nación de naciones», algo así como un Imperio austrohúngaro ibérico.

Jerónimo Molina Cano (Murcia, 1968) es profesor de titular de la Universidad de Murcia. Donde ha a impartido las asignaturas Política social y Teoría de los Servicios Sociales. Es historiador de las ideas políticas y jurídicas, ocupaciones que compagina con la traducción. Especialista en el polemólogo francés Gaston Bouthoul, es autor de varios libros sobre Julien Freund, Raymond Aron, Carl Schmitt o Wilhelm Röpke. Desde su fundación y durante 10 años ha dirigido la revista Empresas Políticas.