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ciudaddormida_img_0.jpgHay dos tipos de buenas novelas: las que refrescan la cabeza y las que calientan el corazón. García Márquez o Paul Auster frente a Borges o Jonathan Franzen. Las primeras expanden el pensamiento hacia nuevos escenarios, aguijonean la imaginación para que abandone sus derroteros habituales y la abren a horizontes inexplorados. Las segundas hacen disfrutar lo que se recuerda como si fuera nuevo y saborear lo conocido con sorpresa y asombro. Las primeras deslumbran y llaman al olvido de todo lo que no es su lectura, las segundas iluminan todo lo que rodea al lector, en el espacio y en el tiempo. Las primeras son para leer a la sombra de un árbol en verano; las segundas, en invierno, con fuego en el hogar, lluvia en los cristales y vaso alto en la mano.

A la luz de esta meteorología literaria, es un buen signo que la primera novela de Fernando Ariza haya salido a la luz en diciembre, porque entra de lleno en la segunda categoría. En sus más de trescientas páginas brillan los antiguos mitos, la tradición cobra nuevos colores y el polvo de las bibliotecas se torna en tierra húmeda, con olor a cosecha fértil en los viejos campos.

Su inicio es una fiesta que apunta una novela victoriana. Brilla el esplendor de una sociedad perfecta en la que, sin embargo, late ya la corrupción y el desastre. Como unas bodas de Cadmo y Harmonía en las que el cortejo fastuoso de hombres y dioses lleva en sí, ausente la discordia, una simiente imparable de conflagración absoluta. Después se torna en una combinación de novela policíaca, de aventuras, de conspiración política y de fantasía. La cosmogonía, la catábasis, la guerra de duelos individuales, son temas de la antigua épica que se van desplegando al hilo de una trama que culmina en derroteros no menos míticos que no es oportuno desvelar aquí.

El marco es cerrado, una ciudad sin nombre de la que nadie se plantea siquiera la posibilidad de salir. El espacio de esta ciudad no es horizontal, sino de una verticalidad que apunta al infinito sin llegar a él, porque, como universo que es, tiene siempre límites aunque estén en expansión. Desde los profundos cimientos del depósito de la Biblioteca hasta la cúspide del gran rascacielos Alanka, esos límites se alcanzan y se exploran. La dimensión vertical de esta ciudad no solo entronca con el urbanismo más moderno, sino que tiene una evidente lectura temporal: las raíces profundas del pasado sustentan necesariamente el despegue hacia el cielo futuro y a su vez lo embridan.

Casi como actores de los viejos temas míticos, atrapados por las obligaciones que los varios géneros literarios les imponen, y forzados por la trama a moverse cada vez más rápido por los diversos barrios de la ciudad, los personajes podrían haber caído fácilmente en el estereotipo o la incongruencia. Y sin embargo son el mejor hallazgo de esta novela que consigue crear varios hombres y mujeres únicos, infungibles, con toda la complejidad de la carne y la sangre. Lo que vemos de Lang, de Dona, de Lizard, son apenas momentos, pero que apuntan unas vidas cargadas de experiencias y transmiten una personalidad ya muy forjada para cada uno, mucho antes de que se precipiten los acontecimientos que presenciamos. Son personajes que tienen tanto relieve que lejos de acartonarse entre los mitos y la ciudad, se los llevan tras de sí. Personajes a los que se coge cariño y de los que querríamos saber mucho más: que suscitan la curiosidad y se graban en la memoria.

Las buenas novelas, de verano o de invierno, son las que aciertan a contar historias nuevas y a crear personajes y escenarios que sorprendan e inciten a conocerlos mejor. Ciudad dormida cumple esta encomienda, y con creces.

Miguel Herrero de Jáuregui

Profesor de Filología Clásica. Universidad Complútense de Madrid