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La moda ya no es algo meramente relativo al vestir. Se ha convertido en el modo de irrumpir toda realidad en el ámbito social. Constituye el fenómeno mismo de lo social. En el espacio intercontextual generado artificialmente, la moda ha venido a ser el nuevo lenguaje básico. No un pérfido lenguaje, sino quizás el único posible en las condiciones actuales de la existencia social. La palabra y el diálogo han sido sustituidos por la imagen y la moda: es ahí fundamentalmente donde nuestros espíritus comunican. Algunos de los oráculos de nuestro tiempo lo diagnostican con claridad, así G. Lipovetsky, en su conocido ensayo El imperio de lo efímero y también J. Baudrillard, estaría de acuerdo en considerar la moda como fenómeno cumbre de la civilización. Por su parte, M. Kundera en La inmortalidad se refiere a la capacidad de creación de simulacros y sucedáneos como el milagro materialista de nuestro tiempo.

La moda en su combinación con la imagen ha llegado a convertirse en el fenómeno del renacer a la realidad de cualquiera de los aspectos de nuestra existencia. falcmyp1.jpgConsideramos algo como real cuando aparece ante nuestros ojos y puede ser contemplado por todos al mismo tiempo y en el mismo sentido, sin importar, a efectos de la realidad, si proviene de la imaginación o del sueño. En efecto, como bien expresa G. Vattimo en La sociedad transparente, lo que entendemos por realidad del mundo se constituye como contexto de las múltiples fabulaciones.

El carácter totalizante de la moda se ha acelerado gracias al economicismo capitalista, que ha venido a configurar el orden en que tienen lugar todas nuestras acciones. Como sugiere M. Riviére en Lo cursi y el poder de la moda, ésta ha ayudado a construir el paraíso del capitalismo hegemónico. Sin duda, capitalismo y moda son realidades que se retroalimentan. Ambos son un motor del deseo que se expresa y satisface consumiendo; ambos cuentan de modo especial con emociones y pasiones, con la atracción por el lujo, por el exceso y la seducción. Ninguno de los dos conoce el reposo, avanzan según un movimiento cíclico noracional, que no supone un progreso. La moda es arbitraria, pasajera, cíclica. También el consumo es un proceso social no racional. La voluntad se ejerce -está casi obligada a ejercerse- solamente en forma de deseo, clausurando otras dimensiones que abocan al reposo, como son la creación, la aceptación y la contemplación. Tanto la moda como el capitalismo producen un ser humano excitado.

ESTÉTICA DE LA FRIVOLIDAD: EL LOOK

Todos estos fenómenos contribuyen a configurar una estética de la frivolidad que lleva aparejada una moral de la frivolidad, tal como la entiende, por ejemplo Rorty, para el cual la moda parece constituirse en la expresión misma del pensamiento, puesto que pone de manifiesto de modo fenoménico su debilidad.

Lo característico de la frivolidad es la ausencia de esencia, de peso, de centralidad en toda la realidad y, por tanto, la reducción de todo lo real a mera apariencia: es una nueva sofística en la que, al igual que aquella con la que combatió Sócrates, la retórica erística prima sobre la verdad.

En la era de la apariencia cada uno busca su look, que es como su identidad de plástico. «Como ya no es posible definirse por la propia existencia -dirá J. Baudrillard en La transparencia del mal-, sólo queda por hacer un acto de apariencia sin preocuparse por ser, ni siquiera por ser visto. Ya no: existo, estoy aquí; sino: soy visible, soy imagen -look, look!-. Ni siquiera narcisismo, sino una extroversión sin profundidad, una especie de ingenuidad publicitaria en la cual cada uno se convierte en empresario de su propia apariencia».

MORAL FRÍVOLA: LA DECONSTRUCCIÓN DEL YO

La estética de la frivolidad lleva aparejada una ética de la frivolidad, hemos dicho. El fenómeno de la moda total cuestiona el yo, tal como se había entendido en la modernidad: una identidad racional, definida individualmente, subjetivizada al máximo, con un poder ilimitado sobre su entorno. El yo rortyano posmoderno nos aparece, por el contrario, como un yo infinitamente revisable y compatible con una multiplicidad de identidades incoherentes, es caleidoscópico, especular y puede adquirir en sociedad distintos roles que se confunden entre sí. La sociedad consiste entonces en un conjunto de yoes descentralizados, constituidos por múltiples piezas de retazos culturales deconstruidos. Exactamente igual que el vestido. Desde esta interpretación del yo, no es posible una integración de la experiencia, no podemos hallar una continuidad en la acción que permita hablar de perfección, de cumplimiento de la propia personalidad, sin la cual toda ética no es más que una ética fingida, una ética puramente superficial sin interioridad, una ética frívola.

En la orgía de la apariencia, lo imaginario ha triunfado sobre lo real, pero aún cabe preguntarse dónde queda la realidad. Ella queda mediada por la ficción, la cual presta al yo posmoderno un gran número de servicios.

FUNCIONES IDENTITARIAS

Quizá la función clave que ejerce la moda al yo en este contexto general es procurarle una oferta de identidades. La moda, en expresión de M. Riviére, es una especie de «supermercado del yo». La creación de los diferentes looks, no es más que una tecnología de la identidad. Ajusta nuestros deseos momentáneos proyectados en la imaginación a un tipo social que se me ofrece en el mencionado supermercado: así, hoy voy de romántico, mañana de hippie, pasado de mujer fatal, etc. Los constructores del supermercado deciden en su agenda las posibilidades de mi identidad. Lo grave del caso es que, además, el look supone una identidad definida exclusivamente por la exterioridad, por la apariencia, y reflejada de un modo particular en el vestido, aunque también en los lugares, las costumbres, el lenguaje. Es lo que ocurre hoy con la estética de la delgadez. Se ha impuesto como modelo de identidad contemporánea por antonomasia. Es un componente meramente exterior de la identidad, pero en el que nos reconocemos y, fuera del cual, experimentamos un rechazo.

Curiosamente, por muy alienante que parezca la identidad prefabricada en nuestra descripción, es un valor en alza. Su éxito está en que podemos elegir ser lo que queremos en cada momento, dependiendo de lo que triunfe. Así, la moda permite un uso utilitarista de la propia personalidad.

Todo eso, sin embargo, no tiene generalmente nada que ver con la historia personal, es más, puede llegar a ocultarla, a hacerla imperceptible a mis propios ojos. La identidad se configura desde fuera de nosotros mismos. Cuantos más ojos tienen los demás para con nosotros, menos capacidad de mirarnos desde nuestro interior nos queda. Los ojos de los demás nos hacen olvidar que somos también protagonistas de nuestra propia historia, que somos algo más que una mera función del cambio social. No podemos distinguirnos a nosotros mismos de nuestro disfraz. ¿Cómo es posible entonces la ansiada liberación? La salida auténtica de ese disfraz es el camino interior. Consiste en alumbrar el propio nombre, la verdad del propio ser desde lo profundo de cada uno y contando con la propia historia. También entonces la moda tiene un papel relevante, a saber: expresa la identidad, aunque no la constituye.

Un segundo servicio que presta la moda al hombre contemporáneo, y que me parece también extralimitado en nuestro mundo posmoderno, es el de ser el espejo social por antonomasia y, en esa misma medida, distorsionar la inclinación natural a la imitación que reside en el ser humano. Toda situación social se ha convertido en una pasarela. Casi no podemos elegir a nuestros héroes, porque han quedado ocultos tras el brillo de esos escenarios.

En tercer lugar, la moda supone para el ser humano una redefinición del tiempo desde el ciclo de la moda: las famosas temporadas. Al final de cada una de ellas, se crea una especie de vértigo en espera de lo nuevo. El tiempo queda configurado también desde la exterioridad. Lo nuevo es puramente cambio y viene a quitar el peso del aburrimiento existencial de las imágenes que se repiten: cambian las formas, los colores, los estilos, las identidades. No soportaríamos que no se diera ese cambio, la existencia se convertiría en algo demasiado pesado.

A la inconstancia del yo le corresponde una inconstancia del tiempo. Para la moda sólo existe el presente. El pasado no cuenta, porque la moda es efímera; se desvanece totalmente en cuanto es sustituida. El futuro toma la forma de expectativa, de deseo en presente.

El tiempo queda marcado en función de unas expectativas meramente aparentes que, a mi modo de ver, falsean la disposición del ser humano para con la esperanza. Y ésta es la cuarta función. Con la recreación del tiempo, queda redefinida la esperanza. La verdadera esperanza que supone, en el ejercicio del espíritu, el descubrimiento de la riqueza del ser de las cosas en la experiencia de lo mismo, de la repetición; queda sustituida por el dejarse sorprender por la novedad. En cualquier caso, al no ser radical novedad se agota en muy poco tiempo y de nuevo aparece el aburrimiento y el vértigo, la dependencia de la oferta.

DEMOCRACIA Y MODA

Un servicio de la moda añadido a los anteriores, y éste de gran interés para la clase gobernante, consiste en formar parte de la educación política, de la democratización. Todos los diseñadores se esfuerzan por decirnos, y hasta nos lo hacen creer, que «la moda está en la calle». Esa afirmación, que a los consumidores de moda siempre nos sorprende, tiene un carácter eminentemente democrático. Desde el periodo de entreguerras, con el surgimiento del prêt à porter, la moda del vestir no ha hecho más que avanzar en un continuo proceso de democratización. El primer paso consistió en que toda la población tuviera acceso a la moda del vestir. El segundo es la posibilidad de manipular esa realidad humana en favor de la aceleración del proceso democrático. En este sentido, la moda es un instrumento democrático más para lograr el consenso social. Un medio, por otro lado dudoso, pues, bajo la apariencia de una gran pluralidad y liberalidad genera una indiscutible homogeneidad, como señalaba A. Fikielkraut en un artículo de La Vanguadia de hace ya algunos años.

SEDUCCIÓN VS. ELEGAGANCIA

Por último, el vestir adquiere un papel relevante en la redefinición de las relaciones humanas, que en el contexto de la moda total consiste fundamentalmente en seducir. Aquí viene al caso la conocida afirmación de Yves Saint-Lauren: «La gente ya no quiere se elegante, quiere seducir». Y eso es ejercer un poder. Lo característico de la elegancia es conservar siempre una cierta distancia para no perturbar la intimidad del otro. Es una forma de respeto. Generalmente la elegancia invita, pero no impone. Por el contrario, la seducción se impone, te conduce generalmente a donde no quieres ir: es un engaño.

La seducción reduce así fácilmente las relaciones humanas al nivel de la inmediatez que se mueve fundamentalmente por impulsos, apetitos, impactos, emociones, sentimientos, comodidad. En ese nivel de la inmediatez todos somos iguales y es muy fácil la manipulación: el material humano se hace así tremendamente previsible y, por tanto, flexible para las intenciones del poder.

LA MODA, UN CLÁSICO DEL ESPÍRITU

La cultura posmoderna nos ha reve lado el fenómeno de la moda con una especial intensidad. Sin embargo, ¿no es cierto que ha descuidado algunas de las dimensiones humanas, a las que afecta?

En un sentido físico, el ser humano se viste para aislarse y protegerse del medio. Por eso, cuando no necesita protegerse deja de cubrirse: los pueblos primitivos de las regiones tropicales viven más o menos desnudos. En las diferentes culturas los seres humanos nos cubrimos de diferente modo, según las necesidades que nos impone el medio. falcmyp2.jpgEs ésta una necesidad física. Ahora bien, por encima del fenómeno de cubrirse está el de vestirse, que es más que cubrirse, es algo espiritual.

Me interesan más aquí, desde el punto de vista antropológico, los rasgos espirituales del vestir. En primer lugar hay que decir -siguiendo en este punto el análisis de Alvira en su libro Reivindicación de la voluntad, en el que dedica un capítulo al análisis filosófico de la moda-que le vestirse es una forma de habitar el mundo, una forma de tener.

Tener es ser capaces de añadir algo al propio ser. El hombre, al poseer la realidad, configura el entorno a su medida, según es él mismo. O, lo que es igual , puede alargar, prolongar su interioridad en todo lo que le rodea. Muy especialmente, configura el entorno inmediato donde vive, la casa y el vestido.

Supone, por tanto, una relación entre una interioridad y una exterioridad. Precisamente porque el ser humano tiene interioridad, y porque cada ser humano es una persona única, hay una infinita modelación del entorno por parte del hombre. Todo lo que tiene que ver con la acción humana puede adquirir muchas formas, aunque no todas, sin dejar de ser humano.

Nos vestimos cuando caemos en la cuenta de que estamos presentes ante otros, que son ajenos a la propia interioridad. Ante esa mirada del otro, configuro mi exterioridad como expresión de lo que soy. Esto nos enriquece, porque añade a nuestro ser corporal nuevos significados que expresan la riqueza interior, dándole así a nuestra apariencia externa una gran profundidad. El vestir dice algo de nosotros, pero no nos desvela completamente, de modo que siempre queda algo por conocer. Es la mediación necesaria para el trato social.

El hecho de que exista moda en el vestir nos habla de otro fenómeno espiritual, relacionado con el diálogo ya mencionado: la necesidad que tenemos de asemejarnos y distinguirnos de los demás. Ya hacía referencia a ello G. Simmel en la definición que da de la moda: «Así, la moda no es otra cosa que una de la formas de vida en las cuales la tendencia a la igualdad social y a la diferenciación individual y a la variedad se conjugan en un hacer unitario».

MODA Y SEXUALIDAD

Existe otro significado netamente espiritual del vestir que hace relación a la sexualidad humana: el pudor.

El pudor no sólo hace referencia al ámbito de la sexualidad, sino a todos los aspectos relativos a la conservación de la propia intimidad. Pero, sin duda, el hecho de que el ser humano tenga un carácter sexuado hace que el fenómeno del pudor sexual tenga que ver con el vestido. Al fin y al cabo, mi cuerpo soy yo.

Lo esencial del fenómeno del pudor, y sigo en este punto a K. Woityla en Amor y responsabilidad, es la tendencia natural a ocultar los valores sexuales, sobre todo en la medida en que, en la conciencia de una persona, constituyen un objeto de placer. Esto es así porque en el ser humano existe un rechazo radical a ser considerado por los demás como un instrumento, como un objeto. Por eso, el pudor sexual revela el carácter suprautilitario de la persona, tanto del hombre como de la mujer. Aunque, ciertamente, cada uno lo vive desde su particular estructura psicosomática. Teniendo en cuenta que, para un ser humano normalmente constituido la sensualidad hace considerar el cuerpo del otro como un objeto de placer, se puede decir que en la mujer la afectividad supera la sensualidad y, por eso, ella es menos consciente psíquicamente del cuerpo como objeto de placer. Por esa razón, siente menos la necesidad de esconder su cuerpo, objeto posible de placer, y es menos púdica. El hombre, sin embargo, siente interiormente su propia sensualidad, es decir, psíquicamente es más consciente de ella y, por eso, es más púdico. Se da cuenta de lo que puede suponer que la mujer reaccione ante su cuerpo de modo incompatible con el valor del hombre en cuanto persona. En ambos casos, la necesidad de encubrir los valores sexuales es una manera natural de permitir que se descubran los valores de la misma persona.

Se habla hoy continuamente de moda unisex. La indiferenciación de los sexos pertenece a las nuevas tendencias. Ahora bien, eso de ningún modo elimina el juego de los sexos en el ámbito del vestir, porque de hecho la realidad sigue existiendo y la realidad humana es sexuada, aunque se pueda jugar a que no lo es. Hacerlo sólo añade una sofisticación mayor y, por tanto, una mayor confusión en el juego social y antropológico de los sexos. Es muy difícil pensar la realidad sin tomar en cuenta los valores masculinos y femeninos, sea quien sea quien los represente.

Dicho esto se entiende que el vestir, en la función de cubrir o descubrir, dependiendo de las culturas1, juega un papel fundamental para que se haga posible una experiencia humana y no infrahumana en la vivencia de la propia sexualidad.

Es quizás este último servicio al ser humano, el que se ha negado a realizar la moda de nuestros días, a pesar de que él es, al menos, igual de importante que los demás.

NOTA

l · Ibd. ,p. 212-213: «los pueblos primitivos de las regiones tropicales viven más o menos desnudos. No pocos hechos referidos a sus costumbres demuestran que no identifican la desnudez con la falta de pudor. Incluso consideran señal de impudor cubrir ciertas partes del cuerpo. Lo que actúa en estos casos es ciertamente una costumbre, un uso debido a las condiciones atmosféricas. La desnudez es en estos pueblos una función de adaptación del organismo al medio y las condiciones de éste, de manera que no se ve en ella directamente ninguna otra intención; en cambio, semejante intención puede fácilmente asociarse al hecho de disimular las partes del cuerpo que determinan la diferencia de sexos».

Profesora de Filosofía Política, Universidad de Navarra