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Apenas en unos años Europa ha pasado de la euforia al más negro pesimismo. La última década del siglo XX dejó abiertas las puertas a la esperanza, al renacimiento de la unidad del espíritu europeo y a las libertades recobradas una vez consumado el fin de las tiranías comunistas.

La unidad de Alemania y la incorporación al proyecto europeo de las naciones situadas al otro lado del telón de acero, iban a permitir coronar el sueño de una Europa renovada, democrática y próspera capaz de codearse con, o de superar a, las grandes potencias mundiales.

A partir de 2008 una profunda crisis financiera viene ademostrar algo que no había pasado desapercibido a comentaristas lúcidos al examinar fríamente la realidad. Aquella privilegiada Europa Occidental del Mercado Común (MC), más tarde Comunidad Económica Europea (CEE), más tarde Unión Europea (UE), ¿estaba en condiciones de transmitir a la Europa el Este otra cosa que no fuera un sistema económico más eficiente y unas instituciones políticas más justas que las suyas? Esa era la pregunta.

La respuesta, negativa, se hizo evidente con cierto retraso y crudeza extrema, dieciocho años después como resultado del hundimiento de los mercados financieros proceso iniciado en 2008 y cuyos efectos negativos continúan a día de hoy, a finales de 2012.

Aquella Europa venturosa ya había olvidado sus raíces. Escéptica, falta de valores morales trascendentes no estaba en condiciones de transmitir otros que no fueran los de índole económica y política, sencillamente porque nadie puede transmitir lo que no tiene o aquello en lo que no cree. Valores morales que, si no estaban presentes en aquellos años felices, menos todavía ahora cuando en el horizonte se ciernen negros nubarrones de recesión, paro y pobreza.

 

RECUPERAR LOS VALORES PERDIDOS

Lo pintoresco, o extraño, del caso es que el origen, desarrollo y extensión universal, en el tiempo y el espacio, de esos valores trascedentes radica en Europa. Como también su negación a partir del siglo XVIII, cuando el pensamiento ilustrado rompe con los principios que la habían convertido a Europa en la cabeza del mundo civilizado.

Se trataría, pues, de redifimir esos valores desde sus raíces, como expone con extraordinaria lucidez y claridad el profesor Ignacio Sánchez Cámara en el ensayo reseñado en estas breves líneas, que hubiera merecido un tratamiento más amplio y mejor elaborado.

El autor parte del reconocimiento de un hecho que hoy no admite discusión y que ha sido analizado por ex pertos de uno otro signo: Europa soporta en esta primera década del siglo XXI una crisis de gran calado que rebasa las fronteras de la economía y de la política que afecta gravemente a la convivencia, a las relaciones familiares y sociales y por tanto a la felicidad de las personas. Sánchez Cámara lo deja claro desde el comienzo: «Es muy grave la crisis cultural, es decir espiritual, que padece Europa».

Se trataría, pues, de establecer la relación entre cultura y espíritu, como elementos inseparables integrados en el ser humano dotado de razón, inteligencia y espíritu. Dicha relación es rechazada por las corrientes intelectuales que han pretendido negar la presencia del alma con el pretexto de que no admite ser medida, pesada y observada en un laboratorio.

 

GRECIA- ROMA- JERUSALÉN

La idea de Europa que maneja el autor responde a la realidad histórica dentro de la que se perfilan los rasgos distintivos de una determinada forma de ser y existir. Rasgos distintivos que nos llevan a definir las tres columnas básicas:

La filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana. Cada una de estas columnas recibe un tratamiento específico y ponderado en el ensayo de referencia, puesto que de ellas parten diversas ramificaciones que sostienen el edificio y la realidad de la civilización europea a través de los siglos.

1. De la filosofía griega parte el concepto de una naturaleza humana que no se comprende sin el espíritu. Los griegos fueron un pueblo religioso como reconoció san Pablo cuando les hablaba de ese «Dios desconocido» que formaba parte de sus creencias. Pero de Grecia se deriva igualmente el sentido de la belleza y del arte en sus múltiples facetas desde la arquitectura y la escultura a la música y la literatura con obras maestras en los diversos géneros, desde la poesía lírica a la épica y la tragedia.

2. El genio jurídico de Roma precisa y defiende los derechos individuales del hombre como ciudadano recogidos en la jurisprudencia de la que emanan posteriormente las leyes con un sistema que todavía perdura en el mundo actual. El derecho romano sobrevive a la caída del Imperio, se prolonga durante la Edad Media y se produce así el fenómeno que puede llamarse con propiedad el derecho común europeo, aceptado con las variantes locales en los nuevos reinos generados a partir de las antiguas provincias.

3. El tercer y también el más sólido pilar sobre el que se fundamenta la esencia del espíritu europeo es el cristianismo, llegado a Roma desde Jerusalén como capital y centro del judaísmo, dentro del cual surge el mensaje de Jesús, que se difunde a través de las vías de comunicación (calzadas y puentes) creadas por Roma. Perseguido por diversos emperadores y durante años recluido en las catacumbas, el cristianismo se sirvió de Roma para alcanzar su vocación universal «católica». Sánchez Cámara define este hecho tan fundamental —que, sin embargo, hoy pretende quedar reducido a una reliquia del pasado ya superada— con estas palabras: «La unidad esencial de la cultura común y la conciencia colectiva básica de los pueblos que se forma en la Alta Edad Media se sienta sobre la idea de la Cristiandad. En este sentido es el cristianismo el sustrato que forja la realidad europea. Es una religión, pero a la vez y por ello una forma compartida de la interpretación de la existencia».

 

LA CIENCIA Y LA UNIVERSIDAD

Después de tratar con riguroso método analítico y amplia documentación doctrinal, avalada con citas y referencias de expertos en torno a los tres pilares que sustentan la civilización europea, el autor se ocupa de otras aspectos derivados de ella, como son el progreso de las ciencias y la universidad.

Porque los orígenes de cualquier actividad que se pueda considerar científica se encuentran cómo no, en la filosofía griega, amiga de la sabiduría, es decir del conocimiento de la verdad. Geometría, física y matemáticas atrajeron la atención del filósofo, preocupado también por la salud del cuerpo y del alma: médicos y metafísicos que llegaron al conocimiento de Dios a través de las causas.

La misma actitud de buscar la verdad se mantiene viva a través de los siglos, recogida en la quietud de los monasterios medievales a los que Europa y el mundo deben la transmisión de los conocimientos de la ciencia y la cultura del mundo clásico grecorromano, herencia que, de otro modo, difícilmente se hubiera conservado tras la caída del Imperio.

Naturalmente, como señala oportunamente el profesor Sánchez Cámara, el estudio de las ciencias progresa a medida que los conocimientos adquiridos se acumulan y difunden en el ámbito europeo. Se produce así a efectos separación entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, llamadas también humanidades por referirse a las actividades relacionadas con el hombre.

Estudios sobre ciencias y humanidades que no deberían caminar por sendas enfrentadas u hostiles, como ha venido sucediendo durante muchos años. El autor considera oportuno reivindicar la necesidad de integrar la ciencia y la técnica en el ámbito de la cultura general y de las humanidades. Al fin y al cabo —concluye— «filosofía y ciencia surgieron unidas en Grecia».

 

LA UNIVERSIDAD COMO ADQUISICIÓN Y TRASMISIÓN DE SABERES

Tras un interesante capítulo dedicado al origen de la democracia, naturalmente localizado en Grecia, y de sus posteriores desarrollos a través de la historia, se ocupa de una cuestión que acusa en estos momentos una profunda crisis institucional y de contenidos: la universidad, considerada como una de las más señaladas aportaciones del cristianismo a la humanidad.

Por una serie de circunstancias muy diversas, la universidad actual acusa una situación de extrema debilidad que exige la adopción de reformas urgentes con el fin de que se cumplan los objetivos tradicionales, que son la adquisición y transmisión de los saberes.

Pero no solo eso, con ser muy importante. La universidad es, además, «una forma de vida» una experiencia que deja huella en las personas y les acompaña a lo largo de su vida. La institución así concebida se encuentra sometida a fuerzas contrarias que la amenazan de muerte Los síntomas de la enfermedad que menciona el autor son: la masificación, la mediocridad y la politización.

Aplicar los remedios adecuados exige la vuelta a los orígenes de unos Estudios Generales limitados a personas con vocación y cualidades para el estudio de las materias universitarias. Se refiere al autor a la necesidad de crear de nuevo el concepto de las élites, no basado en el privilegio de los poderosos, sino en la élite de la inteligencia formada por las mentes preclaras, con independencia del ámbito del que procedan.

Como una parte del análisis dedicado a la cuestión universitaria, aparecen quizá las más lúcidas aportaciones del ensayo. Las graves amenazas contra la cultura y, por tanto, contra el verdadera papel de la universidad como impulsora de la cultura, provienen de los nuevos bárbaros que, a diferencia de los antiguos invasores de las fronteras del Imperio, lanzan sus ataques desde el interior.

Así, resulta que los enemigos de la cultura y la ciencia están dentro. Los vemos, oímos y leemos desde todos los medios disponibles, prensa, radio, TV y producción editorial. Desde allí, arrasan con cualquier valor que les recuerde el pasado: se trata de borrar la memoria histórica sustituida por una nueva lectura que se adapte a los ideales de esos bárbaros definidos por el autor como: «Enemigos del clasicismo y, sobre todo del más eminente Grecia y Roma. Abolir los estudios clásicos es borrar las huellas y eliminar el sentimiento de culpa, el pecado cultural original. Nada, pues, de griego ni de latín».

En eso estamos.

Abogado y Periodista