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Cuando pase el tiempo y el siglo XX sea un pedazo más de la historia, la España de esta centuria que está a punto de finalizar llamará la atención por tres acontecimientos: la Guerra Civil de 1936-39, la transición a la democracia de 1975-78 y la incorporación al proceso de unidad europea.

En sentido amplio, estos últimos años han cerrado un ciclo histórico que duró casi dos siglos. A comienzos del siglo XIX, entró en crisis el modelo tradicional basado en una economía fundamentalmente agraria, un gran imperio ultramarino y una ortodoxia determinada por la Iglesia, bajo la regencia de una Monarquía absoluta. La transición de finales del XX se estableció en un país basado en la industria y los servicios, limitado a su propio territorio metropolitano, se consolidó un proceso de secularización y dio a España el impulso definitivo para formar parte de la Unión Europea, en el marco de una Monarquía democrática.

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Al igual que hace dos siglos, España ha vuelto a ser un país normal. Ya no es esa sociedad diferente que durante más de siglo y medio vivió la mayor parte del tiempo al margen del resto de Europa. Ha dejado de llegar tarde a las instancias donde se construye el futuro. El símbolo de esta puesta al día fue, en mayo de 1998, la participación en la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria, con el establecimiento del euro como nueva moneda común.

Las mejores cabezas de España han dedicado su labor intelectual a explicar cómo fue posible ese proceso. De cuanto se ha publicado, tres interpretaciones históricas son las que más luz han arrojado, por ahora, sobre la cuestión.

La primera es la del profesor Carlos Seco Serrano. En su reciente Historia del conservadurismo español, el veterano historiador encuentra la clave en los sucesivos movimientos políticos que tuvieron una vocación de «centro integrador», con «una voluntad de paz que buscaba la integración o la concordia de las dos actitudes extremas: la que aspiraba a una ruptura total con el pasado; la que asumía una reacción sin paliativos, cerrando los ojos, incluso, a las luces de la Ilustración».

Los héroes de nuestra historia contemporánea, en consecuencia, son personajes como el Martínez de la Rosa de 1834 y, sobre todo, el Antonio Cánovas del Castillo de la Restauración y el Adolfo Suárez de la transición, junto con monarcas como Alfonso XII, la Regente María Cristina y Juan Carlos I. Esa «línea media, basada en su transaccionismo tolerante y abierto -identificable con una empresa política de paz– fue siempre mucho más eficaz, para afianzar el régimen representativo, que los asaltos maximalistas de la izquierda».

La segunda interpretación histórica que sobresale es obra de otro veterano catedrático de universidad: el economista Juan Velarde Fuertes. Hace sólo unos meses se publicó una obra colectiva dirigida por él que resulta tan voluminosa como emocionante. La línea de su discurso aparece en el mismo título: Historia de un esfuerzo colectivo. 1900-2000. Cómo España superó el pesimismo y la pobreza.

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Resulta evidente su complementariedad con la tesis de Carlos Seco. Para Velarde, lo sustancial de los españoles del siglo ha sido el interés constante por superar una pobreza anclada, en buena medida, en las concepciones negativas que surgieron en los primeros decenios del siglo XIX. Ese afán por la prosperidad económica necesitaba, como resulta obvio, un marco político estable, que como primera premisa requería un ámbito de seguridad, pero que a largo plazo sólo podía proporcionar una política integradora y al día. El hecho de haber alcanzado el objetivo, por encima de cambios de gobierno, de régimen y hasta de una guerra civil, representa para Velarde toda una epopeya de la nación española, comparable a las mejores de su historia, como la Reconquista y la colonización de América.

La última reflexión histórica que ilumina el estudio de la transición la proporcionó en 1997 el escritor José María Marco, con su obra La libertad traicionada. En los primeros decenios de este siglo, muchos de los más destacados intelectuales del país efectuaron una crítica tan excesiva al marco liberal en que se desenvolvían la política y la sociedad española, que fomentaron las alternativas autoritarias. Esa actitud había cambiado sustancialmente en 1975. Después de seis años de una primera dictadura (Primo de Rivera); cinco de una república que, en opinión de Seco Serrano, reimplanto el canibalismo político, «verdadera negación de la democracia»; tres de guerra civil, y casi cuarenta de la dictadura de Franco, la bandera de la libertad como motor de la política y de la sociedad había recuperado su atractivo.

Tras de un paréntesis de más de medio siglo, los españoles se encontraron de nuevo en condiciones de determinar libremente su presente y su futuro, con el importante respaldo del fuerte desarrollo económico del periodo 1961-74, tras el Plan de Estabilización de 1959. Este Plan supuso, fundamentalmente, que la liberalización llegó antes a la economía -y con ello a la sociedad- que a la política, sobre la cual ejerció un efecto moderador extraordinariamente beneficioso.

El balance del cuarto de siglo transcurrido desde entonces tiene luces y sombras, pero su carácter positivo resulta indudable. La historia de la España de los últimos veinticinco años es la historia de un éxito. Para argumentarlo, nada resulta más clarificador que la comparación entre lo que era el país de 1975 y el del 2000.

EL MODELO SOCIAL

Desde el final de la Guerra Civil hasta comienzos de los años 70, la dictadura de Franco había basado la estabilidad social no sólo en el empleo de la represión, sino también en un juego de equilibrios: los trabajadores no podían declararse en huelga, pero en cambio no podían ser despedidos; los empresarios tenían garantizada la disciplina laboral, pero eran los principales contribuyentes a la Seguridad Social; los sueldos eran bajos, pero existía pleno empleo; no existían libertades públicas, pero a partir de 1950 se produjo una sensible y continua mejora de las condiciones de vida. En 1974 los pilares de ese modelo entraron en crisis: el alza del petróleo no pudo ser contrarrestado por una política económica eficaz, debido a la creciente deslegitimación del régimen. El despido libre continuó igual de prohibido, pero las huelgas se multiplicaron y alcanzaron cifras máximas entre 1976 y 1979. La presión de los sindicatos clandestinos -singularmente Comisiones Obreras- forzó unos aumentos desmedidos de los sueldos (entre 1973 y 1976 el IPC creció un 58 por 100, pero los salarios lo hicieron aproximadamente al doble), lo que provocó la pérdida del pleno empleo y un rápido aumento del paro. La economía se situó en crecimiento cero en 1975 y apenas si levantó cabeza durante los diez años siguientes. El alza de los tipos de interés, necesario para contener la inflación, condenó a desaparecer a miles de empresas, redujo sensiblemente las inversiones, hundió el sector de la construcción y generalizó un proceso de obsolescencia que se tradujo en un deterioro del capital fijo.

En el año 2000 la economía española está en su cuarto año consecutivo de fuerte crecimiento, las cifras de inflación y de tipos de interés se encuentran entre las más bajas del último medio siglo, se han creado dos millones de puestos de trabajo en el cuatrienio, la conflictividad laboral es una de las más bajas del mundo y los acuerdos entre Gobierno, empresas y sindicatos son una práctica institucionalizada. La Seguridad Social bate marcas históricas de afiliación y lo mismo ocurre con el número de viviendas en construcción. La libertad de iniciativa es la base del sistema y la buena marcha de las empresas constituye un objetivo de interés general, equilibrado por los compromisos públicos en materia de educación, sanidad y pensiones.

LA QUIEBRA DE LAS UTOPÍAS

En 1975 una parte significativa de las fuerzas políticas, los sindicatos, los creadores de opinión y de la juventud, estaban muy influidos por un auge del pensamiento radical de izquierda, pretendidamente marxista y que cristalizaba en diversos modelos de socialismo. La influencia exterior era muy importante y los polos de referencia numerosos: el Portugal revolucionario, el triunfo comunista en Vietnam y Camboya, el régimen argelino, la fortaleza del Partido Comunista italiano, la debilidad de la presidencia norteamericana tras la dimisión de Nixon por el asunto Watergate, la crisis energética, la quiebra cultural posterior al mayo francés de 1968, los numerosos casos de secularización de sacerdotes y religiosos, la paridad nuclear alcanzada por la URSS respecto a los Estados Unidos y el despliegue de las fuerzas convencionales soviéticas, en particular de una fuerza naval oceánica de buques de superficie (es decir, para el dominio del mar) que ese mismo año llevó a cabo, por vez primera, grandes maniobras en el Atlántico Norte y el Mediterráneo.

En el caso español todo eso quedaba reforzado por la debilidad cultural del régimen político, tras cuarenta años de dictadura. En sectores de opinión de influencia creciente, el norte ideológico era aquel programa que más se opusiera, en todos los aspectos, a lo que desde su punto de vista había representado el franquismo.

El éxito de la reforma -frente a la ruptura- se debió en buena medida a que ese planteamiento utópico era también culturalmente débil, ante una mayoría de la sociedad que había conseguido, en los quince años anteriores, superar la pobreza secular y deseaba evitar aventuras que pusieran en riesgo su incipiente prosperidad. En la memoria de los mayores de 50 años estaba además presente la experiencia trágica de unos años 30 que no se deseaba, en modo alguno, repetir.

Un cuarto de siglo más tarde la utopía no forma parte de los programas de Gobierno y apenas tampoco de los programas electorales. El comunismo ha sido derrotado, tanto en lo económico como en lo político y social. El PCI ha cambiado de nombre y de programa. El papel del PCE es marginal. Las secularizaciones de eclesiásticos tocaron fondo a comienzos de los 80 y de las utopías culturales del 68 ha quedado, fundamentalmente, el deterioro del sistema educativo, en un proceso que debe más a Rousseau que a Marx. Lo más importante, en España, fue que la izquierda gobernó durante más de trece años y en la mayor parte de las cuestiones renunció a la utopía desde el principio de su mandato.

EL ENCUENTRO POLÍTICO DE UNA NACIÓN

En 1975 volvieron a plantearse en España cuestiones que estaban abiertas desde 1808. El fantasma de las dos Espartas, adormecido como tantas cosas durante el régimen de Franco, volvía a estar presente en el ruedo político. El reto de organizar la convivencia en libertad era la principal asignatura pública de 36 millones de españoles.

La Constitución de consenso de 1978 y el ingreso en la Unión Europea, en 1986, fueron los hitos que permitieron superar, con sobresaliente, esa asignatura. Los 40 millones de españoles del año 2000 tienen el marco político más estable de los últimos dos siglos y también la sociedad más próspera, que se encuentra muy cerca de los primeros puestos en las clasificaciones anuales de la Organización de las Naciones Unidas sobre el índice de Desarrollo Humano.

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La democracia en España se encuentra arraigada y es práctica cotidiana y pacífica, con la única excepción -brutal- de las expresiones violentas del nacionalismo vasco. Lo mismo ocurre con la apertura al exterior. Las fronteras con Francia y Portugal han desaparecido. Cientos de miles de inmigrantes se han establecido en España durante los últimos quince años, en un proceso que continuará durante el siglo XXI. La apertura de la economía (suma de importaciones y exportaciones) representó en 1975 el 21,66 por 100 del PIB y en 1998 el 42,69, casi el doble.

La nación española -en el sentido de sociedad con historia común- se ha reencontrado en ese proceso basado en la libertad y también en el rechazo a la vulneración grave de ese marco político, como fue en 1981 el intento de golpe de Estado y en los últimos años la agresión terrorista. Los seis millones de ciudadanos que en julio de 1997 salieron a la calle en todo el país, tras el secuestro y asesinato del joven concejal Miguel Angel Blanco, fueron la mayor manifestación ciudadana de la historia de España, al servicio de las causas más nobles que puedan concebirse: la vida, la paz y la libertad.

UN LUGAR EN EL MUNDO

A comienzos de octubre de 1975 España estaba, en parte, aislada diplomáticamente. La ejecución de cinco terroristas había motivado fuertes protestas en varias capitales europeas -incluida la destrucción de la embajada en Lisboa-, varios países de la Comunidad Económica Europea habían retirado a sus embajadores, el primer ministro sueco recogía donativos en la calle para la oposición al Gobierno español y las difíciles negociaciones del embajador ante la CEE, Ullastres, con el comisario De Kergolay, habían quedado interrumpidas. Hubo mucho de hipocresía en esa situación: los países que protestaban por el fusilamiento de cinco terroristas -cuyo programa político era sensiblemente peor que la dictadura de Franco- no habían actuado así cuando fueron detenidos o incluso condenados a penas de cárcel políticos y sindicalistas demócratas; las protestas mayores procedieron de dos países -Alemania Oriental y México- manifiestamente antidemocráticos; la paralización de las negociaciones para ampliar a la Europa de nueve miembros -el Acuerdo firmado en 1970 con la Europa de 6- respondía básicamente al típico egoísmo comunitario, reticente a otorgar ventajas adicionales a una economía española crecientemente competitiva. El semiaislamiento, sin embargo, era un hecho, al igual que la imposibilidad de acceder a la CEE como miembro de pleno derecho y el muy escaso papel de España en la política internacional.

Desde comienzos de los años 90, por el contrario, España ha desempeñado un papel que muchas veces estaba por encima de su peso demográfico, político y económico. Políticos españoles ocupan o han ocupado la secretaría general de la OTAN, la presidencia del Parlamento Europeo (dos veces) y del Comité Olímpico Internacional, la vicepresidencia de la Unión Europea (dos veces), la Comisaría de Política Exterior y de Seguridad, la dirección general de la UNESCO y otros puestos de menor relieve, pero de gran significación política. En dos ocasiones -1989 y 1995- España ha desempeñado la presidencia de la Unión Europea, con las habituales cumbres al final del semestre. La Conferencia de Paz en Oriente Medio eligió Madrid como sede en el otoño de 1991; lo mismo ocurrió con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (1994), y la Asamblea de la OTAN (1997). España fue sede de unos Juegos Olímpicos (Barcelona, 1992), de unos Campeonatos Mundiales de Fútbol (1982) y celebró con gran brillantez una Exposición Universal (Sevilla, 1992). La proyección cultural -con premios como el Cervantes y los Príncipe de Asturias- y la revalorización del idioma español en la era Internet se alian, en fin, con unas inversiones en el exterior que han convertido a una docena de empresas en importantes multinacionales de sectores clave: finanzas, telecomunicaciones y energía.

AL SERVICIO DE LA PAZ

A finales de 1975 la mejor unidad militar española -el Ejército del Sáhara- se enfrentó a un serio riesgo de guerra con un Marruecos, decidido a la anexión del Sáhara Occidental, tras sufrir varios meses de hostigamientos del independentista Frente Polisario, de terroristas organizados y financiados por el Gobierno de Rabat y de las propias Fuerzas Armadas Reales. La diplomacia evitó la ruptura de hostilidades, cuyo riesgo político era considerable, no ya por la acción bélica en sí -la superioridad militar y moral española era abrumadora-, sino por el peligro inherente a un conflicto de naturaleza colonial que hubiera debido librarse, en gran medida, con jóvenes soldados que cumplían el Servicio Militar, en plena transición de la dictadura a la Monarquía.

Veinticinco años después, las Fuerzas Armadas españolas tienen aproximadamente la mitad de tamaño y su profesionalización es prácticamente total. La institución chirrió cuando, en abril de 1977, el Gobierno Suárez legalizó, por sorpresa, al Partido Comunista, pero los Ejércitos se integraron muy pronto en el nuevo marco democrático, como quedó patente con la aprobación en 1978 de las Reales Ordenanzas de Juan Carlos I. El intento de golpe de Estado de febrero de 1981 fue la demostración palpable de que la práctica totalidad de las Fuerzas Armadas estaban en contra de una ruptura de la legalidad.

Los militares han sido uno de los sectores sociales que más ha padecido el acoso del terrorismo y, sobre todo, han acompañado la proyección exterior de España, con la participación en numerosas misiones de las Naciones Unidas y de la OTAN en Europa, África, Asia y América. En todos los casos su intervención recibió elogios generalizados y casi una veintena de profesionales perdieron la vida, sobre todo en Bosnia. Desde 1982 las Fuerzas Armadas forman parte de la OTAN y, a pesar de las severas limitaciones presupuestarias, determinadas unidades de los tres Ejércitos han conseguido un alto grado de operatividad, puesto de manifiesto en las diversas misiones, incluso con fuego real, llevadas a cabo con otras fuerzas militares de la Alianza Atlántica.

UNA NACIÓN PLURAL

El establecimiento de comunidades autónomas en toda España, en un proceso muy rápido -casi todas disponían de regímenes de preautonomía en 1978 y en 1983 todas habían celebrado sus primeras elecciones al parlamento regional, con los estatutos aprobados entre 1979 y 1982-, ha sido una de las principales reformas políticas de este cuarto de siglo. En 1975 era una cuestión pendiente, que estaba presente en la política española desde hacía casi un siglo.

Frente a los temores iniciales, el Estado de las Autonomías se ha consolidado en todo el país y muchas veces los mejores resultados se han producido en las comunidades que no eran consideradas históricas. La realidad es que estas últimas no han obtenido un beneficio evidente: tanto Cataluña como el País Vasco y Galicia han perdido población entre 1975 y el 2000, en los dos primeros casos después de un siglo de recibir una fuerte inmigración. Madrid, por el contrario, ha crecido de forma significativa, hasta el punto de arrebatar a Barcelona la primacía demográfica que esta última tuvo desde principio de siglo. Los archipiélagos -Baleares y Canarias- han sido las comunidades que obtuvieron mayor crecimiento económico y de población. Otras comunidades que han experimentado un importante crecimiento -Navarra, La Rioja, Aragón, Comunidad Valenciana y Murcia- son en todos los casos autonomías de vía lenta. Las previsiones de los constituyentes, a este respecto, erraron por completo.

La proximidad del Gobierno al ciudadano, tanto en los ayuntamientos como en las autonomías, ha mejorado mucho la vida local, hasta el punto de que ése es uno de los principales cambios sociales del último cuarto de siglo. Los planeamientos urbanos, los transportes públicos y los servicios sociales son hoy considerablemente mejores que los de 1975.

La principal excepción a la buena salud del proceso se encuentra en el País Vasco, pero con matices. La agresión terrorista no es fruto del Estado autonómico, sino resultado del rechazo a éste y, por extensión, de la Constitución y del conjunto del Estado de Derecho. Esa agresión alcanzó su cénit en 1980 y desde entonces ha mantenido una línea descendente, aunque irregular. Lo que sí ha desaparecido es la confusión de posiciones que existía hace veinticinco años. El rechazo a esa agresión es hoy generalizado y la práctica totalidad de los intelectuales vascos han ofrecido desde hace tiempo un magnífico ejemplo de análisis riguroso y de valor ciudadano, que ha desmontado los mitos del nacionalismo y en particular de su dimensión violenta.

EL LADO OSCURO

Los 800 personas asesinadas del terrorismo en este periodo, la mayor parte víctimas de la organización ETA, han sido asumidas como la principal lacra colectiva desde 1975 hasta la fecha, hasta el punto de negar parcialmente el funcionamiento de la democracia y hasta de la libertad personal en casi todo el País Vasco y en parte de Navarra, con numerosas proyecciones en el resto de España.

No pueden ser olvidados tampoco los millones de españoles que sufrieron el paro, debido a una política económica ineficaz, fruto en numerosas ocasiones de la demagogia o de la ignorancia. Por extensión esos millones de tragedias personales -en gran medida evitables- fueron el aspecto más negativo de la transición, estrechamente relacionado con las concepciones utópicas tan extendidas en el periodo 1974-77, y que sólo con el paso del tiempo fueron erradicadas. Las miles de empresas que desaparecieron, la angustia de tantos padres de familia que perdieron su puesto de trabajo y de millones de jóvenes a quienes la sociedad no ofrecía un empleo, o bien uno situado muy por debajo de su formación y expectativas, forman una de las páginas más negras de los últimos veinticinco años.

En una escala mucho menor, deben ser citadas las víctimas de una actitud hedonista y una permisividad legal que favorecieron el consumo de drogas. El número de muertos por esta causa -bien por sobredosis, bien por enfermedades sobrevenidas-, supera con mucho el de asesinados del terrorismo.

Más alto aún -del orden de tres cuartos de millón- es el número de abortos provocados tras la despenalización aprobada por el PSOE en 1983. También, claro está, había abortos en 1975 y en realidad los ha habido siempre, pero la legalización dio cobertura a una práctica moralmente repugnante y de algún modo -como muestran unas estadísticas anuales crecientes- estimuló su práctica. Entre los españoles existen opiniones encontradas sobre la gravedad y las dimensiones de esa herida. Lo único que no puede hacerse es olvidar su existencia.

Periodista