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Intentaré explicar por qué, según creo, George Steiner no es un huma­ nista. También creo que en el tal intento estriba la posibilidad de com­ prensión de uno de los pensamientos más vigorosos, hondos y verdaderos del siglo que acaba . De no ser así, no estaríamos sino ante una boutade , y no es el caso. Apelar a la verdad en su elogio no es cosa, además, que pueda hacerse sin reparar antes en que nos disponemos a abordar uno de esos tipos de pensamiento orgánico cuyos objetos han sido ubicados más allá de la verdad y la falsedad mismas (éste es su único, creo, punto tangencial con el pensamiento trágico de estirpe nietzscheana) y de cuyo autor puede decirse que, independientemente de la validación lógica de la verdad o fal­ sedad de sus rotundas afirmaciones y negaciones, él sí es verdadero.

Cuando con demasiada rapidez se dice del autor de Lenguaje y silencio (1967), En el castillo de Barba Azul (1971) o Después de Babel (1975) que es un humanista, y sobre todo cuando se quiere sacar un partido urgente y mediático de la personalidad incómoda, antigregaria, radical del escritor de ese libro, Presencias reales (ed. española de 1991), que significó el aldabo­ nazo tardío para su lectura no exclusi­ vamente especia lizada en España, diciendo que es un humanista (o, lo que es lo mismo hoy, un raro, un per­ sonaje de documental histórico) o el último humanista, como se dice para más literatura, tengo para mí que se está escamoteando la particularidad, la singularidad de un perfil intelectual que a la lectura de su reciente auto­ biografía todavía se aparece con ras­ gos más distintivos. Y no es que el libro que quiere ser de sus memorias venga a añadir apenas nada sobre el corpus de ideas y pasiones que hasta ahora sus otros libros han ido constru­ yendo, sino que la coincidencia de sus reiteraciones obsesivas, de las visitas a un puñado de loci intelectuales en sus ensayos filosóficos o filológicos, con las que aparecen en el libro de su vida resulta tan apabullante como para sugerirnos la fundamental idea de encontrarnos ante alguien cuya vida de lector y de pensador constituye la médula auténtica de su intimidad. De ahí que la organicidad de su pensa­ miento se enfrente una y otra vez con­ tra toda mecánica especulativa y racional; de ahí su oposición a que las tareas críticas y hermenéuticas estén dispuestas a ganar dignidad en el mundo humanístico a costa de impor­ tar los métodos lógicos del armazón convencional de la ciencia. Su inti­ midad más profunda es, pues, la del lector que presta confianza a lo que puede desde el libro llegar de muy lejos, venir hasta nosotros desde el misterio supremo de lo que es otro inaccesiblemente, hacerse presencia desafiando toda lógica y toda miseria del análisis y de la prueba empírica. Ese lector es el que restablece el con­ trato roto por la modernidad (ayer la de Hofmannsthal, la de Mallarme; hoy la de Barthes, la de Derrida) entre el lenguaje y el mundo, el que vindica en cada página el gran poder de nues­ tra imaginación y nuestras ficciones contra el no menor del horror, de la tristeza y de la muerte. Ese lector es Le Philosophe lisant, un retrato de Char­ din que Steiner quiso de sí mismo en el primero y magistral de los ensayos reunidos en Pasión intacta (ed. espa­ ñola, 1997), el curioso personaje que se dispone al ceremonial de la lectura con las mejores galas, las de su casa y las de su atuendo, como quien aguar­ da así la llegada de un visitante que merece el mejor mantel y que puede transformar su vida.

De modo que la vida más íntima de George Steiner es su vida de lector. Digamos que ésa es la historia de su intimidad, mientras el cuento de su privacidad -eso es lo que cuentan, por lo común, las memoriasse nos escamotea en breves aunque memo­ rables apuntes de su infancia en el Tirol (aquel libro de heráldica ante el que se sintió por primera vez poseído por lo innumerable e inabarcable de la realidad y sus diversidades), de la Viena antisemita de los años treinta, de su entorno en la Universidad de Chicago, de Oxford, del New Yorker en el que sucedió al gran Edmund Wilson, de sus maestros, de sus patrias, de sus viajes … Nada puede, digámoslo así, con la promesa de transcendencia, de transterrenalidad, ante cuyos secretos lingüísticos, escondidos entre los matices de la letra impresa, se deshacen los ojos del mandarín judío cuya vida exterior, cuya mundanidad ha terminado por ser examinada y medida con el listón de aquella lejanía inhumana propia de la voz alojada en los textos que manchan las manos de los hasidim.

Pero ésta no es toda la verdad. Los comentarios sobre Steiner suelen oscilar con igual urgencia entre el subrayado de su humanismo (para decir, sencilla y coloquialmente, de su cultura, creo) y la conclusión de su judaísmo indeclinable. Digamos que, con eso, uno se lo quita de encima. La publicación de Presencias reales fue saludada con admiración, sus ideas no fueron elogiadas sin sonrisas y en su apuesta (por la centralidad transcen­ dental del significado) no se lamentó poco el abandono final de su razona­ miento en los brazos de Yahvé. Entre uno y otro de los extremos del colum­ pio se balancea, sin embargo, la posi­ bilidad de comprensión de una obra que a la luz de su vida es juzgada por el propio autor de modo muy distinto. Errata es el título de su libro memo­ rial. Con él, Steiner alude, al menos, a tres sentidos probablemente indiso­ ciables. Errata es, sí, término propio de la inacabable tarea de corrección tipográfica y, con ello, reflejo de la otra tarea infinita e inacabable de interpretación del ibro, cuyo senti­ do nunca llegará a coincidir con el análisis o la descripción hermenéuti­ ca. «Ninguna hermenéutica equivale a su objeto», dirá en un capítulo por lo demás dedicado a explicar su con­ cepto de clasicidad y la necesidad de su canon. Como un recuerdo obligado, en el aserto resuena la impugnación de la racionalidad occidental llevada a cabo por el gran judío Emmanuel Levinas en su Totalidad e infinito. No es el único punto en el que dos espíri­ tus talmúdicos -de muy diversa índole, eso sí-se reúnen. El objeto de nuestro deseo es siempre más que lo deseado, vendrá a decir Levinas, del mismo modo en que Steiner -y es esto lo que se olvida-, en la defensa del canon, de la tradición, en el recuerdo de la herencia paterna del judaísmo emancipado (Steiner repi­ tiendo a los cinco años las sílabas en que el texto griego hace pronunciar la palabra amigo en el sacrificio de Licaón a manos de Aquiles) nos hace saber que su vindicación del significado no es, por favor, un regreso reaccionario (se ha dicho así) al dogma ontológico, sino la enmienda antirrelativista y antiestructuralista del que sabe que en la propia falta de coincidencia entre mundo y lenguaje, en la dife­ rencia y el desnivel entre las palabras y las cosas, en el aplazamiento sin tér­ mino de un significado y de un senti­ do definitivos, más allá de la aleato­ riedad deconstruccionista, más allá de la ironía, más allá del sinsentido de los teóricos nihilistas, está la garantía de nuestra libertad (también la exi­ gencia de nuestra responsabilidad).

Errata es también, y en un sentido llano, fallo; para Steiner, culpa. Sus culpas son examinadas no sin dolor, no sin orgullo, lo que tiñe las páginas con un pátina de melancolía. Culpa por no haber respondido, correspon­ dido del todo al ideal transformador para la vida que la obra (el torso de Apolo en el poema de Rilke) ordena a quien contempla. Culpa por haber dedicado sus esfuerzos a la docencia, a la conversación, a la conferencia, a la divulgación, y haber despilfarrado así las energías debidas al estudio, a la erudición, al aislamiento absoluto en el escudriñamiento de los rincones del sentido. «¿Hay congruencia entre las humanidades y lo inhumano?», se pregunta tantas veces Steiner cuando piensa -uno de sus temas favori­ tosel horror y la grandeza de todo lo que hemos arrojado al mundo, sea la destrucción o la música. Una vez más, no es lo humano su medida, la medida de Shakespeare, de las Canta­ tas de Bach, y tampoco lo es del ham­ bre en el centro de África, de los genocidios o de los asesinatos a dis­ tancia. Pero más llanamente, decía­ mos, no hay tampoco congruencia entre la divulgación, la extensión de la cultura, a la que aboca el curioso sentido triunfante que se ha dado a la democracia, y la posibilidad de hacer frente a las exigencias de altura, de excelencia, de seriedad, de concen­ tración, dictadas por esa suerte de obras de la imaginación humana (los clásicos) que nos hacen, mucho más que nosotros las hagamos.

Pero Errata hace alusión, sobre todo, a la necesidad de comprensión de un tipo de pensamiento que ha conseguido, aunque esto se pase casi siempre por alto, conformar el núcleo más duro y característico de la moder­ nidad occidental. Las relaciones entre judaísmo y modernidad, entre judaís­ mo y clasicismo, entre judaísmo y nihilismo, o las que a fin de cuentas son las propias del judaísmo y la nega­ tividad es el asunto que ejemplarmen­ te nos obliga a examinar Steiner al hacer examen de su propia vida. «El deseo metafisico (otra vez me vuelve el recuerdo de Levinas) es un deseo sin retomo porque es deseo de un país en el que no nacimos». Es lo mismo, casi un calco, que se le ocurre decir a Stei­ ner a cuento del Viaje de Invierno de Schubert en el apasionado y apasio­ nante capítulo que dedica a su expe­ riencia de la música. La música, con Dios y las matemáticas, para él los tres límites de nuestro lenguaje. La músi­ ca, allende la frontera de la humani­ dad y de la mundanidad. La música, ajena a la verdad y al error del comen­ tario verborreico de los teóricos. La música, o como Steiner dice, el canto que «nos conduce a un lugar en el que nunca hemos estado». Ese lugar resul­ ta inseparable de la negación de todos los lugares, de todos los arraigos en un lugar llevado a cabo por la revisión semítica de la teología y la metafísica clásicas. En este punto es en el que Steiner y su pensamiento se convier­ ten en el campo de una batalla sin fin entre la clasicidad que admira -el humanismo-y la vocación negativa de un judaísmo que no puede abjurar de su recelo ante la imagen, la fabula­ ción, la figura y la metáfora. Su vene­ ración del texto clásico es antes que nada veneración del Libro, sospecha del hallazgo del sentido en la negación que el Libro lleva a cabo de la vida. Más que cualquier otra obra, se lleva­ ría a una isla desierta la Berenice de Racine, sólo porque, en ella lo munda­ no, lo corporal es negado, excluido por el absoluto de su claridad moral. Ningún verdadero judío, piensa, debe aceptar un territorio propio, un genius loci, una figuración del tiempo, del espacio o de Dios, y su misión es la de vagar permanentemente, la de errar, la de convertir su vida en una inaca­ bable errata. Su Templo destruido se ha convertido en.Libro. Su Dios no se ha encarnado en un hombre, sino en un Libro. Es en este sentido en el que Steiner no puede ser un humanista, un literati. Más que apostar por el sig­ nificado, lo cual es propio de la huma­ nidad clasicista, Steiner viene a cla­ mar por el significado del significado, es decir, por la tautología de la Zarza, por su negación de la vida, por su inhumanidad, por la purificación que en tres momentos (aquél del monte Sinaí, el propio de Cristo y el de Marx) el judaísmo ha puesto en brete a lo vulgar y a lo humano ante «el chantaje de lo ideal» (de ahí, asegura él, el odio como respuesta).

En un determinado pasaje de los que dedica a la «cuestión judía», el occidental, el desarraigado de su pro­ pio judaísmo que, sin embargo, Stei­ ner es, formula una pregunta funda­ mental: «por qué la modernidad per se […] es tan marcadamente judía». La pregunta no pasaría de una cuestión estadística si obviáramos el hecho de que el propio pensamiento steineria­ no es comúnmente visto como crítica de esa misma modernidad. Y en efec­ to lo es. Pero, ¿en qué aspecto? ¿por qué, si su advocación teológica es de raíz negativista, si su «cultura» no puede prescindir de la desconfianza ante lo imaginario, Steiner es por antonomasia el adalid de la antide­ construcción, del antinihilismo? No es el primero tampoco que observa la vinculación del pensamiento semíti­ co (al que pertenecen, claro, Freud, Wittgenstein, Schoenberg, Levi­ Strauss, Benjamin, Arendt, War­ burg …) con el puritanismo moderno. Arnaldo Momigliano dedicó exce­ lentes páginas al entorno italiano en el que brillaron Svevo, Saba, Mora­ via, Carla Levi, Natalia Ginzburg … Pero la respuesta está, me parece, en una diferencia fundamental. La inhu­ manidad, la alteridad a la que apelan Levinas y Steiner se refiere a una supremacia absoluta del misterio de cuya superioridad cabe extraer «reglas de claridad moral». El más allá del bien y del mal nietzscheano se situaría, por contra, más acá de la lógica del mundo, y que su repercu­ sión en el arte y la literatura de nues­ tro siglo (en su crítica) haya sido la abolición del significado y de la ver­ dad, nada tiene que ver ya con la transferencia del bien moral que el judaísmo lleva a cabo más allá de esa mundanidad, allá donde, como dice el Prólogo a la Berenice que nuestro Azorín puso como cabecera de su Don Juan (1922), …toute l’invention consiste a faire que/,que chose de ríen.

También Momigliano rechazaba la frecuente correspondencia que es posible establecer (aunque es más fácil hacerlo con los puritanismos protes­ tantes) entre el pensamiento judaico y los de Kant o Hegel, y creo que por la misma razón. La impugnación de Stei­ ner, antes que a unas derivas episte­ mológicas, atiende a raíces de índole moral que, desde luego, para el pensa­ miento aquel son innegociables. Él no prescinde, como las negaciones anti­ metafísicas, de la verdad o del bien; sencillamente los mide con la vara levinasiana de lo completamente otro. Y ésa es un diferencia clave. Y ése es pro­ bablemente el punto de fricción clave entre el judaísmo y la modernidad. Y mientras la consumación de esa ver­ dad y ese bien no llega, y no ha llega­ do para el Steiner que en sus últimas páginas memoriales, al contrario que Eliot, aún aguarda «la primera veni­ da», la única norma de vida es la que prescribe la errancia, la errata infinita, el Éxodo tan pulcramente estudiado por Momigliano en una de sus Páginas hebraicas (1987), por las que también desfilaban, recuerdo, Scholem, Leo Strauss, Benjamin (bien censurado por Momigliano). Cuando pienso en la autobiografía de George Steiner, no en vano lo hago a través del ensayo que el propio Momigliano dedicó al Contra Apión de Flavio Josefa, en el que creo ver el retrato del apologista («una apología es siempre un examen de conciencia», se dice allí) al que «corresponde la tarea de defender no una actitud especulativa o determina­ dos postulados de fe, sino una minu­ ciosa norma de vida». Como en el caso de Josefa, no creo arriesgado ahora pensar en la «fundamental irre­ ligiosidad» de Steiner; en el examen de su vida intelectual no como res­ puesta al judaísmo (que no puede compartir) sino «a la mentalidad helenística imperante» en las cátedras y los mandarinatos académicos y pseu­ doacadémicos; en la errante condi­ ción de quien, sin embargo, tampoco puede olvidar lo sustantivo de la ausencia y de la negación, el myste­ rium tremendum que deshace con poderes inhumanos el atavismo lin­ güístico -diría él o Levinasque piensa a Dios haciéndolo coincidir con el Ser, o pintando su figura con medida y rostro humanos.

Escritor, poeta y crítico de arte español